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Artículo 3. QUE FUE CONCEBIDO DEL ESPÍRITU SANTO Y NACIÓ DE LA VIRGEN MARÍA

 

45.—No solamente es necesario creer en el Hijo de Dios, como está demostrado, sino que es menester creer también en su encarnación. Por lo cual San Juan, después de haber dicho muchas cosas sutiles y difíci­les (sobre el Verbo), en seguida nos habla de su encar­nación en estos términos (Jn I, 14): Y el Verbo se hizo carne.

Y para que podamos captar algo de esto, propon­dré dos ejemplos.

Es claro que nada es tan semejante al Hijo de Dios como el verbo concebido en nuestra mente y no pro- ferido. Ahora bien, nadie conoce el verbo mientras permanece en la mente del hombre, si no es aquel que lo concibe; pero es conocido al ser proferido. Y así, el Verbo de Dios, mientras permanecía en la mente del Padre no era conocido sino por el Padre; pero ya re­vestido de carne, como el verbo se reviste con la voz, entonces por primera vez se manifestó y fue conocido. Baruc (3, 38): «Después apareció en la tierra, y conver­só con los hombres».

El segundo ejemplo es éste: por el oído se conoce el verbo proferido, y sin embargo no se le ve ni se le to­ca; pero si se le escribe en un papel, entonces sí se le ve y se le toca. Así, el Verbo de Dios se hizo visible y tangible cuando en nuestra carne fue como inscrito; y así como al papel en que está escrita la palabra del rey se le llama palabra del rey, así también el hombre al cual se unió el Verbo de Dios en una sola hipóstasis, se llama Hijo de Dios, Isaías 8, I: «Toma un gran libro, y escribe en él con un punzón de hombre»; por lo cual los santos apóstoles dijeron (acerca de Jesús): «Que fue concebido del Espíritu Santo, y nació de la Virgen Ma­ría».

 

46.—En esto erraron muchos. Por lo cual los Santos Padres, en otro símbolo, en el Concilio de Nicea, aña­dieron muchas precisiones, en virtud de las cuales son destruidos ahora todos los errores.

47.—En efecto, Orígenes dijo que Cristo nació y vino al mundo para salvar también a los demonios. Por lo cual dijo que todos los demonios serían salvos al fin del mundo. Pero esto es en contra de la Sagrada Escri­tura. En efecto, dice San Mateo (25, 41): «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles». Por lo cual, para rechazar esto se agre­ga: «Que por nosotros los hombres (no por los demo­nios) y por nuestra salvación». En lo cual aparece me­jor el amor que Dios nos tiene.

48.—Fotino ciertamente consintió en que Cristo na­ció de la Bienaventurada Virgen; pero agregó que El era un simple hombre, que viviendo bien y haciendo la voluntad de Dios mereció venir a ser hijo de Dios, como los demás santos. Pero contra esto Jesús dice en Juan (ó, 38): «Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió». Es claro que del cielo no habría descendido si allí no hubiese es­tado; y que si fuese un simple hombre, no habría esta­do en el cielo. Por lo cual, para rechazar ese error se añade: «Descendió del cielo».

 

49.—Maniqueo, por su parte, dijo que ciertamente el Hijo de Dios existió siempre y que descendió del cie­lo; pero que no tuvo carne verdadera, sino aparente. Pero esto es falso. En efecto, no convenía que el doc­tor de la verdad tuviese alguna falsedad. Y por lo mis­mo, puesto que ostentó verdadera carne, verdadera­mente la tuvo. Por lo cual dijo en San Lucas (24, 39): «Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y hue­sos como veis que yo tengo». Por lo cual, para rechazar dicho error, agregaron (los Santos Padres): «Y se en­carnó».

 

50.—Por su parte, Ebión, que fue de origen judío, di­jo que Cristo nació de la Santísima Virgen, pero por la unión de un varón y del semen viril. Pero esto es fal­so, porque el Ángel dijo (Mt I, 20): «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo». Por lo cual los Santos Pa­dres, para rechazar dicho error, añadieron: «del Espí­ritu Santo».

 

51.—Valentino, por su parte, confesó que Cristo fue concebido del Espíritu Santo; pero pretendió que el Es­píritu Santo llevó un cuerpo celeste, y que lo puso en la Santísima Virgen, y que ése fue el cuerpo de Cris­to: de modo que ninguna otra cosa hizo la Santísima Virgen, sino que fue su receptáculo. Por lo cual asegu­ró que dicho cuerpo pasó por la Bienaventurada Virgen como por un acueducto. Pero esto es falso, pues el Án­gel le dijo a Ella (Lc I, 35): «El Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Y el Apóstol dice (Gal 4, 4): «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Por lo cual añadieron: «Y na­ció de la Virgen María». 

 

52.—Arrio y Apolinar dijeron que ciertamente Cris­to es el Verbo de Dios y que nació de la Virgen María; pero que no tuvo alma, sino que en el lugar del alma estuvo allí la divinidad. Pero esto es contra la Escritu­ra, porque Cristo dijo (Jn 12, 27): «Ahora mi alma está turbada», y también en Mateo 26, 38: «Triste está mi alma hasta la muerte». Por lo cual, para rechazar dicho error añadieron: «Y se hizo hombre». Pues bien, el hombre está constituido de alma y cuerpo. Así es que muy verdaderamente Jesús tuvo todo lo que el hombre puede tener, con excepción del pecado.

53.—Al asentar que Cristo se hizo hombre, se des­truyen todos los errores arriba enunciados y cuantos puedan decirse, y principalmente el error de Eutiques, que enseñaba que hecha la mezcla de la naturaleza di­vina con la humana, resultaba una sola naturaleza de Cristo, la cual no sería ni puramente divina ni puramen­te humana. Lo cual es falso, porque así Cristo no sería hombre, y también contra esto se dice que «se hizo hombre».

Se destruye también el error de Nestorio, el cual enseñó que el Hijo de Dios está unido a un hombre só­lo porque habita en él. Pero esto es falso, porque en tal caso no sería hombre, sino que estaría en un hom­bre. Y que Cristo es hombre lo dice claramente el Apóstol (Filip 2, 7): «Y por su presencia fue reconocido como hombre». Y Juan (8, 40) dice: «¿Por qué tratáis de matarme a mí, que soy hombre, que os he dicho la verdad que he oído de Dios?».

 

54.—De todo esto podemos concluir algunas cosas para nuestra instrucción.

En primer lugar, se confirma nuestra fe. En efecto, si alguien dijera algunas cosas de una tierra remota a la que no hubiese ido, no se le creería igual que si allí hubiese estado. Ahora bien, antes de la venida de Cris­to al mundo, los Patriarcas y los Profetas y Juan Bautista dijeron algunas cosas acerca de Dios, y sin embar­go no les creyeron a ellos los hombres como a Cristo, el cual estuvo con Dios, y que además es uno con El. De aquí que nuestra fe, que nos transmitió el mismo Cristo, sea más firme. Juan I, 18: «Nadie ha visto ja­más a Dios: el Hijo único, que está en el seno del Pa­dre, él mismo lo ha revelado». De aquí resulta que mu­chos secretos de la fe se nos han manifestado después de la venida de Cristo, los cuales estaban antes ocultos.

55.—En segundo lugar, por todo ello se eleva nues­tra esperanza. En efecto, es claro que el Hijo de Dios no vino, asumiendo nuestra carne, por negocio de po­ca monta, sino para una gran utilidad nuestra; por lo cual efectuó cierto canje, o sea, que tomó un cuerpo con una alma, y se dignó nacer de la Virgen, para ha­cernos el don de su divinidad; y así, El se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. Rom 5, 2: «Por quien hemos obtenido, mediante la fe, el acceso a es­ta gracia, en la cual nos hallamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios».

56.—En tercer lugar, con todo ello se inflama la ca­ridad. En efecto, ninguna prueba de la divina caridad es tan evidente como la de que Dios creador de todas las cosas se haya hecho criatura, que nuestro Dios se haya hecho nuestro hermano, que el Hijo de Dios se ha­ya hecho hijo del hombre. Juan 3, 16: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito». Por lo tanto, por esta consideración el amor a  Dios debe reencen-derse e inflamarse.

57.—En cuarto lugar, somos llevados a guardar pura el alma. En efecto, de tal manera ha sido ennoblecida y exaltada nuestra naturaleza por la unión con Dios, que ha sido elevada a la unidad con una divina perso­na. Por lo cual el Ángel, después de la encarnación, no quiso permitir que el bienaventurado apóstol Juan lo adorase, cosa que anteriormente les había permitido a los más grandes de los Patriarcas. Por lo cual, recordan­do su exaltación y meditando sobre ella, debe el hom­bre guardarse de mancharse y de manchar su naturaleza con el pecado. Por eso dice San Pedro (II Petr I, 4): «Por quien nos han sido dadas las magníficas y precio­sas promesas, para que por ellas nos hagamos partí­cipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción de la concupiscencia que hay en el mundo».

 

58.—En quinto lugar, con todo ello se nos inflama el deseo de alcanzar a Cristo. En efecto, si algún rey fue­se hermano de alguien y estuviese lejos de él, ese cuyo hermano fuese el rey desearía llegar a él, y con él estar y permanecer. Por lo cual, como Cristo es nuestro her­mano, debemos desear estar con él y unírnosle: Mt 24, 28: «Donde esté el cuerpo, allí se ¡untarán las águi­las». Y el Apóstol deseaba morir y estar con Cristo. Y este deseo crece en nosotros si meditamos sobre su en­carnación.

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