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Artículo 2. Y EN JESUCRISTO, SU ÚNICO HIJO, SEÑOR NUESTRO

Lo cual, como lo dice el bienaventurado Pedro en su Segunda Epístola Canónica, cap. I, no es una fábula, sino algo cierto y probado por la palabra de Dios en la montaría. En efecto, dice él allí (16-18): «Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de Nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino des­pués de haber visto con nuestros propios ojos su ma­jestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloría cuando de la sublime Gloria le vino esta voz: Este es mi hijo muy amado en quien me complazco. Oídle. Nos­otros mismos escuchamos esta voz venida del cíelo, es­tando con El en el monte santo».

El mismo Jesucristo en muchas ocasiones llama Pa­dre suyo a Dios y se dice Hijo de Dios. Por lo cual los Apóstoles y los Santos Padres pusieron entre los artícu­los de Fe que Cristo es Hijo de Dios, al decir: «Y en Jesucristo su Hijo», esto es, Hijo de Dios.

32.—Pero hubo algunos herejes que creyeron en es-io de manera perversa.

En efecto, Fotino dice que Cristo no es Hijo de Dios sino tal como lo son los varones virtuosos que, por vi­vir honestamente y por cumplir con la voluntad de Dios, merecen ser llamados hijos de Dios por adopción; y que de esta manera Cristo, que vivió honestamente e hizo la voluntad de Dios, mereció ser llamado Hijo de Dios; y pretendió que Cristo no existió antes de la Bienaven­turada Virgen, sino que empezó a existir cuando fue concebido por Ella.

Y así erró doblemente. Primero, por no decir que Cristo es verdadero Hijo de Dios según la naturaleza; y en segundo lugar al decir que Cristo empezó a existir en el tiempo en cuanto a todo su ser, mientras que nuestra fe afirma que El es Hijo de Dios por naturaleza y que lo es ab aeterno. Y en todo esto tenemos testi­monios expresos contra Fotino en la Sagrada Escritura.

En efecto, contra lo primero la Escritura dice no sólo que Cristo es Hijo sino que es Hijo único. Juan I, 18: «El Hijo único, que está en el seno del Padre, El lo ha contado». Y contra lo segundo, Juan 8, 58: «Antes de que Abraham fuese, Yo soy». Ahora bien, es claro que Abraham existió antes que la Santísima Virgen, por lo cual los Santos Padres agregaron, en otro Símbolo, contra lo primero: «Su único Hijo»; y contra lo segun­do: «Y nacido del Padre antes de todos los siglos».

33.—Sabelio ciertamente dijo que Cristo fue ante­rior a la Bienaventurada Virgen, pero también dijo que no es una la persona del Padre y otra la del Hijo, sino que el mismo Padre se encarnó, por lo cual una misma es la persona del Padre y la del Hijo. Pero esto es erró­neo porque destruye la trinidad de las personas. Y en contra de esto tenemos la autoridad de Juan 8, 16: «No estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado, el Padre». Y es claro que nadie se envía a sí mismo. En esto, pues, yerra Sabelio. Por lo cual se añade en el Símbolo de los Padres: «Dios de Dios, Luz de Luz», o sea: debemos creer en Dios Hijo procedente de Dios Padre, en el Hijo que es Luz, que procede del Padre, que es Luz.

34.—Arrío dijo que Cristo es anterior a la Bienaven­turada Virgen, y que una es la persona del Padre y otra la del Hijo; pero le atribuyó a Cristo estas tres cosas: primera, que el Hijo de Dios fue una criatura; segunda, que no ab aeterno sino en el tiempo fue creado por Dios como la más noble de las criaturas; tercera, que Dios Hijo no es de una misma naturaleza con Dios Pa­dre, y por lo tanto que no es verdadero Dios.

Pero todo esto es igualmente erróneo y contra la au­toridad de la Sagrada Escritura. Pues dice Juan (10, 30): «Yo y el Padre somos una sola cosa», es evidente que en cuanto a la naturaleza; y por lo tanto, como el Padre siempre ha existido, también el Hijo, y así co­mo el Padre es verdadero Dios, lo es también el Hijo.

Por lo cual, donde se dice por Arrio que Cristo fue una criatura, en contra se dice por los Padres en el Sím­bolo: «Dios verdadero de Dios verdadero»; donde se dice que Cristo no existe ab aeterno, sino que fue crea­do en el tiempo, en contra se dice en el Símbolo: «Engendrado, no creado», y contra la afirmación de que El no es de la misma sustancia con el Padre, se agre­ga en el Símbolo: «Consubstancial al Padre».

35.—Es evidente, por Io tanto, que debemos creer que Cristo es el Unigénito de Dios, y verdadero Hijo de Dios, y que siempre ha sido con el Padre, y que una es la persona del Hijo y otra la del Padre, y que es de una misma naturaleza con el Padre. Pero todo esto que creemos aquí abajo por la fe, lo conoceremos en la vi­da eterna por una visión perfecta. Por lo cual para nues­tro consuelo diremos algo de estas cosas.

36.—Es de saber que los diversos seres tienen di­versos modos de generación. En efecto, la generación en Dios es distinta de la de los demás seres; por lo cual no podemos llegar a conocer la generación en Dios si­no por la generación de aquello que en las criaturas alcance a ser más semejante a Dios. Pues bien, nada es tan semejante a Dios, según ya lo dijimos, como el alma del hombre. Y he aquí el modo de la generación en e! alma: el hombre piensa por su alma alguna cosa, que se llama concepción de la inteligencia; y tal con­cepción proviene del alma como de un padre, y se le llama verbo de la inteligencia, o del hombre. Así es que, pensando, el alma engendra su Verbo.

De la misma manera, el Hijo de Dios no es otra cosa que el Verbo de Dios; no como un verbo proferido afuera, porque tal verbo pasa, sino como un verbo con­cebido interiormente: por lo cual ese Verbo de Dios es de una misma naturaleza con Dios e igual a Dios. De aquí que hablando San Juan acerca del Verbo de Dios, a los tres herejes destruyó. Primero la herejía de Fotino, que es aniquilada con estas palabras (Jn I, I): «En el principio era el Verbo»; en segundo lugar la de Sabelio, cuando dice: «Y el Verbo estaba en Dios»; y en tercer lugar la de Arrio, cuando dice: «Y el Verbo era Dios».

37.—Pero el verbo es una cosa en nosotros y otra en Dios. En efecto, en nosotros nuestro verbo es un acci­dente; y en Dios el Verbo de Dios es lo mismo que el propio Dios, por no haber nada en Dios que no sea la esencia de Dios. Ahora bien, nadie puede decir que Dios no tenga Verbo, porque ocurriría que Dios sería ignorantísimo; pero como Dios siempre ha existido, también su Verbo.

38.—Y como el artesano lo hace todo conforme a la forma que preconcibió en su inteligencia, lo cual es su verbo, de la misma manera Dios lo hace todo por su Verbo, como por su arte. Juan I, 3: «Todas las cosas fueron hechas por El».

39.—Pues bien, si el Verbo de Dios es Hijo de Dios, y si todas las palabras de Dios son cierta semejanza de ese Verbo, en primer lugar debemos oír con gusto las palabras de Dios, pues la señal de que amamos a Dios es que con agrado escuchemos sus palabras.

40.—En segundo lugar, debemos creer en las pala­bras de Dios, porque gracias a esto habita en nosotros el Verbo de Dios, esto es, Cristo, que es el Verbo de Dios, conforme al Apóstol (Ef 3, 17): «Que Cristo ha­bite por la fe en vuestros corazones». Juan 5, 38: «El Verbo de Dios no habita en vosotros».

41.—En tercer lugar, es menester que continuamen­te meditemos en el Verbo de Dios que habita en noso­tros; porque debemos no sólo creer sino también me­ditar; pues de otra manera lo primero no nos aprove­cha, y tal meditación sirve de mucho contra el pecado. Salmo 118, II: «Dentro del corazón he guardado tus palabras, para no pecar contra ti»; y otra vez acerca del varón justo se dice en Salmo I, 2: «En la ley de Yavéh medita de día y de noche». Por lo cual se dice de la Santísima Virgen, en Luc 2, 51, que «conservaba todas estas palabras meditándolas en su corazón».

42.—En cuarto lugar, es menester que el hombre co­munique la palabra de Dios a los demás, advirtiendo, predicando e inflamando. Dice el Apóstol en Efesios 4, 29: «No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea buena para edificar». Y en Colos 3, 16: «La palabra de Dios habite en vosotros en abundancia, con toda sabiduría, enseñándoos y amonestándoos unos a otros». Y asimismo en Tim 4, 2: «Predica la palabra, insiste oportuna e inoportunamente, reprende, exhorta, amenaza con toda paciencia y doctrina».

43.—Por último, debemos llevar a la práctica la pa­labra de Dios. Santiago I, 22: «Sed ejecutores de la palabra, y no tan sólo sus oyentes, engañándoos a voso­tros mismos».

 

44.—Estas cinco cosas las observó por su orden la Santísima Virgen al engendrar al Verbo de Dios. En efecto, primero escuchó: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti» (Luc I, 35); en segundo lugar, consintió gra­cias a la fe: «He aquí la esclava del Señor» (Luc I, 38); en tercer lugar, le tuvo y llevó en su seno; en cuarto lugar, lo dio a luz; en quinto lugar, lo nutrió y amamantó, por lo cual canta la Iglesia: «Al mismo rey de los An­geles la sola Virgen lo amamantaba con su pecho lleno de cielo».

 

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