El universo de la creación es superado infinitamente por el universo de la gracia


Esta obra de divinización y de salvación la realiza en nosotros el Espíritu Santo

De “Los dones del Espíritu Santo” de Fr. M. M. Philipon


«La  acción  del  Espíritu  Santo  domina  el  mundo. La verdadera  historia  de  la  Iglesia  es la de  Pentecostés, continuada en  las  almas.  A  través  de  todos  los acontecimientos de este mundo, Dios persigue su eterno designio : reunir  en  la  unidad de  una misma Familia  divina  a  los hombres de  todas  las  razas  y  de  todos los  tiempos «con-figurándoles  a  imagen  de su Hijo».’ Es ésta  una  obra de  sabiduría, de  poder y  de amor, cuyo Artífice principal sigue  siendo  el  Espíritu  Santo.  La  Iglesia  de  Cristo  es tan  sólo  la  humilde  servidora  de  la  Divina  Trinidad. Animada por el  Espíritu mismo,  trabaja con su Maestro para «reunir en la  unidad a  todos los  hijos de  Dios  que están  dispersos».2 Día  y  noche,  por  encima  de  nuestras  agitaciones  humanas,  la  indivisible  Trinidad  está inclinada sobre nuestras  almas  para  divinizarlas.  Dios  Padre  hasta  envía  al mundo a su Hijo y a su Espíritu. Las invisibles  misiones del Verbo y del Espíritu no cesan de  iluminar a la Iglesia con la claridad  de  Dios  y  de  conducirla al ritmo  del Amor Eterno. En nuestra  propia  existencia,  es  preciso verlo  todo  en  dimensión  de  Iglesia.  Los  individuos  no cuentan por sí mismos. Estamos vinculados  en  Cristo  a todos  los  hombres  como miembros vivos  de un mismo cuerpo  místico,  no  formando más que uno con  El  y  en El,  llamados  a  constituir con la multitud de  los  ángeles un solo  pueblo  de  Dios.» 

«Un mismo Espíritu une a la Trinidad  y  a  la  Iglesia:  une al Padre  y al Hijo  en. la Unidad  de  una misma beatitud  divina;  anunció  a  los Patriarcas  las  divinas  promesas;  inspiró  a  los  profetas; santificó  a  todos  los  justos  del  Antiguo  Testamento. El animaba  en  cada  uno  de  sus actos  al  Verbo  encarnado, y  a su Madre,  la  Corredentora  del  mundo.  El  ayudó  a los  Apóstoles  y  a  los  discípulos  de  Jesús,  como  asiste a  sus sucesores y  a  los  fieles  de  todos  los  tiempos,  para llevar a cabo, a través de los duros combates de la Iglesia militante, la  obra salvadora de Cristo y edificar la Ciudad de  Dios.  El  soplo multiforme del  Espíritu  se  adapta  a todos  los  tiempos  y  a  todos  los  lugares,  a  todos  los estados de la vida, a  todos los  grados  de  cultura y  civilización. La infinita variedad  de  las  obras  divinas  brota  de un mismo espíritu  de  amor. El estudio de los dones  del  Espíritu Santo debe  abordarse  bajo  esta luz:  no  con  espíritu de  escuela,  sino  en clima de  Iglesia,  con los  horizontes  de  Dios.  El disfrute de  tales  dones  no  es  algo  reservado  a  una  selección de almas  místicas,  sino  que su destino  es  asegurar  la  salvación  de  todos  los  cristianos.  Los  siete  dones  se  les comunican  a  todos  los  hombres  cuando  éstos  son  regenerados  en  Cristo  por  el  bautismo. «Quien  no  naciere del  agua  y  del  Espíritu  no  puede  entrar  en  el  reino  de los cielos.»  El Espíritu  Santo,  que  introduce  en  las almas la  gracia  de  una filiación  divina,  no  las  abandona a sí mismas. Las toma a su cuidado e influencia, poniéndolas  bajo  la  protección  de  toda  la  Santísima  Trinidad. Cada  alma  es un universo.  Dios  vela  por  cada  una  con solicitud mucho mayor que la  que tiene  por los  espacios infinitos  del  cosmos  material. Su Espíritu  las  asiste  en cada  uno  de  sus actos  con un auxilio  ordinario  y  constante; y,  siempre  que la salud  o  la  alta  perfección  de ellas lo  exige, interviene en Persona de  una manera especialísima para  iluminarlas, guiarlas y  encaminarlas hacia El.  El Espíritu Santo  actúa así  ininterrumpidamente en cada miembro del  cuerpo  místico con miras a su santificación  individual y  a la edificación del  Cristo total!»

«El universo de la creación es superado infinitamente por el universo de la gracia. El hombre no es ya una simple creatura, sino que se convierte en hijo de Dios, a semejanza del Hijo Unigénito del Padre: “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: hasta querer que seamos, no sólo de nombre sino realmente hijos suyos” (1 Jn 3,1). “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley, de suerte que recibiésemos la adopción. Y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos permite decir: ¡Abba, Padre!” (Gal 4, 4-6). Tal es el plan eterno de Dios: “El nos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Éste sea el Primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29).»

«Esta obra de divinización y de salvación la realiza en nosotros el Espíritu Santo: “Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. …El Espíritu en persona da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”. (Rom 8, 14-16). Así, Dios nos “ha hecho partícipes de la divina naturaleza” (2 Pedro 1,4). Para nosotros, ya, no ser más que hombres es decaer. Estamos llamados a vivir “en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,3), impulsados por el Soplo mismo de la santidad de Dios. Deberemos vivir en la tierra a imitación del Hijo, en la intimidad del Padre, bajo los impulsos de un mismo Espíritu. Para realizar este programa, Dios Padre envía continuamente a su Hijo a nuestras almas para comunicarnos su Luz, y a su Espíritu para hacernos comunicar con su vida de Amor. Las invisibles misiones del Verbo y del Espíritu Santo nos introducen y nos conservan dentro del ciclo de la Vida Trinitaria, para allí “consumarnos” más y más por la gracia, por la gracia, “en la unidad”.»

«Toda la función que el Espíritu Santo desempeña en cada uno de nosotros consiste en “formar a Cristo en nuestras almas”, desde la primera gracia divinizadora, la del bautismo, hasta las más elevadas alturas de la unión transformante, pasando por todas las crucifixiones de la vida. “El Hijo” sigue siendo el Modelo único. Los justos del Antiguo Testamento y los santos del Evangelio están llamados a reproducir los rasgos de su Salvador, a convertirse, a los ojos del Padre, en imágenes de Cristo. Tal es la misión del Espíritu Santo en la Iglesia: modelarnos a imagen del Hijo para ser como Él y en Él la alabanza de gloria del Padre. La multitud de los ángeles y de los santos se jerarquiza en torno a Cristo para entrar con Él, al Soplo de un mismo Espíritu, en el movimiento de gracia de su divina Filiación, dentro de la Trinidad.»