Discurso del Santo Padre en la apertura de la 70ª Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana (C.E.I.)

 


La tentación de:

«conciliar la fe con la mundanidad espiritual, la vida del Evangelio con las lógicas del poder y del éxito…»

«reducir el cristianismo a una serie de principios carentes de sustancia…»

«ser seducidos por la apariencia, lo exterior y el oportunismo, influenciados por las modas y por los juicios de los demás…»

«la tibieza del compromiso, la indecisión calculada, el peligro de la ambigüedad…»


A las 16:30 en la tarde, en el Aula Nueva del Sínodo, el Santo Padre Francisco ha abierto los trabajos de la LXX Asamblea de la Conferencia Episcopal Italiana (C.E.I.), que tuvieron lugar en el Vaticano desde el 22 hasta el 25 de mayo del 2021.


Abramos el corazón a la llamada del eterno Peregrino: dejémosle entrar, cenemos con Él. Recomenzaremos para llegar a todos lados con un anuncio de justicia, fraternidad y paz.


 

Queridos hermanos,

En estos días, mientras preparaba el encuentro con vosotros , me ha ocurrido que invocase varias veces la «visita» del Espíritu Santo, de Aquel que es » el suave persuasor del hombre interior.» En realidad, sin su fuerza «nada hay en el hombre, nada sin culpa» y vano es todo nuestro esfuerzo; si su luz «más bendita» no invade nuestro interior, seguimos siendo prisioneros de nuestros temores, incapaces de reconocer que sólo estamos salvados por el amor: Lo que en nosotros no es amor, nos aleja del Dios vivo y de su pueblo santo.

«Ven, Espíritu Santo, manda tu luz desde el cielo. Da a tus fieles que solo en ti confían, tus santos dones «.

El primero de estos dones está ya en el convenir en unum, dispuestos a compartir el tiempo, la escucha, la creatividad y el consuelo. Os deseo que estas jornadas estén atravesadas por la confrontación abierta, humilde y franca. No temáis los momentos de contraste: confiaros al Espíritu, que abre a la diversidad y reconcilia lo distinto en la caridad fraterna.

Vivid la colegialidad episcopal, enriquecida por la experiencia de la que cada uno es portador y que lleva las lágrimas y las alegrías de vuestras Iglesias particulares. Caminar juntos es el camino constitutivo de la Iglesia; la figura que nos permite interpretar la realidad con los ojos y el corazón de Dios; la condición para seguir al Señor Jesús y ser servidores de la vida en este tiempo herido.

Aliento y paso sinodal revelan lo que somos y el dinamismo de comunión que anima nuestras decisiones. Sólo con este horizonte podemos renovar verdaderamente nuestra pastoral y adaptarla a la misión de la Iglesia en el mundo actual; sólo así podemos hacer frente a la complejidad de este tiempo, agradecidos por el camino recorrido y decididos a continuarlo con parresía.

En realidad, este camino está marcado también por cierres y resistencias: nuestras infidelidades son una pesada hipoteca puesta sobre la credibilidad del testimonio del depositum fidei, una amenaza mucho peor que la que proviene del mundo con sus persecuciones. Esta toma de conciencia nos ayuda a reconocernos como destinatarios de las Cartas a las Iglesias con las que se abre el libro de Apocalipsis (1,4 a 3.22), el gran libro de la esperanza cristiana. Pidamos la gracia de saber escuchar lo que el Espíritu dice hoy a las Iglesias; recibamos su mensaje profético para entender lo que quiere curar en nosotros: «Ven, padre de los pobres; ven, don de dones; ven, luz de los corazones «.

Como la Iglesia de Éfeso, quizás a veces también nosotros hemos abandonado el amor, la frescura y el entusiasmo de una vez … Volvamos a los orígenes, a la gracia fundadora de los comienzos; dejémonos mirar por Jesucristo, el «Sí», del Dios fiel, el unum necesario: » Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra esperanza nos sostenga sino aquella que conforta, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: “Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20). (Mt 28,20) «(Pablo VI, Discurso para la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 de septiembre de 1963).

Como la Iglesia de Esmirna, quizás nosotros también en los momentos de prueba somos víctimas del cansancio, de la soledad, de la preocupación por el futuro; nos sorprendemos cuando nos damos cuenta de que el Dios de Jesucristo pueda no corresponder a la imagen y las expectativas del hombre ‘religioso’: decepciona, transtorna, escandaliza. Custodiemos la confianza en la iniciativa sorprendente de Dios, la fuerza de la paciencia y la fidelidad de los confesores: no temeremos la segunda muerte.

Como la Iglesia de Pérgamo, también nosotros, tal vez con demasiada frecuencia, tratamos de conciliar la fe con la mundanidad espiritual, la vida del Evangelio con las lógicas del poder y del éxito, presentadas a la fuerza como si fueran funcionales a la imagen social de la Iglesia. El intento de servir a dos señores es, más bien, índice de la falta de convicciones internas. Aprendamos a renunciar a ambiciones inútiles y a la obsesión de nosotros mismos para vivir constantemente bajo la mirada del Señor, presente en tantos hermanos humillados: encontraremos la Verdad que nos hace realmente libres.

Cómo la iglesia de Tiatira, quizás estamos expuestos a la tentación de reducir el cristianismo a una serie de principios carentes de sustancia. Se cae, entonces, en un espiritualismo desencarnado, que se desentiende de la realidad y hace que se pierda la ternura de la carne del hermano. Volvamos a las cosas que realmente importan: la fe, el amor al Señor, el servicio prestado con alegría y gratuidad. Hagamos nuestros los sentimientos y los gestos de Jesús y entraremos realmente en comunión con Él, estrella de la mañana que no conoce el ocaso.

Come la Iglesia de Sardis, tal vez podamos ser seducidos por la apariencia, lo exterior y el oportunismo, influenciados por las modas y por los juicios de los demás. La diferencia cristiana, sin embargo, hace hablar a la acogida del Evangelio con las obras, la obediencia concreta, la fidelidad vivida; con la resistencia al prepotente, al soberbio y al prevaricador; con la amistad con los pequeños y el compartir con los necesitados. Dejemos que la caridad nos ponga en discusión, atesoremos la sabiduría de los pobres, favorezcamos la inclusión; y, por misericordia, nos encontraremos partícipes del libro de la vida.

Como la Iglesia de Filadelfia, estamos llamados a la perseverancia, a arrojarno a la realidad sin timidez: el Reino es la piedra preciosa por la que vender sin vacilación todo lo demás y abrirnos plenamente al don y la misión. Crucemos con valor cada puerta que el Señor nos abre. Aprovechemos todas las ocasiones para hacernos prójimo. Incluso la mejor levadura sola no es comestible, y en su humildad hace fermentar una gran cantidad de harina: mezclémonos a la ciudad de los hombres, colaboremos activamente para el encuentro con las diversas riquezas culturales, esforcémonos juntos por el bien común de cada uno y de todos. Nos encontraremos como ciudadanos de la nueva Jerusalén.

Come la Iglesia de Laodicea, tal vez conocemos la tibieza del compromiso, la indecisión calculada, el peligro de la ambigüedad. Sabemos que , precisamente, sobre estas actitudes se abate la condena más dura. Por otra parte, como nos recuerda un testigo del siglo XX, la gracia barata es la enemiga mortal de la Iglesia: ignora la palabra viva de Dios y nos cierra el camino hacia Cristo. La verdadera gracia – que costó la vida del Hijo – sólo puede tener un precio muy alto: porque nos llama a la secuela de Jesucristo, porque cuesta al hombre el precio de la vida, porque condena el pecado, y justifica al pecador, porque no dispensa de la obra… Es a caro precio, pero es gracia que da la vida y lleva a vivir en el mundo sin perderse en el (cfr. D. Bonhoeffer, Seguimiento). Abramos el corazón a la llamada del eterno Peregrino: dejémosle entrar, cenemos con Él. Recomenzaremos para llegar a todos lados con un anuncio de justicia, fraternidad y paz.

Queridos hermanos, el Señor nunca quiere deprimirnos, así que no nos detengamos en los reproches, que nacen, de todas formas, del amor.(cf. Hechos. 3:19) y al amor llevan. Dejémonos sacudir, purificar y consolar: » Riega la tierra en sequía, lava las manchas sana el corazón enfermo, , infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.”.

Se nos pide audacia para evitar acostumbrarnos a situaciones que están tan arraigadas como para parecer normales o insuperables. La profecía no requiere rupturas, sino decisiones valientes que son propias de una verdadera comunidad eclesial: llevan a dejarse «disturbar» por los acontecimientos y las personas y a calarse en las situaciones humanas, animados por el espíritu resonador de las Bienaventuranzas. En esta línea sabremos remodelar las formas de nuestro anuncio que se irradia ante todo con la caridad. Prosigamos con la confianza de quien sabe que también este tiempo es un kairós, un tiempo de gracia habitado por el Espíritu del Resucitado: tenemos la responsabilidad de reconocerlo, aceptarlo y secundarlo con docilidad.

«Ven, Espíritu Santo.. consolador perfecto, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo”

Queridos hermanos,» puestos para pastorear la Iglesia de Dios «(Hechos 20:28), partícipes de la misión del Buen Pastor: que a vuestra mirada ninguno sea invisible o marginal . Salid al encuentro de cada persona con la amabilidad y la compasión del padre misericordioso, con ánimo fuerte y generoso. Prestad atención a percibir como vuestro el bien y el mal del otro, capaces de ofrecer con gratuidad y ternura la misma vida. Que esta sea vuestra vocación; para que como escribe Santa Teresa del Niño Jesús “solo el amor hace actúar a los miembros de la Iglesia; si el amor se apagase, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre … “.

En esta luz, doy también las gracias en vuestro nombre al cardenal Angelo Bagnasco por sus diez años como presidente de la Conferencia Episcopal Italiana. Gracias por su servicio humilde y compartido, no sin sacrificio personal, en un momento de no fácil transición de la Iglesia y del país. Que también la elección y, por lo tanto, el nombramiento de su sucesor, no sean más que un signo de amor a la Santa Madre Iglesia, amor vivido con discernimiento espiritual y pastoral, de acuerdo con una síntesis que es también un don del Espíritu.

Y rezad por mí, llamado a ser custodio, testigo y garante de la fe y de la unidad de toda la Iglesia: Que con vosotros y para vosotros sea capaz de cumplir esta misión con alegría hasta el final.

«Ven, Espíritu Santo. Da virtud y la recompensa, da muerte santa, da gozo eterno «. Amén.


 

Fuente: press.vatican.va