En un horizonte relativista así no es posible, por tanto, una auténtica educación: sin la luz de la verdad antes o después toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida…

En un horizonte relativista así no es posible, por tanto, una auténtica educación: sin la luz de la verdad antes o después toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su compromiso para construir con los demás algo en común.

La relación educativa es, por su misma naturaleza, algo delicado: implica la libertad del otro que, aunque sea con dulzura, de todos modos es provocada a tomar una decisión. Ni los padres, ni los sacerdotes, ni los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir a la libertad del niño, del muchacho, o del joven al que se dirigen.

«Seguid, por tanto, sin dejaros desalentar por las dificultades que encontráis.»

Y la propuesta cristiana interpela especialmente a fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión. Un obstáculo particularmente insidioso en la obra educativa es hoy la masiva presencia en nuestra sociedad y cultura de ese relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, sólo tiene como medida última el propio yo con sus gustos y que, con la apariencia de la libertad, se convierte para cada quien en una prisión, pues separa de los demás, haciendo que cada quien se encuentre encerrado dentro de su propio «yo». En un horizonte relativista así no es posible, por tanto, una auténtica educación: sin la luz de la verdad antes o después toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su compromiso para construir con los demás algo en común.

Está claro, por tanto, que no sólo tenemos que tratar de superar el relativismo en nuestro trabajo de formación de personas, sino que estamos también llamados a enfrentarnos a su predominio destructivo en la sociedad y en la cultura. Por ello, es muy importante que, junto a la palabra de la Iglesia, se dé el testimonio y el compromiso público de las familias cristianas, en particular para reafirmar la inviolabilidad de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural, el valor único e insustituible de la familia fundada sobre el matrimonio y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que apoyen a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial para nuestro futuro común. Por este compromiso vuestro también os doy las gracias de corazón.

El último mensaje que quisiera dejaros afecta a la atención por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada: ¡todos sabemos la necesidad que tiene la Iglesia! Para que nazcan y maduren estas vocaciones, para que las personas llamadas se mantengan siempre dignas de su vocación, es decisiva ante todo la oración, que no debe faltar nunca en cada una de las familias y en la comunidad cristiana. Pero también es fundamental el testimonio de vida de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, la alegría que expresan por haber sido llamados por el Señor. Y es asimismo esencial el ejemplo que reciben los hijos dentro de su propia familia y la convicción en las familias de que la vocación de los hijos es también para ellas un gran don del Señor. La opción por la virginidad por amor de Dios y de los hermanos, que es exigida para el sacerdocio y la vida consagrada, está acompañada por la valoración del matrimonio cristiano: la una y la otra, con dos formas diferentes y complementarias, hacen en cierto sentido visible el misterio de la alianza entre Dios y su pueblo.

Benedicto XVI

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *