Ofreció su espalda a los que lo flagelaban, las mejillas a los salivazos

 


Y como no hay mayor prueba de caridad que amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian e interceder por los que nos calumnian, podemos sopesar el amor de Cristo por aquellas palabras con que, a punto ya de morir, oró por sus verdugos, diciendo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Por Elredo de Rievaulx

«El que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14,11)

Realmente, hermanos, no puede subsistir en nosotros la humildad si no se nutre de un saludable temor, ni la obediencia si no la hace amable el espíritu de piedad, ni la justicia si no está imbuida de la ciencia espiritual, ni la paciencia si no es sostenida por el espíritu de fortaleza, ni la misericordia si no va alimentada por el don de consejo, ni la pureza de corazón si no es conservada por la inteligencia de las realidades celestes, ni la caridad si no es vivificada por la sabiduría.

Todas estas virtudes se encuentran, y plenamente, en Cristo, en el que el bien no se halla parcialmente, sino en toda su plenitud. En su nacimiento resplandece la humildad, al despojarse de su rango y tomar la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; en la sumisión a sus padres, la obediencia, cuando, dando de mano a sus intereses, bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Y en su doctrina fue respetuoso de la justicia, diciendo: Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

En la pasión dio pruebas de paciencia, pues ofreció su espalda a los que lo flagelaban, las mejillas a los salivazos, la cabeza a las espinas, la mano a la caña. Y, sin embargo, en todas estas situaciones —como dice el profeta— no gritará, no clamará, no voceará por las calles, pues como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Experimentaron ciertamente su misericordia los ciegos a quienes devolvió la vista, los leprosos que quedaron limpios, los muertos a quienes resucitó y, sobre todo, la adúltera a quien absolvió, la mujer pecadora a la que acogió, el paralítico cuyos pecados perdonó.

Y como no hay mayor prueba de caridad que amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian e interceder por los que nos calumnian, podemos sopesar el amor de Cristo por aquellas palabras con que, a punto ya de morir, oró por sus verdugos, diciendo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Por tanto, hermanos, habiendo el Espíritu Santo infundido su temor en nuestros corazones, para que mediante su asidua meditación —como una rumia del alimento de salvación— se vigorice interiormente nuestra humildad, procuremos revestirlo exteriormente con una conducta honesta, tratando de quedar bien no sólo ante los hombres.

Edit C.H. Talbot, SSOC vol 1, 78-80