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Artículo 5. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, Y AL TERCER DÍA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS

 

77.—Como ya dijimos, la muerte de Cristo consistió, como en los demás hombres, en que su alma se separó de su cuerpo; pero de manera tan indisoluble está unida la Divinidad a Cristo hombre, que aun cuando el alma y el cuerpo se separaron entre sí, la misma Deidad estuvo siempre perfectísimamente unida al alma y al cuerpo, por lo cual en el sepulcro estuvo el Hijo de Dios con el cuerpo, y descendió a los infiernos con el alma.

 

78.—Por cuatro razones descendió Cristo con su alma a los infiernos.

“La primera fue soportar toda la pena del pecado, para expiar así toda la culpa. Porque la pena del pecado del hombre no era sólo la muerte del cuerpo, sino que también era un sufrimiento del alma. Porque como el pecado era también por parte del alma, también la misma alma era castigada por la privación de la visión divina. De modo que sin esa pena, de ninguna manera se satisfacía. Por ello, después de muertos, todos descendían, aun los santos Padres, antes de la venida de Cristo, a los infiernos. Así es que para soportar toda la pena debida a los pecadores, Cristo quiso no sólo morir, sino también bajar con el alma a los infiernos. De aquí que diga el Salmo 87, 5-6: «Contado entre los que bajan a la fosa, soy como un hombre acabado, libre entre los muertos». Pues los demás estaban allí como esclavos, pero Cristo como libre.

“79.—La segunda fue el socorrer perfectamente a todos sus amigos. En efecto, El tenía amigos no sólo en el mundo sino también en los infiernos. Pues se es amigo de Cristo en la medida en que se tiene caridad, y en los infiernos había muchos que habían muerto con la caridad y la fe en El que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y otros justos y varones perfectos. Y como Cristo había visitado a los suyos en el mundo y los había socorrido por su propia muerte, quiso también visitar a los suyos que estaban en los infiernos y socorrerlos bajando hasta donde se hallaban ellos. Eclo 24, 45: «Penetraré a todas las profundidades de la tierra, y visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a cuantos esperan en el Señor».

 

80.—La tercera razón fue el triunfar perfectamente sobre “el diablo. En efecto, se triunfa de manera perfecta sobre otro, cuando no sólo se le vence en el campo de batalla, sino que se le acomete hasta en su propia casa y se le arrebata la sede de su imperio y su casa misma. Pues bien, Cristo había triunfado del diablo, pues en la cruz lo había vencido. Por lo cual dice Juan (12, 31): «Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo (o sea el diablo) será echado fuera». Por lo cual para triunfar perfectamente, quiso arrebatarle la sede de su imperio y encadenarlo en su casa, que es el infierno. Por eso descendió hasta allí, y le arrebató todos sus bienes, y lo encadenó, y le quitó su presa, Col. 2, 15: «Y una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió con gran despliegue, triunfando de ellos públicamente por sí mismo».

“Y así como había recibido Cristo el poder y la posesión del cielo y de la tierra, quiso también recibir la posesión de los infiernos, para que así, según el Apóstol a los Filipenses (2, 10): «Al nombre de Jesús se doble toda rodilla, en los cielos, en la tierra y en los infiernos». Y Marcos 16, 17: «En mi nombre expulsarán a los demonios».

 

81.—La cuarta y última razón era librar a los santos que estaban en los infiernos. Porque así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso descender a los infiernos para librar a los que allí estaban. Zac 9, 11: «Tú, Señor, por la sangre de tu alianza, soltaste a tus cautivos de la fosa, en la cual no hay agua». Oseas 13, 14: «Oh muerte, yo seré tu muerte; infierno, yo seré tu mordedura».

“En efecto, aunque Cristo haya destruido totalmente la muerte, no destruyó del todo los infiernos, sino que los mordió; porque ciertamente no liberó a todos del infierno, sino tan sólo a los que estaban sin pecado mortal, e igualmente sin el pecado original, del cual en cuanto a su persona estaban libres por la circuncisión: o antes de la circuncisión, los que eran salvos por la fe de los padres fieles, si no tenían uso de razón; o por los sacrificios, y con la fe en el Cristo que había de venir, si eran adultos; pero que permanecían allí por el pecado original de Adán, del cual no podían librarse, en cuanto a la naturaleza, sino por Cristo. Por lo cual Cristo dejó allí a los que habían descendido con pecado mortal y a los niños incircuncisos. Por lo cual dijo: «Infierno, seré tu mordedura».

 

Así pues, queda claro que Cristo bajó a los infiernos y por qué razones.

 

82.—De todo esto podemos recibir para nuestra instrucción cuatro cosas.

En primer lugar, una firme esperanza en Dios. Porque por más que esté el hombre en aflicción, siempre debe esperar en la ayuda de Dios, y en El confiar. No puede haber, en efecto, cosa tan penosa como estar en los infiernos. Si pues Cristo libró a los que estaban en los infiernos, todo aquel que sea amigo de Dios debe tener gran confianza en ser librado por El de cualquier angustia. Sabiduría 10, 13-14: «Ella (la Sabiduría) no desamparó al justo vendido… descendió con él a la mazmorra, y no lo abandonó en las cadenas». Y porque Dios ayuda especialmente a sus siervos, aquel que sirve a Dios debe sentirse con gran seguridad. Eclo 34, 16: «El que teme al Señor de nada teme porque El mismo es su esperanza».

 

“83.—En segundo lugar, debemos concebir el temor (de Dios) y apartar la presunción. Porque aun cuando Cristo haya padecido por los pecadores y descendido a los infiernos, sin embargo no liberó a todos, sino tan sólo a los que estaban sin pecado mortal, como ya se dijo. Y allí dejó a los que habían muerto en pecado mortal. Por lo tanto, que nadie de los que allí bajen en pecado mortal espere el perdón. Porque en el infierno estará cuanto los santos padres en el paraíso, esto es, eternamente. Mt 25, 46: «Irán éstos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna».

 

84.—En tercer lugar, debemos estar alertas. Precisamente porque Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, nosotros debemos preocuparnos por descender allí frecuentemente considerando ciertamente las penas aquellas, como lo hacía el santo Ezequías, que decía (Is 38, 10): «Yo dije: a la mitad de mis días me voy a las puertas del Infierno». “Porque quien baje allí frecuentemente en vida con el pensamiento, no descenderá allá fácilmente al morir: porque tal consideración lo aparta del pecado. En efecto, vemos que los mundanos se guardan de las malas acciones por temor al castigo: en consecuencia, ¿cuánto más deben guardarse (del mal) ante la pena del infierno, la cual es mayor por razón de la duración, de la acritud y de la multiplicidad? Eclesiástico 7, 36: «Ten presentes tus novísimos, y jamás pecarás».

 

85.—En cuarto lugar, de esto resulta para nosotros un ejemplo de amor. En efecto, Cristo bajó a los infiernos para liberar a los suyos, y por lo tanto nosotros debemos descender allí (en espíritu) para ayudar a los nuestros. Pues ellos nada pueden, por lo cual debemos ayudar a los que están en el purgatorio. Demasiado cruel sería quien no ayudara a un ser querido que estuviese en una cárcel terrena. Así es que no habiendo ninguna comparación de las penas de este mundo con aquéllas, mucho más cruel es el que no le ayuda al amigo que está en el purgatorio. Job 19, 21: “Tened piedad de mí, tened piedad de mí, siquiera vosotros, mis amigos, que es la mano de Dios la que me ha herido». 2 Macabeos 12, 46: «Obra santa y saludable es orar por los muertos para que sean librados de sus pecados».

 

86.—Como dice San Agustín, se les ayuda principalmente de tres maneras, a saber, con misas, con oraciones y con limosnas. San Gregorio agrega una cuarta manera: el ayuno. Ni hay de qué admirarse, porque aun en este mundo, el amigo puede satisfacer por el amigo. Sin embargo, esto debe entenderse respecto a quienes están en el purgatorio.

 

87.—Al hombre le es necesario conocer dos cosas, a saber, la gloria de Dios y el castigo del infierno. Atraídos, en efecto, por la gloria, y atemorizados por los castigos, los hombres se guardan y se apartan de los pecados. Pero muy difícilmente conoce el hombre estas cosas. Por lo cual acerca de la gloria se dice en Sabiduría 9, 16: «¿Quién rastreará lo que hay en los cielos?». “Lo cual es ciertamente difícil para los terrenos, porqué, como se dice en Juan 3,31: «El que es de la tierra habla de la tierra»; pero no les es difícil a los espirituales, porque «el que viene de lo alto está por encima de todos», como se dice allí mismo. Y por eso, para enseñamos las cosas celestiales, Dios bajó del cielo y se encarnó.

Era también difícil conocer las penas del infierno. Sabiduría 2, 1: «Ni se sabe de nadie que haya vuelto de los infiernos». Y esto se pone en boca de los impíos. Pero esto de ninguna manera se puede decir, porque así como bajó del cielo para enseñar las cosas celestiales, así también resucitó de los infiernos para instruirnos acerca de las cosas de los infiernos. Por lo cual es necesario que creamos no sólo que Cristo se hizo hombre y que murió, sino también que resucitó de entre los muertos. Por lo cual se dice: «Y al tercer día resucitó de entre los muertos».

 

“88.—Sabemos que muchos resucitaron de entre los muertos, como Lázaro, y el hijo de la viuda y la hija del jefe de la sinagoga. Pero la resurrección de Cristo difiere de la resurrección de éstos y de otros en cuatro cosas.

Primero en cuanto a la causa de la resurrección, porque los otros resucitados no resucitaron por su propia virtud sino por la de Cristo o por las oraciones de algún santo, y en cambio Cristo resucitó por su propia virtud, porque no sólo era hombre, sino que también era Dios, y la Divinidad del Verbo jamás fue separada ni de su alma ni de su cuerpo, por lo cual el cuerpo recobró el alma, y el alma recobró el cuerpo cuando El lo quiso. Juan 10, 18: «Tengo poder de dar mi alma y poder para recobrarla de nuevo». Y aunque Cristo haya muerto, esto no fue por debilidad ni por necesidad, sino por su propio poder, porque fue voluntariamente. Y esto es patente porque cuando exhaló su espíritu, gritó con fuerte voz, cosa que no pueden hacer los demás moribundos, porque mueren por debilidad. Por lo cual dijo el Centurión (Mt 27, 54): “Verdaderamente este era el Hijo de Dios». Y por eso, así como por su propio poder entregó su alma, así también por su propio poder la recobró. Por lo cual se dice que «resucitó», y no que haya sido resucitado, como si lo hubiera sido por otro. Salmo 3, 6: «Me acosté, y me dormí, y me levanté». Ni esto es contrario a lo que se dice en Hechos 2, 32: «A este Jesús lo resucitó Dios», porque en efecto el Padre lo resucitó, y a la vez el Hijo: porque el mismo poder es el del Padre y el del Hijo.

 

89.—En segundo lugar, difiere en cuanto a la vida a la cual resucitó, porque Cristo resucitó a una vida gloriosa e incorruptible. Dice el Apóstol en Rom 6, 4: «Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre»; y los demás, ciertamente, a la misma vida que primero tenían, como consta en cuanto a Lázaro y otros.

 

“90.—En tercer lugar, difiere en cuanto al fruto y la eficacia, porque todos resucitan por el poder de la resurrección de Cristo. Mt 27, 52: «Muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron». Dice el Apóstol en I Cor 15, 20: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron».

Pero notad que por la pasión Cristo llegó a la gloria. Lc 24, 26: «¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Así nos enseña cómo podemos nosotros llegar a la gloria: Hechos 14, 21: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios».

 

“91.—En cuarto lugar, difiere en cuanto al tiempo: porque la resurrección de los otros hombres es diferida hasta el fin del mundo, si no es que a algunos por privilegio se les concede antes, como a la Santísima Virgen, y, como piadosamente se cree, a San Juan Evangelista; pero Cristo resucitó al tercer día. Y la razón de ello es que la resurrección y la muerte y la natividad de Cristo fueron por nuestra salvación, por lo cual El quiso resucitar cuando nuestra salvación se cumpliera. Por lo cual, si hubiese resucitado al instante, no se habría creído que hubiese muerto. De la misma manera, si hubiese tardado mucho, los discípulos no habrían permanecido en la fe, y así ninguna utilidad habría en su pasión. Salmo 29, 10: «¿Qué utilidad hay en mi sangre si desciendo a la corrupción?». Por lo cual resucitó al tercer día, para que se creyera que había muerto y para que los discípulos no perdieran la fe.

 

“92.—Pues bien, de todo lo anterior podemos sacar cuatro consecuencias para nuestra ilustración.

En primer lugar, que hemos de aplicarnos a resucitar espiritualmente de la muerte del alma, en la que incurrimos por el pecado, a la vida de justicia, que se adquiere por la penitencia. Dice el Apóstol en Ef 5, 14: «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará». Y esta es la primera resurrección. Ap 20, 6: «Bienaventurado el que tiene parte en la primera resurrección».

 

93.—En segundo lugar, que no hemos de diferir para la hora de la muerte el resucitar (del pecado), sino rápidamente, porque Cristo resucitó al tercer día. Eclo 5, 8: «No te tardes en convertirte al Señor, y no lo difieras de un día para otro», porque agobiado por la debilidad no podrás pensar en las cosas que pertenecen a la salvación, y también porque pierdes parte de todos los bienes que se hacen en la Iglesia, e incurres en muchos males por la perseverancia en el pecado. Además, el diablo, dice San Beda, cuanto por más tiempo posee, tanto más difícilmente deja.

 

“94.—En tercer lugar, que hemos de resucitar a una vida incorruptible, de tal suerte que no volvamos a morir, o sea, con tal propósito, que no pequemos más. Rom 6, 9: «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte no tiene ya señorío sobre él». Y más abajo (Rom 6, 11-13): «Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias. Ni ofrezcáis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino más bien ofreceos a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida».

95.—En cuarto lugar, que hemos de resucitar a una vida nueva y gloriosa, de tal suerte que desde luego evitemos todo aquello que antes haya sido ocasión y causa de muerte y de pecado. Rom 6, 4: «Así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva». Y esta vida nueva es la vida de justicia, que renueva el alma y la. conduce a la vida de la gloria. Así sea.”


 

 

 

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