De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia

+Santo Evangelio

Evangelio según San Juan 1,1-18. 

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. 

Al principio estaba junto a Dios. 

Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. 

En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. 

La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. 

Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. 

Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 

El no era la luz, sino el testigo de la luz. 

La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. 

Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. 

Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. 

Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. 

Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. 

Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. 

Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo». 

De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. 

Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.

+Meditación

San Basilio. Homilía Nacimiento de Cristo; PG 31, 147s

      «Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). Hoy, también nosotros, acogemos en nuestros corazones esta gran alegría, alegría que los ángeles anuncian a los pastores. Adoremos con los magos, démosle gloria con los pastores, cantemos con los ángeles: «Hoy nos ha nacido un salvador que es Cristo, el Señor; el Señor Dios se nos ha aparecido»… 

      Esta fiesta es común a la creación entera: en el cielo las estrellas corren, los magos llegan de países paganos, la tierra le recibe en una gruta. No hay nada que no contribuya a esta fiesta, nada que no venga con las manos llenas. También nosotros, hagamos estallar un canto de alegría…; festejemos la salvación del mundo, el día del nacimiento de la humanidad. Hoy ha sido abolida la condena que golpeó a Adán. Que nadie diga nunca jamás: «Eres tierra y a la tierra volverás» (Gn 3,19) sino: «Unido al que ha bajado del cielo, eres exaltado en el cielo»… 

      «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, eterno es su poder» (Is 9,5)… ¡Qué abismo de bondad y de amor hacia los hombres! Únete, pues, en la alegría a los que reciben a su Señor que baja del cielo, y a los que adoran al Gran Dios en este niño. El poder de Dios se manifiesta en este cuerpo como la luz por las ventanas, y resplandece a los ojos de aquellos que tiene limpio el corazón (Mt 5,8). Entonces, con  ellos podremos «con el rostro descubierto reflejar como en un espejo la gloria del Señor, y ser transfigurados en esa misma imagen cada vez más gloriosos» (2C 3,18), por la gracia de nuestro Señor Jesucristo y su amor por los hombres.

MEDITACIONES DE SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO


Del Nacimiento de Jesús.

El nacimiento de Jesucristo trajo una alegría general a todo el mundo. El fue aquel Redentor deseado por tantos años y con tantos suspiros; que por esto fue llamado el Deseado de las gentes, y el deseo de los collados eternos.

Héle; ya ha venido, y ha nacido en una pequeña cueva. 

Aquel gozo grande, que el ángel anunció a los pastores, hoy lo anuncia también a nosotros, y nos dice: Ecce evangelizo vobis gaudim magnun, gozo que será para todo el pueblo; porque hoy os es nacido el Salvador del mundo.

¡Que gran fiesta se hace en un reino cuando nace al monarca su primogénito! Pues, mayor fiesta debemos hacer nosotros, viendo nacido al Hijo de Dios que ha venido del cielo a visitarnos, movido de las entrañas de su misericordia.

Nosotros estábamos perdidos, y he aquí que Él ha venido a salvarnos: el Pastor ha venido a salvar a sus ovejuelas de la muerte, dando su vida por amor de ellas. 

El Cordero de Dios ha venido a sacrificarse por alcanzarnos la Divina Gracia, y para hacerse nuestro libertador, nuestra vida, nuestra luz, y aún nuestro alimento en el Santísimo Sacramento.

Dice san Agustín, que por esto Jesucristo al nacer quiso ser puesto en el pesebre donde hallaban pasto los animales; para darnos a entender, que Él se hizo hombre a fin de hacerse Él mismo nuestra comida para la eternidad.

Jesús, en efecto, nace todos los días en el Sacramento por medio del sacerdote y de la consagración. El altar es el pesebre, y allí vamos nosotros a alimentarnos de sus carnes. Alguno habrá que desee tener el santo Niño en los brazos, como le tuvo el santo viejo Simeón; pues cuando comulgamos nos enseña la fe que no solo en los brazos, sí que dentro de nuestro pecho está aquel mismo Jesús que estuvo en el pesebre de Belén; para esto Él ha nacido, para darse todo a nosotros: Parvulus natus est nobis, et Filis datus est nobis.

Afectos y súplicas.

Señor, yo soy la oveja que, por andar tras de mis placeres y caprichos, me he perdido miserablemente; más Vos, o Pastor y juntamente Cordero Divino, sois aquel que habéis venido del cielo a salvarme, sacrificándoos cual víctima sobre la cruz en satisfacción de mis pecados.

Si yo, pues, quiero enmendarme, ¿qué debo temer? ¿Por qué no debo confiarlo todo de Vos, mi Salvador, que habéis nacido de intento para salvarme? ¿Qué mayor señal de misericordia podías darme, o Dulce Redentor mío, para inspirarme confianza, que daros Vos mismo?

Yo os he hecho llorar en el establo de Belén; pero si Vos habéis venido a buscarme, yo me arrojo confiado a vuestros pies; y aunque os vea afligido y envilecido en ese pesebre, rechinado sobre la paja, os reconozco por mi Rey y Soberano.

Oigo ya esos vuestros dulces vagidos, que me convidan a amaros, y me piden el corazón.

Aquí le tenéis, Jesús mío. Hoy lo presento a vuestros pies; mudadlo, inflamadlo Vos, que a este fin habéis venido al mundo, para inflamar los corazones con el fuego de vuestro santo amor. 

Oigo también que desde ese pesebre me decís: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Y yo respondo: ¡Ah! Jesús mío! y si no amo a Vos, que sois mi Dios y Señor, ¿a quién he de amar?

No, amado Señor mío, yo todo me entrego a Vos, y os amo con todo el corazón. Yo os amo, yo os amo, yo os amo.

¡Oh sumo bien, oh único amor de mi alma!

Ea, aceptadme por vuestro en este día y no permitáis que haya de dejar de amaros.

Reina mía, María, os pido por aquel consuelo que tuvisteis la primera vez que mirasteis nacido a vuestro Hijo, y le disteis los primeros abrazos, intercedáis con Él, para que me acepte por hijo, y me encadene para siempre con el don de su santo amor.


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