El Señor es el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. 

 

 

Evangelio Diario y Meditación

+Santo Evangelio:

Evangelio según San Lucas 20,27-38.

Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección,

y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda.

Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos.

El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia.

Finalmente, también murió la mujer.

Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?».

Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan,

pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán.

Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.

Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.

Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él».

 

 

+Padres de la Iglesia

San Ambrosio

En sentido espiritual esta mujer es la sinagoga, que tuvo siete maridos, como se dice de la samaritana: «Cinco maridos has tenido» ( Jn 4,18); porque los samaritanos admitían únicamente los cinco libros de Moisés, mientras que la sinagoga admitía siete especialmente; y de ninguno de ellos obtuvo hijos a causa de su perfidia. Y no pudo tener parte con sus maridos en la resurrección porque dio un sentido carnal al precepto espiritual; porque no se le anunció un hermano carnal, que suscitase la descendencia de su hermano difunto, sino aquel hermano que, una vez muerto el pueblo de los judíos, tomase para sí como esposa a la sabiduría del divino culto, y suscitara de ella una descendencia en los apóstoles, los que habiendo quedado todavía informes en las entrañas de la sinagoga, como reliquias de los difuntos judíos, merecieron ser conservados, en virtud de la elección de la gracia, por la mezcla de una nueva semilla.

 

San Agustín

Porque los casamientos se hacen para tener hijos; los hijos vienen por la sucesión, y la sucesión por la muerte; por tanto, donde no hay muerte no hay casamientos; y así dice: «Mas los que serán juzgados dignos», etc.

Así como nuestra palabra se forma y perfecciona con sílabas que se siguen y suceden, así los mismos hombres de quienes es la palabra, siguiéndose y sucediéndose, hacen y perfeccionan el orden de este siglo, que es el tejido de la hermosura temporal de las cosas. Mas como la palabra de Dios, de que gozaremos en la otra vida, no se compone de una continuación o sucesión de sílabas puesto que todo en El es permanente y uniforme, así los que participen de El, para quienes será la vida, ni faltarán muriendo ni aumentarán naciendo, como sucede ahora respecto de los ángeles. Sigue, pues: «Son iguales a los ángeles».

 

Orígenes

Pero como el Señor dice por medio de San Mateo esta palabra omitida aquí: «Erráis desconociendo las Escrituras» ( Mt 22,29), por ello os pregunto: ¿en dónde está escrito que no se casan ni se casarán? Planteo la cuestión de dónde está escrito que ni se casarán ni serán dados en casamiento. Y según yo creo, no se ha hallado nada semejante en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Pero todo su error -de los saduceos- se introdujo por la lectura de la Escritura que no entienden, porque dice Isaías: «Mis escogidos no tendrán hijos para maldición» ( Is 65,13), etc. Por esto creen que habrá de suceder esto en la resurrección. San Pablo, interpretando todas estas bendiciones en sentido espiritual, y sabiendo que no eran carnales, dice a los de Efeso: «Nos has bendecido con toda bendición espiritual» ( Ef 1,3).

 

+Catecismo

992: La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquel que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:

El Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna (2 M 7, 9). Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por Él (2 M 7, 14).

993: Los fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error» (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos» (Mc 12, 27).

994: Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás» (Mt 12, 39), del signo del Templo: anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte.

995: Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección» (Hch 1, 22), «haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.

 

 

+Pontífices

San  Juan Pablo II

Audiencia General (11-11-1981)

“Junto a los otros dos importantes coloquios, esto es: aquel en el que Cristo hace referencia al “principio” (cf. Mt 19, 3-9; Mc 10, 2-12), y el otro en el que apela a la intimidad del hombre (al “corazón”), señalando al deseo y a la concupiscencia de la carne como fuente del pecado (cf. Mt 5, 27-32), el coloquio que ahora nos proponemos someter a análisis, constituye, diría, el tercer miembro del tríptico de las enunciaciones de Cristo mismo: tríptico de palabras esenciales y constitutivas para la teología del cuerpo. En este coloquio Jesús alude a la resurrección, descubriendo así una dimensión completamente nueva del misterio del hombre.

La revelación de esta dimensión del cuerpo, estupenda en su contenido —y vinculada también con el Evangelio releído en su conjunto y hasta el fondo—, emerge en el coloquio con los saduceos, “que niegan la resurrección” (Mt 22, 23); vinieron a Cristo para exponerle un tema que —a su juicio— convalida el carácter razonable de su posición. Este tema debía contradecir “las hipótesis de la resurrección”. El razonamiento de los saduceos es el siguiente: “Maestro, Moisés nos ha prescrito que, si el hermano de uno viniere a morir y dejare la mujer sin hijos, tome el hermano esa mujer y dé sucesión a su hermano” (Mc 12, 19). Los saduceos se refieren a la llamada ley del levirato (cf. Dt 25, 5-10), y basándose en la prescripción de esa antigua ley, presentan el siguiente “caso”: “Eran siete hermanos. El primero tomó mujer, pero al morir no dejó descendencia. La tomó el segundo, y murió sin dejar sucesión, e igual el tercero, y de los siete ninguno dejó sucesión. Después de todos murió la mujer. Cuando en la resurrección resuciten, ¿de quién será la mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer” (Mc 12, 20-23).

La respuesta de Cristo es una de las respuestas-clave del Evangelio, en la que se revela — precisamente a partir de los razonamientos puramente humanos y en contraste con ellos — otra dimensión de la cuestión, es decir, la que corresponde a la sabiduría y a la potencia de Dios mismo. Análogamente, por ejemplo, se había presentado el caso de la moneda del tributo con la imagen de César, y de la relación correcta entre lo que en el ámbito de la potestad es divino y lo que es humano (“de César”) (cf. Mt 22, 15-22). Esta vez Jesús responde así: “¿No está bien claro que erráis y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios? Cuando en la resurrección resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos” (Mc 12, 24-25). Esta es la respuesta basilar del “caso”, es decir, del problema que en ella se encierra. Cristo, conociendo las concepciones de los saduceos, e intuyendo sus auténticas intenciones, toma de nuevo inmediatamente el problema de la posibilidad de la resurrección, negada por los saduceos mismos: “Por lo que toca a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo habló Dios diciendo Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 26-27).

Como se ve, Cristo cita al mismo Moisés al cual han hecho referencia los saduceos, y termina afirmando: “Muy errados andáis” (Mc 12, 27).”

 

Audiencia General (18-11-1981)

“Estáis en un error, y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios” (Mt 22, 29); así dijo Cristo a los saduceos, los cuales —al rechazar la fe en la resurrección futura de los cuerpos— le habían expuesto el siguiente caso: “Había entre nosotros siete hermanos; y casado el primero, murió sin descendencia, y dejó la mujer a su hermano (según la ley mosaica del “levirato”); igualmente el segundo y el tercero, hasta los siete. Después de todos murió la mujer. Pues en la resurrección, ¿de cuál de los siete será la mujer?” (Mt 22, 25-28).

Cristo replica a los saduceos afirmando, al comienzo y al final de su respuesta, que están en un gran error, no conociendo ni las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mc 12, 24; Mt 22, 29). Puesto que la conversación con los saduceos la refieren los tres Evangelios sinópticos, confrontemos brevemente los relativos textos.

2. La versión de Mateo (22, 24-30), aunque no haga referencia a la zarza, concuerda casi totalmente con la de Marcos (12, 18-25). Las dos versiones contienen dos elementos esenciales: 1) la enunciación sobre la resurrección futura de los cuerpos; 2) la enunciación sobre el estado de los cuerpos de los hombres resucitados. Estos dos elementos se encuentran también en Lucas (20, 27-36). El primer elemento, concerniente a la resurrección futura de los cuerpos, está unido, especialmente en Mateo y en Marcos, con las palabras dirigidas a los saduceos, según las cuales, ellos no conocían “ni las Escrituras ni el poder de Dios”. Esta afirmación merece una atención particular, porque precisamente en ella Cristo puntualiza las bases mismas de la fe en la resurrección, a la que había hecho referencia al responder a la cuestión planteada por los saduceos con el ejemplo concreto de la ley mosaica del levirato.

3. Sin duda, los saduceos tratan la cuestión de la resurrección como un tipo de teoría o de hipótesis, susceptible de superación. Jesús les demuestra primero un error de método: no conocen las Escrituras; y luego, un error de fondo: no aceptan lo que está revelado en las Escrituras —no conocen el poder de Dios—, no creen en Aquel que se reveló a Moisés en la zarza ardiente. Se trata de una respuesta muy significativa y muy precisa. Cristo se encuentra aquí con hombres que se consideran expertos y competentes intérpretes de las Escrituras. A estos hombres —esto es, a los saduceos— les responde Jesús que el solo conocimiento literal de la Escritura no basta. Efectivamente, la Escritura es, sobre todo, un medio para conocer el poder de Dios vivo, que se revela en ella a sí mismo, igual que se reveló a Moisés en la zarza. En esta revelación El se ha llamado a sí mismo “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y de Jacob”, de aquellos, pues, que habían sido los padres de Moisés en la fe, que brota de la revelación del Dios viviente. Todos ellos han muerto ya hace mucho tiempo; sin embargo, Cristo completa la referencia a ellos con la afirmación de que Dios “no es Dios de muertos, sino de vivos”. Esta afirmación-clave, en la que Cristo interpreta las palabras dirigidas a Moisés desde la zarza ardiente, sólo pueden ser comprendidas si se admite la realidad de una vida, a la que la muerte no pone fin. Los padres de Moisés en la fe, Abraham, Isaac y Jacob, para Dios son personas vivientes (cf. Lc 20, 38: “porque para El todos viven”), aunque, según los criterios humanos, haya que contarlos entre los muertos. Interpretar correctamente la Escritura, y en particular estas palabras de Dios, quiere decir conocer y acoger con la fe el poder del Dador de la vida, el cual no está atado por la ley de la muerte, dominadora en la historia terrena del hombre.

4. Parece que de este modo hay que interpretar la respuesta de Cristo sobre la posibilidad de la resurrección, dada a los saduceos, según la versión de los tres sinópticos. Llegará el momento en que Cristo dé la respuesta, sobre esta materia, con la propia resurrección; sin embargo, por ahora se remite al testimonio del Antiguo Testamento, demostrando cómo se descubre allí la verdad sobre la inmortalidad y sobre la resurrección. Es preciso hacerlo no deteniéndose solamente en el sonido de las palabras, sino remontándose también al poder de Dios, que se revela en esas palabras. La alusión a Abraham, Isaac y Jacob en aquella teofanía concedida a Moisés, que leemos en el libro del Éxodo (3, 2-6), constituye un testimonio que Dios vivo da de aquellos que viven “para El”; de aquellos que gracias a su poder tienen vida, aún cuando, quedándose en las dimensiones de la historia, sería preciso contarlos, desde hace mucho tiempo, entre los muertos.

5. El significado pleno de este testimonio, al que Jesús se refiere en su conversación con los saduceos, se podría entender (siempre sólo a la luz del Antiguo Testamento) del modo siguiente: Aquel que es —Aquel que vive y que es la Vida— constituye la fuente inagotable de la existencia y de la vida, tal como se reveló al “principio”, en el Génesis (cf. Gén 1-3). Aunque, a causa del pecado, la muerte corporal se haya convertido en la suerte del hombre (cf. Gén 3, 19), y aunque le haya sido prohibido el acceso al árbol de la vida (gran símbolo del libro del Génesis) (cf. Gén 3, 22), sin embargo, el Dios viviente, estrechando su alianza con los hombres (Abraham, Patriarcas, Moisés, Israel), renueva continuamente, en esta Alianza, la realidad misma de la Vida, desvela de nuevo su perspectiva y, en cierto sentido, abre nuevamente el acceso al árbol de la vida. Juntamente con la Alianza, esta vida, cuya fuente es Dios mismo, se da en participación a los mismos hombres que, a consecuencia de la ruptura de la primera Alianza, habían perdido el acceso al árbol de la vida, y en las dimensiones de su historia terrena habían sido sometidos a la muerte.

6. Cristo es la última palabra de Dios sobre este tema; efectivamente, la Alianza, que con El y por El se establece entre Dios y la humanidad, abre una perspectiva infinita de Vida: y el acceso al árbol de la vida —según el plano originario del Dios de la Alianza— se revela a cada uno de los hombres en su plenitud definitiva. Este será el significado de la muerte y de la resurrección de Cristo, éste será el testimonio del misterio pascual. Sin embargo, la conversación con los saduceos se desarrolla en la fase pre-pascual de la misión mesiánica de Cristo. El curso de la conversación según Mateo (22, 24-30), Marcos (12, 18-27) y Lucas (20, 27-36) manifiesta que Cristo —que otras veces, particularmente en las conversaciones con sus discípulos, había hablado de la futura resurrección del Hijo del hombre (cf., por ejemplo, Mt 17, 9. 23; 20, 19 y paral.)— en la conversación con los saduceos, en cambio, no se remite a este argumento. Las razones son obvias y claras. La conversación tiene lugar con los saduceos, “los cuales afirman que no hay resurrección” (como subraya el Evangelista), es decir, ponen en duda su misma posibilidad, y a la vez se consideran expertos de la Escritura del Antiguo Testamento y sus intérpretes calificados. Y, por esto, Jesús se refiere al Antiguo Testamento, y, basándose en él, les demuestra que “no conocen el poder de Dios”.

 

Papa Francisco

Jesús siempre manso y paciente les indica como primera cosa, que la vida después de la muerte no tiene los mismos parámetros de aquella terrena. La vida eterna es otra vida, en otra dimensión, en la cual entre otras cosas no existirá más el matrimonio, que está relacionado a nuestra existencia en este mundo. Los resucitados -dice Jesús- serán como los ángeles y vivirán en un estado diverso que ahora no podemos sentir ni imaginar. Y así lo Jesús explica.

Pero después, por así decir, pasa al contraataque. Y lo hace citando la sagrada escritura, con una simplicidad y una originalidad que nos dejan llenos de amor hacia nuestro Maestro, ¡el único Maestro!

La prueba de la resurrección, Jesús la encuentra en el episodio de Moisés y de la zarza ardiente, allí en donde Dios se revela como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. El nombre de Dios está unido a los nombres de los hombres y de las mujeres con los cuales Él se relaciona, y este nexo es más fuerte que la muerte. Y nosotros podemos decir esto de la relación de Dios con nosotros. Él es nuestro Dios; Él es el Dios de cada uno de nosotros; como si Él llevara nuestro nombre, le gusta decirlo, y esta es la Alianza.

He aquí por qué Jesús afirma: ‘Dios no es de los muertos pero de los vivos, para que todos vivan en Él”. Esta es una ligación definitiva; la alianza fundamental es aquella con Jesús; Él mismo es la Alianza, Él mismo es la Vida y la Resurrección, porque con su amor crucificado ha vencido la muerte.

En Jesús, Dios nos da la vida eterna, nos la da a todos, y todos gracias a Él tienen la esperanza de una vida aún más verdadera que la actual.

La vida que Dios nos prepara no es un simple embellecimiento de la actual: esa supera nuestra imaginación, porque Dios nos asombra continuamente con su amor y con su misericordia. (Ángelus de S.S. Francisco, 10 de noviembre de 2013).

 

 

+Comunión Espiritual:

De Santa Margarita María Alacoque:  “Padre eterno, permitid  que os  ofrezca el Corazón de Jesucristo,  vuestro  Hijo muy  amado, como se ofrece Él mismo, a Vos  en sacrificio. Recibid  esta ofrenda por mí, así como por todos los deseos, sentimientos, afectos  y actos de este Sagrado Corazón. Todos son  míos, pues Él se inmola por mí,  y yo no quiero tener en adelante otros deseos que los suyos. Recibidlos para concederme por  sus méritos todas las gracias que me son necesarias, sobre todo la gracia de la perseverancia  final. Recibidlos como otros tantos actos de amor, de adoración y alabanza que ofrezco a vuestra  Divina Majestad, pues por el Corazón de Jesús sois dignamente honrado y glorificado.” Amén.

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