Jesús ante los tribunales

El sol del Viernes Santo se está asomando tras el monte de los Olivos, después de haber iluminado los valles del desierto de Judea. Los setenta y un miembros del Sanedrín, la máxima institución judía, están reunidos en semicírculo en torno a Jesús. Está a punto de iniciarse la audiencia que comprende el procedimiento acostumbrado de las asambleas judiciales: el control de la identidad, los cargos que se imputan al acusado, los testimonios. El juicio es de índole religiosa, de acuerdo con la competencia de ese tribunal, como lo demuestran también las dos preguntas capitales: «¿Eres tú el Cristo?… ¿Eres tú el Hijo de Dios?».

La respuesta de Jesús parte de una premisa casi desalentada: «Si os lo digo, no me creeréis. Si os pregunto, no me responderéis». Por consiguiente, sabe que se cierne sobre él la incomprensión, la sospecha, el equívoco. Percibe en torno a sí una fría cortina de desconfianza y de hostilidad, mucho más opresiva por haberla levantado contra él su misma comunidad religiosa y nacional. Ya el Salmista había experimentado esa desilusión: «Si mi enemigo me injuriase, lo aguantaría; si mi adversario se alzase contra mí, me escondería de él; pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad; juntos íbamos entre el bullicio por la casa de Dios».

Sin embargo, a pesar de la incomprensión, Jesús no duda en proclamar el misterio que hay en él y que desde ese momento está a punto de ser revelado como una epifanía. Recurriendo al lenguaje de las Sagradas Escrituras, se presenta como «el Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios». Es la gloria mesiánica, esperada por Israel, la que ahora se manifiesta en este condenado. Más aún, es el Hijo de Dios, que paradójicamente se presenta revestido ahora de los harapos de un imputado. La respuesta de Jesús –«Yo soy»–, a primera vista semejante a la confesión de un condenado, se transforma realmente en una profesión solemne de divinidad. En efecto, para la Biblia «Yo soy» es el nombre y el apelativo de Dios mismo.

La imputación, que producirá una sentencia de muerte, se convierte así en una revelación y llega a ser también nuestra profesión de fe en Cristo, Hijo de Dios. Ese imputado, humillado por la corte arrogante, por la sala suntuosa, por un juicio ya fallado, recuerda a todos el deber de dar testimonio de la verdad. Un testimonio que se debe dar incluso cuando es fuerte la tentación de esconderse, de resignarse, de dejarse llevar a la deriva por la opinión dominante. Como declaraba una joven judía destinada a ser asesinada en un campo de concentración[8], «a cada nuevo horror o crimen debemos oponer un nuevo fragmento de verdad y de bondad que hemos conquistado en nosotros mismos. Podemos sufrir, pero no debemos sucumbir». (vatican.va)

Textos:

1)· Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (PDF)

2)· Manual del Ejercitante (PDF)

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