La elección

 

Pido a Nuestro Señor ser escogido, ser recibido. Me ofrezco como Pedro: Deseo seguirte en la vida y en la muerte. Yo daré mi vida por ti.

Adondequiera que me lleves, yo te seguiré.

 

Pedro dijo estas cosas y se engañó. El corazón generoso y ambicioso de grandes planes no le impidieron caer en tan grandes errores.

 

¿En qué condiciones puedo yo decir cosas semejantes? ¿Cómo puedo asegurarme, en una elección que creo buena, que voy a ser fiel al plan de Dios? Esta cuestión plantea al mismo tiempo otra sobre la educación en el Discernimiento, y de la elección para la que ella prepara. Una cierta disposición del corazón, mantenida y desarrollada a lo largo de la vida, puede asegurar en el momento preciso la conformidad de nuestra elección con el Espíritu del Señor.

 

 

LA ELECCIÓN, ¿DE QUÉ SE TRATA?

 

Esta palabra forma parte del vocabulario ignaciano y requiere una explicación.

Tenemos el peligro de ver en ella el acto con que el hombre, una vez que se ha cerciorado de sus motivaciones y sopesado el pro y el contra, se decide por una cosa. Este acto de libertad, que el hombre realiza mediante sus «potencias naturales», que el hombre ha utilizado «libera y tranquilamente» [177], no es más que un aspecto de la elección. Cuando se hacen los Ejercicios se nos conduce con Jesús por los caminos del Espíritu. La elección se convierte, entonces, en un acto por el que el cristiano, que reconoce en si la acción del Espíritu, se une en su vida humana con el acto de Cristo que, en las circunstancias triviales o trascendentales, cumple la voluntad del Padre.

En un acto semejante de elección interfieren dos planos distintos: el de la libertad del hombre y el de la acción del Espíritu. Bajo el influjo de esta acción el acto de libertad llega a ser verdadera elección: «El amor más o menos que me mueve y me hace elegir tal objeto debe descender de arriba, del amor de Dios».

La elección supone que nuestros puntos de vista se sitúan bajo la luz y dentro del impulso del Espíritu Santo. No empiezo por desear determinado objeto particular, matrimonio o sacerdocio, tal profesión o tal misión determinada. Comienzo por desear a Cristo Jesús, cuya mano reconozco sobre mi. Todo lo demás lo deseo sólo dentro de esta voluntad que me hace querer ante todo a Jesucristo de una manera única. Por lo demás, para decidirme a esto o a aquello, no me apoyo solamente en el esfuerzo de mi razón, sino también en la acción que el Espíritu desarrolla en mi, haciéndome sentir su voluntad, como hizo con Cristo que fue «conducido por el Espíritu».

 

¿De qué cosas hay que hacer elección?

En algunos casos, la elección consiste en decidirse por un estado o por un proyecto vital, en tanto en cuanto se nos presentan como implicados en el Reino o en su búsqueda. Nada tan a propósito como los Ejercicios para llevar a cabo con plenas garantías una elección de este tipo, y recibir el don que lleva consigo, o mejor para ponerse en las condiciones requeridas para esta realización, como se verá cuando se presente la ocasión.

Para los que no tienen elecciones particulares que hacer, la elección consiste en una adhesión más consciente y mas libre a lo que constituye lo esencial de nuestra vida, la entrega y dedicación mas personal a una vocación en la que nunca acabamos de entrar plenamente.

En todo caso, lo que importa es la actitud de fondo requerida por la elección. Es eso lo que nos hacen encontrar los Ejercicios, asegurando así que las elecciones que vamos haciendo en nuestra vida ordinaria sean según Dios y que permanezcamos dóciles al Espíritu Santo.

Dicha actitud de fondo, en la práctica de la vida diaria, es la entrada en un orden perennemente nuevo; es la acción del Espíritu, que no se sabe de dónde viene ni adónde va, pero que nosotros sabemos que actúa continuamente y nos guía. Nuestra libertad, para dejarse llevar quizás a donde menos espera, se hace receptiva como ante un amor que se ofrece y es correspondido.

Considerada en esta forma, la elección difiere mucho de las resoluciones. Son éstas, decisiones o aplicaciones prácticas, tomadas para avanzar en un sentido o en otro. Son de orden moral, útiles para asegurar la perseverancia en el esfuerzo, pero limitadas, como el esfuerzo mismo. Toda esta preparación espiritual de los Ejercicios no es necesaria para estas determinaciones. Para eso bastaría el consejo de un buen amigo o un buen examen de conciencia. Indudablemente esas resoluciones no son enteramente independientes de la orientación profunda de la vida; son un medio para realizarla en la vida cotidiana, pero no deben confundirse con la elección. Esta es la que, por medio del empleo de determinados procedimientos, asegura la unidad profunda del ser, a partir del descubrimiento de la acción del Espíritu Santo.

 

DISPOSICIONES PARA LA ELECCIÓN

No puede cualquiera hacer elección, como tampoco cualquiera puede hacer discernimiento. La preparación y la calidad del hombre son para esto más importantes que la decisión de hacerlo. Ocurre aquí como en toda empresa humana: la decisión exige que sea tomada por un hombre. Aunque sea espiritual el edificio que se pretende construir, nadie puede permitirse economizar esta realidad fundamental.

 

1. Madurez humana

Algunos tienen el peligro de fiarlo todo a su capacidad intelectual. Pero puede uno disertar con vehemencia sobre la libertad y sobre la madurez afectiva, y seguir siendo un adolescente. La primera regla en este sentido es que no ha de permitir uno dejarse dominar por nada, ni diplomas, ni reputación, ni méritos adquiridos, ni categoría social. Para hacer una verdadera elección es necesario estar dispuesto a conocer lo que en realidad somos. Uno quiere al mismo tiempo decidirse y no decidirse. Uno habla como los libros que ha leído y repite lo que ha oído decir sobre si mismo. Pero, en primer lugar, hay que aceptar el poner en claro lo que en uno hay. Sin eso, todo se reduce a dar vueltas interminables a razones que cada una tiene su valor, pero de las que no se puede salir jamás, porque en ellas uno no se expresa.

El retiro de Ejercicios, por el hecho de que implica la totalidad del hombre, puede ayudar a abrir los ojos. A veces se puede conseguir este mismo resultado mediante la entrevista asidua de un consejero, siempre a partir de las experiencias que uno mismo hace. El contacto con la realidad diaria, con un ambiente diferente del ordinario, o con otras condiciones de vida, es igualmente útil para hacer luz en torno a uno mismo, con la condición de saber lo que puede esperarse de tales contactos: ante todo una experiencia para conocerse a si mismo y abrirse al Espíritu. En esta búsqueda es útil servirse de los procedimientos que los científicos psicólogos y sociólogos ponen hoy en día a nuestra disposición.

Sería equivocado esperar milagros o cambios repentinos de estos procedimientos. El llegar a plantearse la propia realidad requiere tiempo, aunque se comience a hacerlo en la madurez. Hay muchos que dicen: yo no me encuentro a gusto en esta profesión; o bien: no estaba yo suficientemente maduro cuando tomé aquella decisión De resultas de eso, infieren que deben cambiar de estado. Lo importante en ese caso es comenzar por cambiarme a mi mismo a partir de lo que estoy viviendo. Si yo descubro en mi una inmadurez en el sacerdocio, el matrimonio por si mismo no me hará más maduro.

¿Podría definirse cuál es la madurez necesaria para una buena elección? Muy empíricamente podría decirse que aquél está en condiciones de conseguirlo, que ha llegado a distanciarse de la tutela paterna, de sus educadores y de los que de alguna manera se le pueden imponer, y esto no solamente con el rechazo o la mera critica, sino con la voluntad de ocupar su puesto en el concierto de los hombres. En la verdadera madurez hay una cierta modestia, una ausencia de sectarismo. A estos rasgos hay que añadir la ausencia de inseguridad ante las propias reacciones afectivas. Ni las niego ni las tomo como norma. Las acepto como un hecho. Esta actitud nada tiene que ver con un pretendido dominio de si, frecuentemente acompañado de ingenuidad y desprecio de los demás.

Sin este desarrollo natural, pretender ejercitarse en el discernimiento espiritual tiene el peligro de conducir al caos y a la ilusión. Ninguna forma de vida espiritual puede desarrollarse con una base de rechazo o ignorancia de lo natural.

 

2. La rectitud o pureza de motivaciones

No basta, para determinar nuestra elección, que el objeto propuesto sea bueno. Ni siquiera basta reconocer nuestra aptitud respecto a él, o los deseos generosos que en nosotros despierte. No hay que hacer todo lo que se nos presenta como bueno. Es necesario someter a examen la calidad de los motivos que me impulsan. A veces puede hacerse una acción buena por motivos malos o mezclados: de secreto temor, de búsqueda de si mismo. Es necesario que nuestro ojo este sano. «La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo está sano, todo tu cuerpo está en luz; pero si está enfermo, también tu cuerpo está en tinieblas (Lc 11, 34). «En toda buena elección-dice san Ignacio-en cuanto es de nuestra parte, el ojo de nuestra intención debe ser simple» [169].

Para llevar a cabo esta imprescindible purificación, propone san Ignacio una interesante meditación, que titula: «De tres binarios (grupos) de hombres, para abrazar el mejor» [149-157]. No basta poseer una suma de dinero legítimamente, para hallar la paz del alma: el joven rico es un perfecto ejemplo de esto. Es además necesario poseerla «pura y debidamente por amor de Dios». Cuántos hay que se privan de comodidades, se fatigan trabajando por Dios, hablan de la justicia y del amor a los demás, y no hacen más que su capricho. Prueba de ello es el disgusto cuando las cosas no salen conforme a sus proyectos. Nunca van al fondo de las cosas, y por si acaso lo intentan, lo que hacen es acomodar la voluntad de Dios a sus propios deseos. Sólo sirven a Dios con rectitud de corazón los que «no le tienen afección a tener la cosa adquisita o no la tener». Solo quieren conservarla o rechazarla «según que Dios nuestro Señor le pondrá en voluntad y a la tal persona le parecerá mejor para servicio y alabanza de su divina Majestad» [155]. Lo que se intenta encontrar en esta voluntad son los motivos secretos de su acción.

Digamos de paso que entendemos que este ideal tan depurado no puede darse más que en seres humanos notablemente equilibrados. Lo que sería para ellos una fuente de libertad en la acción, sería para otros origen de turbaciones interminables: estas personas nunca acabarían de sentirse suficientemente puros y dispuestos. Añadamos que semejante disposición no se adquiere de golpe: es trabajo de toda la vida. El Padre Lallemant, que hace de esto el tema de su «Doctrina espiritual», lo propone a los jesuitas al final de su formación. El examen de conciencia, tal como lo hemos descrito y tal como lo presentaremos al final de estos Diez Días, es un buen medio para conservar esta disposición a lo largo de los días.

 

3. La apertura al amor

Este grado de purificación no es posible si no es arrastrado por el dinamismo del amor: no puede ser el resultado de un esfuerzo seco o de un examen riguroso. Además, para hacer posible este incesante «entrar» en el amor, en medio de las elecciones, como en medio de la vida, san Ignacio presenta en el momento de elegir una nueva consideración, conocida con el nombre de «tres maneras de humildad» [164]. En realidad son tres pasos en el camino del amor.

Hay un primer grado de fidelidad, que brota del interior del hombre; hay un segundo grado de purificación que llega hasta la raíz de nuestros deseos, haciéndolos totalmente transparentes al Espíritu; pero más allá de éstos, existe lo que san Ignacio llama tercer grado de humildad, que es en realidad una locura de amar que ya no se atiene a leyes. El amor del Padre se ha manifestado en el Hijo hasta el total anonadamiento: Jesús se ha hecho semejante al hombre a quien ama. Es el amor del siervo que no busca tener reputación de justo, sino serlo. Con Cristo, que se reviste y vive del amor, nosotros dejamos ya de tratar de conseguir una perfección personal, sino que tratamos de hacer todo «en servicio y alabanza de su divina Majestad» La mayor gloria de Dios, que se hace patente en el rostro de Cristo, se convierte en el único anhelo del «alma enamorada» (san Juan de la Cruz), desarrollo final de aquella disposición de alma Pobre y de Niño, que quedó descrita en las Bienaventuranzas.

 

A través de esta triple actitud llega el hombre a vivir en equilibrio bajo el impulso del Espíritu. Es un equilibrio en continua actividad. El equilibrio que se establece entre dos personas que se aman con un amor verdadero puede darnos una idea de lo que aquí se realiza: los dos no tienen sino un mismo querer, un mismo estilo, una misma manera de sentir. Se llega a una semejanza perfecta. A partir de ella es como se hacen las mejores elecciones.

Textos:

1)· Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (PDF)

2)· Manual del Ejercitante (PDF)

 

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