¿De dónde viene, pues, esa multitud de juicios temerarios y precipitados acerca de nuestros hermanos?

Extractos de la Homilía sobre el juicio temerario del Santo Cura de Ars


Os digo, en primer lugar, que la causa de tantos juicios temerarios es el considerarlos cómo cosa de poca importancia; y, no obstante, si se trata de materia grave, muchas veces podemos cometer pecado mortal. -Pero, me diréis, esto no sale al exterior del corazón-. Aquí esta precisamente lo peor de este pecado, ya que nuestro corazón ha sido creado sólo para amar a Dios y al prójimo; y cometer tal pecado es ser un traidor. En efecto, muchas veces, por nuestras palabras, damos a entender (a los demás) que los amamos, que tenemos de ellos buena opinión; cuando, en realidad, en nuestro interior los odiamos. Y algunos creen que, mientras no exterioricen lo que piensan, ya no obran mal. Cierto que el pecado es menor que cuando se manifiesta al exterior, ya que en este caso es un veneno que intentamos inyectar en el corazón del vecino a costa del prójimo.

Si grande es este pecado cuando lo cometemos solamente de corazón, calculad lo que será a los ojos de Dios cuando tenemos la desgracia de manifestar nuestros juicios por palabra. Por esto hemos de examinar muy detenidamente los hechos, antes de emitir nuestros juicios sobre el prójimo, por temor de no engañarnos, lo cual acontece con suma frecuencia.

¿De dónde viene, pues, esa multitud de juicios temerarios y precipitados acerca de nuestros hermanos? Del gran orgullo que nos ciega ocultándonos nuestros propios defectos, que son innumerables, y muchas veces más horribles que los de las personas de quienes pensamos o hablamos mal; y de aquí viene que casi siempre nos equivocamos juzgando mal las acciones del vecino. Algunos he conocido que hacían, indudablemente, falsos juicios; y por mas que se les advirtiese de su error, ni por esas querían retroceder en sus apreciaciones. Andad, andad, pobres orgullosos, el Señor os espera, y ante Él tendréis forzosamente que reconocer que sólo era el orgullo lo que os llevaba a pensar mal del prójimo. Por otra parte, para juzgar sobre lo que hace o dice una persona, sin engañarnos, sería necesario conocer las disposiciones de su corazón y la intención con que dijo o hizo tal o cual cosa. ¡Ay!, nosotros no tomamos todas estas precauciones, y por eso obramos mal al examinar la conducta del vecino. Es cómo si condenásemos a muerte a una persona fundándonos únicamente en las declaraciones de algunos atolondrados, y sin darle lugar a justificarse.

Pero, me diréis tal vez, nosotros juzgamos solamente acerca de lo que hemos visto, según lo que hemos visto, y aquello que hemos presenciado. «He visto hacer tal acción, pues la afirmo; con mis oídos he escuchado lo que ha dicho; después de esto no puedo ya engañarme ». Pues yo os invito a que entréis dentro de vosotros mismos y consideréis vuestro corazón, el cual no es sino un depósito repleto de orgullo; y habréis de reconoceros infinitamente más culpables que aquel a Quién juzgasteis temerariamente, y con mucha razón podéis temer que un día le veréis entrar en el cielo, mientras vosotros seréis arrastrados por los demonios al infierno. ¡Ah!, miserable orgulloso, nos dice San Agustín, y, te atreves a juzgar a tu hermano ante la menor apariencia de mal, y no sabes si esta ya arrepentido de su culpa, y se cuenta en el número de los amigos de Dios? Anda con cuidado que no lo arrebate el lugar que lo orgullo lo pone en gran peligro de perder».

Esas interpretaciones, esos juicios temerarios salen siempre de quién cobija un gran orgullo secreto, que no se conoce a si mismo y se atreve a querer conocer el interior del prójimo: cosa solamente conocida de Dios. ¡Ay!, si pudiésemos arrancar este pecado capital de nuestro corazón, nunca el prójimo obraría mal a nuestro entender; nunca nos divertiríamos examinando su comportamiento; nos contentaríamos con llorar nuestros pecados, y hacer todos los posibles para corregirnos, y nada más. Creo que no hay pecado más terrible ni más difícil de enmendar, hasta tratándose de personas que parecen cumplir rectamente sus deberes religiosos. La persona que no esta dominada por ese maldito pecado, puede ser salvada sin someterse a grandes penitencias.    

En efecto, ¿que viene a ser un cristiano que posea las demás virtudes y se halle falto de esta? No es más que un hipócrita, un falsario, un malvado, a quién el aparecer virtuoso exteriormente, sírvele tan sólo para aumentar su iniquidad. ¿Queréis conocer si sois de Dios? Mirad de que manera os portáis con el prójimo, mirad cómo examináis sus actos. Lejos de aquí, pobres orgullosos, miserables envidiosos y celosos, el infierno y sólo el infierno es vuestro destino. Más veamos esto más detalladamente.

Habéis, pues, de convenir conmigo, en que, a pesar de todos los datos y de las señales al parecer más inequívocas, estamos siempre en gran peligro de juzgar mal las acciones de nuestro prójimo. Lo cual debe inducirnos a no juzgar jamás los actos del vecino sin madura reflexión y aún solamente cuando tenemos por misión la vigilancia de la conducta de aquellas personas, en cuyo caso se encuentran los padres y los amos respecto a sus hijos o a sus criados: en todo otro caso, casi siempre obramos mal. Sí, he visto a muchas personas juzgar mal de los actos de otras de quienes a mi me constaba la buena intención. En vano quise persuadirles de ello; no fue posible; ¡Ah, maldito orgullo!

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