ciencia

 

Cristo fue el primero en realizar tal cosa. Antes, en efecto, el cuerpo terreno no existía sino en la tierra…

 

 

Artículo 6.- ASCENDIÓ A LOS CIELOS, Y SE SENTÓ A LA DIESTRA DE DIOS PADRE OMNIPOTENTE

 

 

96.—Tras de creer en la resurrección de Cristo es ne­cesario creer en su ascensión, por la cual ascendió al Cielo a los cuarenta días. Y por eso se dice: «Ascen­dió a los cielos».

Acerca de su ascensión debes notar tres cosas.

Primeramente fue a) sublime, b) racional y c) útil.

97.—a) Fue sublime porque ascendió a los cielos. Y esto se explica de tres maneras.

Primero, por encima de todos los cielos materiales.1 Dice el Apóstol en Ef 4, 10: «Subió por encima de to­dos los cielos». Cristo fue el primero en realizar tal cosa. Antes, en efecto, el cuerpo terreno no existía sino en la tierra, tanto que aun Adán estuvo en un paraíso terrenal.

En segundo lugar, ascendió por encima de todos los cielos espirituales. Ef I, 20-22: «Sentándole a su dies­tra en los cielos, por encima de todo Principado, Po­testad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nom­bre no sólo en este mundo sino también en el venidero; y bajo sus pies sometió todas las cosas».

En tercer lugar, ascendió hasta el trono del Padre. Dan 7, 13: «Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre, y llegó hasta el Anciano de los días»; y Marc 16, 19: «Y el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo, y se sentó a la diestra de Dios».

98.—Pero no debemos entender lo de «diestra de Dios» de una manera corporal, sino metafóricamente: porque se dice que se sentó a la derecha del Padre, en cuanto Dios, esto es, por su igualdad con el Padre; y en cuanto hombre se sentó a la derecha del Padre, esto es, con los bienes más excelentes. Pero esto afec­tó al diablo: Is 14, 13: «Al cíelo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el monte de la Alianza, en el extremo norte. Subiré por encima de la altura de las nubes, me asemejaré al Altísimo». Pero no llegó allí sino Cristo, por lo cual se dice: «Subió a ios cielos, y está sentado a la diestra del Padre». Salmo 109, I: «Dijo el Señor a mi Señor: sién­tate a mi diestra».

99.—b) En segundo lugar, la ascensión de Cristo fue conforme a razón, porque fue hasta los cielos; y esto por tres motivos:

Primeramente porque el cielo se le debía a Cristo a causa de su naturaleza. En efecto, lo natural es que cada ser vuelva al lugar de donde es originario. Pues bien, el principio del origen de Cristo está en Dios, que es por encima de todo. Juan 16, 28: «Salí del Pa­dre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre». Juan 3, 13: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo». Y aunque los santos suben al cielo, sin embargo esto no es como sube Cristo; porque Cristo sube por su propio poder, y los santos, atraídos por Cristo. Cant 1,3: «Llévame en pos de ti». Pero puede decirse que nadie sube al cielo sino Cristo, porque los santos no ascienden sino en cuanto son miembros de Cristo, que es la cabeza de la Iglesia. Mat 24, 28: «Donde esté el cadáver, allí se juntarán las águilas».

En segundo lugar, se le debía a Cristo el cielo por razón de su victoria. Porque Cristo fue enviado al mun­do para luchar contra el diablo, y lo venció, y por lo mismo mereció ser exaltado por encima de todo. Apoc 3,21: «Yo vencí, y me senté con mi Padre en su trono».

En tercer lugar, a causa de su humildad. En efecto, ninguna humildad es tan grande como la de Cristo, que siendo Dios quiso hacerse hombre, y siendo Señor qui­so tomar la condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte, como se dice en Filip 2, y descendió hasta los infiernos, por lo cual mereció ser exaltado has­ta el cielo, al trono de Dios. Porque la humildad es el camino de la exaltación. Luc 14, II: «El que se humi­lla será exaltado»; Ef 4, 10: «Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos».

100.—c) En tercer lugar, la ascensión de Cristo fue útil, por tres motivos.

Primeramente por razón de conducción, porque as­cendió para conducirnos. Pues nosotros ignorábamos el camino, pero El mismo nos lo mostró. Miqueas 2, 13: «Ascendió, abriendo camino adelante de ellos». Y para darnos la seguridad de la posesión del reino celestial. Juan 14, 2: «Voy a prepararos un lugar».

En segundo lugar, por razón de la seguridad que nos da. Pues subió al cielo para interceder por nosotros. Hebr 7, 25: «Ya que está siempre vivo para interce­der por nosotros». I Juan 2: «Tenemos a uno que abo­gue ante el Padre, a Jesucristo».

En tercer lugar, para atraer nuestros corazones hacia El. Mt 6, 21: «Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón»; y para que despreciemos las cosas tem­porales. El Apóstol en Colos 3, I: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cris­to sentado a la diestra de Dios; gustad de las cosas de arriba, no de las de la tierra”.

1 O sea, por encima del cosmos.

  Artículo 7.-  Y DE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS

101.—El juzgar corresponde al oficio de rey y de Se­ñor. Prov 20, 8: «El Rey sentado sobre el trono de la justicia disipa con la mirada todo mal». Y como Cristo ascendió al Cielo, y está sentado a la derecha de Dios como Señor de todos, es claro que a él le toca el juz­gar. Por lo cual en la regla de la Fe católica confesamos que «ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos».

Esto mismo lo dijeron también los Angeles (Hechos I, II): «Ese Jesús que ha sido llevado de entre vos­otros al cielo, vendrá así como le habéis visto ir al cielo».

102.—Debemos considerar tres cosas acerca de este juicio. Primero, su forma; segundo, lo que se le debe temer; tercero, cómo hemos de prepararnos para ese juicio.

103.—Tres cosas concurren a la forma de un juicio: quién sea el juez, quiénes serán juzgados y acerca de qué.

104.—Pues bien, Cristo es el juez. Hechos 10, 42: «Es El quien ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos»: ya sea que tomemos por muertos a los pe-cadores, y por vivos a los justos; o literalmente por vi­vos a los que aún vivan a la sazón, y por muertos a cuantos hayan muerto. El es el juez no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre. Y esto por tres razones.

Primeramente porque es necesario que los que son juzgados vean al juez. Ahora bien, tan deleitable es la Divinidad, que nadie puede verla sin gozo; por lo cual ningún condenado podrá verla, porque de lo contrario gozaría. Por lo tanto es necesario que aparezca bajo la forma de hombre, para que sea visto por todos. Juan 5, 27: «Le ha dado poder para juzgar, porque es el Hijo del hombre».

En segundo lugar, porque en cuanto hombre mereció tal oficio. Pues en cuanto hombre fue injustamente juz­gado El mismo, por lo cual Dios lo hizo juez de todo el mundo. Job 36, 17: «Tu causa ha sido juzgada como la de un impío: recibirás la culpa y la pena».

En tercer lugar, para que, siendo juzgados por un hombre, los hombres cesen de desesperar. Pues si sólo Dios fuese el juez, los hombres, aterrados, desespera­rían. Luc 21, 27: «Verán venir al Hijo del hombre en una nube». Ciertamente serán juzgados cuantos son, fueron y serán. Dice el Apóstol en II Cor 5, 10: «Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada quien reciba lo que es debido a su cuerpo, según el bien o el mal que haya hecho».

105.—Según dice San Gregorio, hay una cuádruple diferencia entre los que son juzgados. Desde luego, o son buenos o son malos. Pero entre los malos, algunos, que serán condenados, no serán juzgados, como los que han rechazado la Fe: sus acciones no serán examinadas, porque, según Juan 3, 18: «el que no cree ya está juzgado». Otros, cierta­mente, serán condenados y juzgados, como los fieles que mueren en pecado mortal. Dice el Apóstol en Rom ó, 23: «El salario del pecado es la muerte». Estos, en efecto, no serán excluidos del juicio, a causa de la fe que tuvieron.

En cuanto a los buenos, algunos, que serán salvos, no serán juzgados: serán los pobres de espíritu por (amor a) Dios; más bien ellos juzgarán a otros. Mt 19, 28: «Vosotros que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de glo­ria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel»: lo cual no se en­tiende sólo de los discípulos, sino también de todos los pobres. De otra manera San Pablo, que trabajó más que los otros, no sería del número de ellos. Por lo cual debe entenderse también de cuantos siguieron a los Apóstoles y de los varones apostólicos. Por lo cual dice el Apóstol en I Cor 6, 3: «¿Acaso no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?». Isaías 3, 14: «El Señor ven­drá al juicio con los ancianos y los jefes de su pueblo».

Otros, empero, que mueren en la justicia, serán sal­vos pero serán juzgados. En efecto, aunque murieron justificados, sin embargo en algo faltaron en sus ocu­paciones temporales, por lo cual serán juzgados pero se salvarán.

106.—3o. Los hombres serán juzgados por todas sus acciones, buenas y malas. Eclesiastés 11,9: «Sigue los impulsos de tu corazón… pero a sabiendas de que por todo ello te hará venir Dios a juicio». Eclesiastés 12, 14: «Todo cuanto se hace Dios lo llevará a juicio, por cualquier falta, sea bueno o sea malo». Aun por las pa­labras ociosas. Mt 12, 36: «De toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio». De los pensamientos: Sab I, 9: «Los pensamientos del impío serán examinados».

Y así queda en claro la forma del juicio.

107.—Por cuatro razones debemos temer ese juicio.

En primer lugar por la sabiduría del Juez. Pues lo sabe todo: pensamientos, palabras y obras, porque «to­do está patente y descubierto ante sus ojos», como se dice en Hebr 4, 13 y en Prov 16, 2: «Todos los caminos del hombre están patentes a los ojos del Señor». Y co­noce también nuestras palabras. Sab I, 10: «Un oído celoso lo escucha todo». Y asimismo nuestros pensa­mientos: Jer 17, 9: «El corazón del hombre es retor­cido e inescrutable: ¿quién lo conoce? Yo, el Señor, exploro el corazón, pruebo los riñones para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras». Habrá allí testigos infalibles: la propia conciencia de los hombres. Dice el Apóstol en Rom 2, 15-16: «.. .ates­tiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que les acusan y también les defienden en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres».

108.—En segundo lugar, por el poder del Juez, por­que por sí mismo es omnipotente. Is 40, 10: «He aquí que viene el Señor Dios con poder». Es también todo­poderoso sobre los otros, porque el conjunto de la crea­ción estará con El. Sab 5,21: «Peleará con El el Uni­verso contra los insensatos»; por lo cual decía Job (10, 7): «Nadie hay que pueda librarse de tus manos». Y el Salmista (138, 8) dice: «Si hasta los cielos subo, allí es­tás tú; si desciendo al infierno, allí te encuentras».

109.—En tercer lugar, a causa de la inflexible justi­cia del juez. En efecto, ahora es el tiempo de la mise­ricordia; pero para entonces será solamente el tiempo de la justicia. Por lo cual este tiempo es nuestro, pero para entonces será sólo la hora de Dios. Salmo 74, 3: «En el momento que yo fije, haré perfecta justicia». Prov 6, 34: «El día de la venganza, el celo y furor del esposo no tendrá miramientos, no escuchará petición alguna, no recibirá en rescate ni grandes regalos».

 110.—En cuarto lugar, a causa de la cólera del juez. En efecto, de un modo se les aparece a los justos, por­que es dulce y encantador: Is 33, 17: «Contemplarán al rey en su belleza»; y de otro modo a los malos, tan airado y cruel, que dirán a las montañas: «Caed sobre nosotros, y escondednos de la ira del Cordero», como dice el Apocalipsis (6, 16). Pero esta ira no quiere decir pasión del ánimo en Dios, sino un efecto de la ira, o sea, la pena infligida a los pecadores, la cual es eterna. Orígenes: «[Cuan estrechas serán las vías de los pecadores el día del juicio! De arriba vendrá el juez aira­do, etc.».

111.—Pues bien, contra ese temor debemos tener cuatro remedios.

El primero consiste en las buenas obras. Dice el Após­tol en Rom 13, 3: «¿Quieres no temer a la autoridad?» Obra el bien, y obtendrás elogios de ella».

El segundo es la confesión y la penitencia de los pe­cados cometidos, en las cuales debe haber tres cosas, que expían la pena eterna: dolor en el pensamiento, vergüenza en la confesión y rigor en la satisfacción.

El tercero es la limosna, que todo lo limpia. Lucas XVI, 9: «Haceos amigos con las riquezas injustas, para que cuando lleguen a faltar, os reciban en las eternas moradas».

El cuarto es la caridad, esto es, el amor a Dios y al prójimo, porque la caridad cubre la multitud de los pe­cados, como se dice en I Pedro 4, 8 y en Prov 10, 12,.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *