La unión eucarística nos asocia de una manera misteriosa, pero realísima, a la vida intima de la Santísima Trinidad…


Ella debe ser, en su doble aspecto de sacramento y de sacrificio, el centro de convergencia de toda la vida cristiana. Toda debe girar en torno a la eucaristía.

POR R.P. ANTONIO ROYO MARIN O.P.


Entre todos los ejercicios y prácticas de piedad, ninguno hay cuya eficacia santificadora pueda compararse a la digna recepción de la eucaristía. En ella recibimos no solamente la gracia, sino el, Manantial y la Fuente misma de donde brota. Ella debe ser, en su doble aspecto de sacramento y de sacrificio, el centro de convergencia de toda la vida cristiana. Toda debe girar en torno a la eucaristía.

Omitimos aquí una multitud de cuestiones dogmáticas y morales relativas a la eucaristía. Recordemos, no obstante, en forma de breves puntos, algunas ideas fundamentales que conviene tener siempre muy presentes:

1. a La santidad consiste en participar de una manera cada vez más plena y perfecta de la vida divina que se nos comunica por la gracia.

2. a Esta gracia brota-como de su Fuente única para el hombre- del corazón y de la divinidad.

3. a Cristo nos comunica la gracia por los sacramentos, principalmente por la eucaristía, en la que se nos da a sí mismo como alimento de nuestras almas. Pero, a diferencia del alimento material, no somos nosotros quienes asimilamos a Cristo, sino El quien nos divina y transforma en sí mismo. En la eucaristía alcanza el cristiano su máxima cristificación, en la que consiste la santidad.

4. a La comunión, al darnos enteramente a Cristo, pone a nuestra disposición todos los tesoros de la santidad, de sabiduría y de ciencia encerrados en El. Con ella, pues, recibe el alma un tesoro rigurosa y absolutamente infinito que se le entrega en propiedad.

5. a Juntamente con el Verbo encarnado –con su cuerpo, alma y divinidad-, se nos da en la eucaristía las otras dos personas de la Santísima Trinidad, el Padre y el Espíritu Santo, en virtud del inefable misterio de lacircuminsesion, que las hace inseparables. Nunca tan perfectamente como después de comulgar el cristiano se convierte en templo y sagrario de la divinidad. En virtud de este divino e inefable contacto con la Santísima Trinidad, el alma –y, por redundancia de ella, el mismo cuerpo del cristiano—se hace más sagrada que la custodia y el copón y aun más que las mismas especias sacramentales, que contienen a Cristo –ciertamente–, pero sin tocarle siquiera ni recibir de El ninguna influencia santificadora.

6. a La unión eucarística nos asocia de una manera misteriosa, pero realísima, a la vida intima de la Santísima Trinidad. En el alma del que acaba de comulgar, el Padre engendra a su Hijo unigénito, y de ambos procede esa corriente de amor, verdadero torrente de llamas, que es el Espíritu Santo. El cristiano después de comulgar debería caer en éxtasis de adoración y de amor, limitándose únicamente a dejarse llevar por el Padre al Hijo y por el Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Nada de devocionarios ni formulas rutinarias de acción de gracias; un sencillo movimiento de abrasado amor y de intima y entrañable adoración, que podría traducirse en la simple formula de la Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto.

7. a De esta forma, la unión eucarística es ya el cielo comenzado, el “cara a cara en las tinieblas” (sor Isabel de la Trinidad). En el cielo no haremos otra cosa.

Estas ideas son fundamentales, y ellas solas bastarían, bien meditadas, para darnos el tono y la norma de nuestra vida cristiana, que ha de ser esencialmente eucarística. Pero para mayor abundamiento precisemos un poco más lo relativo a la preparación y acción de gracias, que tiene importancia capital para obtener de la eucarística el máximo rendimiento santificador.


1. Disposiciones para comulgar

Hay que distinguir una doble preparación: remota y próxima.

A) Preparación Remota. –El gran pontífice San Pio X, por el decreto de Sacra Tridentina Synodus, de 20 de diciembre de 1905, dirimió para siempre la controversia histórica sobre las disposiciones requeridas para recibir la sagrada comunión. El Papa determina que para recibir la comunión frecuente y aun diaria se requieren tan solo las siguientes condiciones: a) estado de gracia; b) recta intención (o sea, que no se comulgue por vanidad o rutina, sino por gradar a Dios); c) es muy conveniente estar limpio de pecados veniales, pero no es absolutamente necesario: la comunión ayudara a vencerlos; d) se recomienda la diligente preparación y acción de gracias; e) debe procederse con el consejo del confesor. A nadie que reúna estas condiciones se le puede privar de la comunión frecuente y aun diaria[2].

De todas formas, es evidente que las personas que quieran adelantar seriamente han la perfección cristiana han de procurar intensificar hasta el máximo estas condiciones. Su preparación remota ha de consistir en llevar una vida digna del que ha comulgado por la mañana y ha de volver a comulgar al día siguiente. Hay que insistir principalmente en desechar todo apego al pecado venial, sobre todo al plenamente deliberado, y en combatir el modo tibio e imperfecto de obrar, lo cual supone la perfecta abnegación de sí mismo y la tendencia a la práctica de lo más perfecto para nosotros en cada caso, habida cuenta de todas las circunstancias:

a) Fe viva. –Cristo la exigía siempre como condición indispensable antes de conceder una gracia aun de tipo material (milagro). La eucaristía es por antonomasia el mysterium fidei, ya que en ella nada de Cristo perciben la razón natural ni los sentidos. Santo Tomas recuerda que en la cruz se oculto solamente la divinidad, pero en el altar desaparece incluso la humanidad santísima: “Latet simul et humanitas”. Esto exige de nosotros una fe viva transida de adoración.
Pero no solo en este sentido –asentimiento vivo al sentimiento eucarístico—la fe es absolutamente indispensable, sino también en orden a la virtud vivificante del contacto de Jesús. Hemos de considerar en nuestras almas la lepra del pecado y repetir con la fe vivísima del leproso del evangelio: “Señor, si tu quieres, puedes limpiarme” (Mt 8, 2); o como la del ciego de Jericó –menos infortunado con la privación de la luz material que nosotros con la ceguera de nuestra alma–: “Señor, haced que vea” (Mt 10, 51).

b) Humildad Profunda. –Jesús lavo los pies de sus apóstoles antes de instituir la Eucaristía para darles ejemplo (Io 13, 15). Si la Santísima Virgen se preparo a recibir en sus virginales entrañas al Verbo de Dios con aquella profundísima que la hizo exclamar: ‘’he aquí la esclava del Seños’’ (Lc 1,38), ¿Qué deberemos hacer nosotros en semejante coyuntura? No importa que nos hayamos arrepentido perfectamente de nuestros pecados y nos encontremos actualmente en estado de gracia. La culpa fue perdonada, el reato de pena acaso también (si hemos hecho la debida penitencia), pero el hecho histórico de haber cometido aquel pecado no desaparecerá jamás. No olvidemos, cualquiera que sea el grado de santidad que actualmente poseamos, que hemos sido rescatados del infierno, que somos ex presidiarios de Satanás. El cristiano que haya tenido la desgracia de cometer alguna vez en su vida un solo pecado mortal debería estar siempre anonadado de humildad. Por lo menos, al acercarse a comulgar, repitamos por tres veces con sentimientos de profundísima humildad y vivísimo arrepentimiento la formula sublime del centurión: ‘’Domine, non sum dignus…’’.

c) Confianza Ilimitada. –es preciso que el recuerdo de nuestros pecados nos lleve a la humildad, pero no al abatimiento, que sería una forma disfrazada del orgullo. Jesucristo es el gran perdonador, que acogió con infinita ternura a todos los pecadores que se le acercaron en demanda de perdón. No ha cambiado de condición; es el mismo del Evangelio. Acerquémonos a El con humildad y reverencia, pero también con inmensa confianza en su bondad y misericordia. Es el Padre, el Médico, el Amigo divino, que quiere estrecharnos contra su corazón palpitante de amor. La confianza le rinde y le vence: no puede resistir a ella, le roba el corazón…

d) Hambre y sed de comulgar. —Es esta la disposición que más directamente afecta a la eficacia santificadora de la sagrada comunión. Esta hambre y sed de recibir a Jesús Sacramentado, que procede del amor a casi de identifica con El, ensancha la capacidad del alma y la dispone a recibir la gracia sacramental en proporciones grandísimas. La cantidad de agua que se coge de la fuente depende en cada caso del tamaño del vaso que se lleva. Si nos preocupáramos de pedirle ardientemente al Señor esta hambre y sed de la Eucaristía y procuráramos fomentarla con todos los medios a nuestro alcance, muy pronto seriamos santos. Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Jesús, Santa Micaela del Santísimo Sacramento, y otras muchas almas santas tenían un hambre y sed de comulgar tan devoradoras, que se hubieran expuesto a los mayores sufrimientos y peligros a trueque de no perder un solo día el divino alimento que las sostenía. Hemos de ver precisamente en estas disposiciones no solamente un efecto, sino también una de las más eficaces causas de su excelsa santidad. La Eucaristía recibida con tan ardientes deseos aumentaba la gracia en sus almas en grado incalculable, haciéndolas avanzar a grandes pasos por los caminos de la santidad.
En realidad, cada una de nuestras comuniones debería ser más fervorosa que la anterior, aumentando nuestra hambre y sed de la Eucaristía. Porque cada comunión aumenta el caudal de nuestra gracia santificante, y nos dispone, en consecuencia, a recibir al Señor al día siguiente con un amor no solo igual, sino mucho mayor que el de la víspera. Aquí, como en todo el proceso de la vida espiritual, el alma debe avanzar con movimiento uniformemente acelerado; algo así como una piedra, que cae con mayor rapidez a medida que se acerca más al suelo.[3]

2. La acción de gracias

Para el grado de gracia que nos ha de aumentar el sacramento ex opere operato es más importante la preparación que la acción de gracias. Porque ese grado esta en relación con las disposiciones actuales del alma que se acerca a comulgar, y, por consiguiente, tienen que ser anteriores a la comunión [4] . De todas formas, la acción de gracias es importantísima también. ´´No perdáis tan buen sazón de negociar como es la hora después de haber comulgado´´, decía con razón a sus monjas Santa Teresa de Jesús [5] . Cristo está presente en nuestro corazón, y nada desea tanto como desearnos de bendiciones.
La mejor manera de dar gracias consiste en identificarse por el amor con el mismo Cristo y ofrecerle al Padre, con todas sus infinitas riquezas, como oblación suavísima por las cuatro finalidades del sacrificio: como adoración, reparación, petición, y acción de gracias. Hablaremos inmediatamente de esto al tratar del santo sacrificio de la misa, y allí remitimos al lector.
Hay que evitar a todo trance el espíritu de rutina, que esteriliza la mayor parte de las acciones de gracias después de comulgar. Son legión las almas devotas que ya tienen preconcebida su acción de gracias—a base de rezos y formulas de devocionario –y no quedan tranquilos sino después de recitarlos todas mecánicamente. Nada de contacto íntimo con Jesús, de conversación cordial con El, de fusión de corazones, de petición humilde y entrañable de las gracias que necesitamos hoy, que acaso sean completamente distintas de las que necesitaremos mañana. ´´Yo no sé qué decirle al Señor´´, contestan cuando se les inculca que abandonen el devocionario y se entreguen a una conversación amorosa con El. Y así no intentan siquiera salir de su rutinario formulismo. Si le amaren de verdad y se esforzasen un poquito en ensayar un diálogo de amistad, silencioso con su amantísimo Corazón, bien pronto experimentarían repugnancia y nauseas ante las formulas del devocionario, compuestas y escritas por los hombres. La voz de Cristo, suavísima e inconfundible, resonaría en lo más hondo de su alma, doctrinándolas en el camino del cielo y estableciendo en su alma aquella paz que ´´sobrepasa todo entendimiento´´ (Phil 4,7).
Otro medio excelente de dar gracias es reproducir en silencio algunas escenas del Evangelio, imaginando que somos nosotros los protagonistas ante Cristo, que está allí realmente presente: ´´Señor, el que amas está enfermo´´ (las hermanas de Lázaro: Io 11,3); ´´Señor, si quieres, puedes limpiarme´´ (el leproso: Mt 8,2); ´´Señor haced que vea´´ (el ciego de Jericó: Mc 10,51); ´´Señor, dame siempre de esa agua´´ (la samaritana: Io 4,15); ´´Señor auméntanos la fe´´ (los apóstoles: Lc 17,5); ´´ Creo, Señor, pero ayuda Tu a mi poca fe´´ (el padre del lunático: Mc9 9,24); ´´Señor, enséñanos a orar´´ (un discípulo: Lc 11,1); ´´Señor, muéstranos al Padre, y esto nos basta´´ (el apóstol Felipe: Io 14,8); ´´Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna´´ (el apóstol San Pedro: Io 6,68). ¡Cómo gozará Nuestro Señor viendo la sencillez, la fe y la humildad de los nuevos leprosos, ciegos, enfermos e ignorantes, que se acercan a El con la misma confianza y amor que sus hermanos del Evangelio! ¿Cómo será posible que deje de atenderlos, si El es el mismo de entonces—no ha cambiado de condición—y nosotros somos tan miserables y aún más que aquellos del Evangelio? Nada hay que conmueva tanto su divino corazón como un alma sedienta de dios que se humilla reconociendo sus llagas y miserias e implorando el remedio de ellas.

DURACIÓN. —Es conveniente prolongar la acción de gracias media hora por lo menos. Es una suerte de irreverencia e indelicadeza para con el divino Huésped tomar la iniciativa de terminar cuando antes la visita que se ha dignado hacernos. Con las personas del mundo que nos merecen algún respeto no obramos así, sino que esperamos a que den ellas por terminada la entrevista. Jesús prolonga su visita a nuestra alma todo el tiempo que permanecen sin alterarse sustancialmente las especias sacramentales, y aunque no pueda darse sobre esto regla fija—depende de la fuerza digestiva de cada uno—, puede señalarse una media hora como término medio en una persona normal. Permanezcamos todo este tiempo a los pies del Maestro oyendo sus divinas enseñanzas y recibiendo su influencia santificadora. Sólo en circunstancias normales y extraordinarias—un trabajo o necesidad urgente, etc. —preferiremos acortar la acción de gracias antes que prescindir de la comunión, suplicando entonces al Señor que supla con su bondad y misericordia el tiempo que aquel día no le podamos dar. En todo cado, no debe desayunarse—si puede hacerse sin grave incomodidad—sino después de media hora larga de haber recibido la sagrada comunión[6].

3. La comunión espiritual

Un gran complemento de la comunión sacramental que prolonga su influencia y asegura su eficacia es la llamada comunión espiritual. Consiste esencialmente en un acto de ferviente deseo de recibir la eucaristía en darle al Señor un abrazo estrechísimo como si realmente acabara entrar en nuestro corazón. Esta práctica piadosísima, bendecida y fomentada por la Iglesia, es de gran eficacia santificadora y tiene la ventaja de poderse repetir innumerables veces al día. Algunas personas la asocian a una determinada práctica que haya de repetirse muchas veces (v. gr., al rezo del avemaría al dar el reloj la hora). Nunca se alabara suficientemente esta excelente devoción; pero evítese cuidadosamente la rutina y el apresuramiento, que lo echan todo a perder.


[1] ANTONIO ROYO MARIN, O. P. TEOLOGIA DE LA PERFECCION CRISTIANA. BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, MADRID. MMII, PAG 453.
[2] Para remediar los abusos que de la comunión frecuente y diaria podían originarse en colegios, seminarios, comunidades religiosas, etc., donde existe el peligro de que alguien se acerque a comulgar en malas condiciones por no llamar la atención de sus compañeros o superiores, dio la Sagrada Congregación de Sacramentos, con fecha 8 de diciembre de 1938, una prudentísima Instrucción reservada a los ordinarios de lugar y a los superiores mayores de religiones clericales, que no se publico en Acta Apostolicae Sedis. Puede verse un amplio extracto de la misma en el comentario al cn. 1367 de la edición del Código Canónico publicada por la BAC.
[3] Lo recuerda hermosamente Santo Tomás: ‘’El movimiento natura! (v. gr., el de una piedra al caer) es más acelerado cuando más se acerca al término. Lo contrario ocurre con el movimiento violento (v. gr., el de una piedra arrojada hacia arriba). Ahora bien: la gracia inclina al modo de la naturaleza. Luego los que están en gracia, cuando más se acercan al fin, tanto más deben crecer’’ (In epist. Ad Hebr. 1,25).
[4] Teólogos hay que afirman que el sacramento puede producir varios aumentos de gracia ex opere operato todo el tiempo que permanecen incorruptas las especias sacramentales en el interior del que ha comulgado (si se producen nuevas disposiciones por su parte). Pero esta teoría tiene muy pocas probabilidades. Es muchísimo más teológico decir que el efecto ex opere operato lo produce el sacramento una sola vez, en el momento mismo de recibirse. (cf. III, 80,8 ad 6). Lo que si cabe son nuevos aumentos de gracia ex opere operantis (intensificando las disposiciones), pero esto ya nada tiene que ver con el efecto propio de los sacramentos (que es el ex opere operato), y puede producirse también independientemente de ellos por cualquier acto de virtud más intenso que el hábito de la misma que actualmente se posee. Este acto más intenso supone, naturalmente, una previa gracia actual más intensa también, que es quien lo hace posible.
[5] Cf. Camino 34,10.
[6] Es intolerable la práctica de ciertas personas que salen se la iglesia casi inmediatamente después de comulgar. Sabido es que San Felipe Neri mandó en cierta ocasión que dos monaguillos con cirios encendidos acompañasen a una persona que salió de la iglesia apenas terminar de comulgar. Si en algún caso excepcional nos viésemos obligados a interrumpir antes de tiempo nuestra acción de gracias, procuremos conservar un buen rato el espíritu de recogimiento y oración aun en medio de nuestras ocupaciones inevitables…

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