LA MUERTE

 

«Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre» (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es «salario del pecado» (Rm 6, 23; cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-11).

La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida:

«Acuérdate de tu Creador en tus días mozos […], mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio» (Qo 12, 1. 7).

La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cf. Gn 2, 17; 3, 3; 3, 19; Sb 1, 13; Rm 5, 12; 6, 23) y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2, 23-24). «La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado» (GS 18), es así «el último enemigo» del hombre que debe ser vencido (cf. 1 Co 15, 26).

La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21).

Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. «Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia» (Flp 1, 21). «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él» (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente «muerto con Cristo», para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este «morir con Cristo» y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:

«Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima […] Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 6, 1-2).

En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46):

«Mi deseo terreno ha sido crucificado; […] hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí «ven al Padre»» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 7, 2).

«Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir» (Santa Teresa de Jesús, Poesía, 7).

«Yo no muero, entro en la vida» (Santa Teresa del Niño Jesús, Lettre (9 junio 1987).

La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia:

«La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (Misal  Romano,  Prefacio de difuntos).

La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin «el único curso de nuestra vida terrena» (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. «Está establecido que los hombres mueran una sola vez» (Hb 9, 27). No hay «reencarnación» después de la muerte.

La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte («De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor»: Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros «en la hora de nuestra muerte» (Avemaría), y a confiarnos a san José, patrono de la buena muerte:

«Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?» (De imitatione Christi 1, 23, 1).

«Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!

Ningún viviente escapa de su persecución;

¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!

¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!»

(San Francisco de Asís, Canticum Fratris Solis)

(1006-1014 del CEC)

Textos:

1)· Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (PDF)

2)· Manual del Ejercitante (PDF)

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