Tal vez penséis que son los menos los que son capaces de vivir la maravilla del matrimonio fiel.


La fidelidad conyugal perseverante está siempre exigida y posibilitada por el amor conyugal y paternal.

Pero si estuviérais en estas dudas… eso significaría que veríais como algo dudoso que el hombre y la mujer puedan alcanzar a vivir la dignidad de la vida humana. A estas dudas no daré respuesta completa hasta que lleguemos a estudiar el matrimonio en Cristo, en Cristo Salvador. Pero ya ahora se pueden adelantar algunas afirmaciones importantes.
La fidelidad conyugal perseverante está siempre exigida y posibilitada por el amor conyugal y paternal. Aquella persona que se acerca al matrimonio, antes de hacer la donación irrevocable de sí misma por el amor, debe estar cierta de que no va a ser un día repudiada. Tener acceso a esa certeza no es un lujo, es un derecho natural. O en otras palabras: quien se une en matrimonio tiene derecho a estar seguro de que el cónyuge que se le entrega, se le da del todo, es decir, para siempre. Si esa persona, concretamente, se entrega en el matrimonio del todo, irrevocablemente, y la otra persona se le da con limitaciones y reservas previas, la primera es objeto de un fraude, o quizá de una estafa. Y del mismo modo esta fidelidad perseverante viene exigida por los hijos, que tienen el derecho natural de poder crecer con toda confianza en la familia que, sin haberles consultado previamente, les ha traído a este mundo. Tienen derecho a estar seguros de que en ningún momento van a ser abandonados por el padre o la madre.
Nosotros no nos despertamos cada día dudando del suelo o del aire: «¿Tendré hoy suelo donde apoyarme y caminar? ¿Va a faltar hoy quizá el aire que necesito para respirar?». Nosotros vivimos ciertos de la solidez de la tierra y de la permanencia del aire. Otras serán las cuestiones que reclamen nuestra atención y que nos preocupen. Pues bien, una persona casada o un hijo han de vivir apoyándose con absoluta certeza -como cuentan con el suelo o el aire- en la permanencia fiel del cónyuge o de los padres.
Nunca consideréis la posible infidelidad como un derecho. Un subjetivismo egocéntrico y amoral no conoce la maravilla de la fidelidad, y piensa: «Yo no tengo por qué mantenerme fiel a compromisos que tomé hace veinta años. Si mi corazón ha cambiado, la fidelidad a mi propia verdad personal me exige cambiar mi vida de dirección. Otra cosa sería miedo al cambio, esclerosis espiritual o hipocresía». No, no es así. La fidelidad no es obstinación, ni es hipocresía, ni falta de valor para cambiar. Es como la fidelidad de un árbol a sí mismo: lo que le da fuerza para aguantar todas las tormentas, para crecer siempre en el mismo sentido, fiel a sí mismo, y para llegar a dar fruto.
La fidelidad es siempre amor, amor que sabe permanecer sin negar su propia verdad. La fidelidad es siempre verdad, abnegación y coraje. Y la gran fidelidad perseverante, la que dura toda la vida, la que ha mantenido unidos a esa pareja de ancianos esposos que atraviesan la calle tomados de la mano, está edificada en muchas pequeñas fidelidades diarias, y también en arrepentimientos y perdones. Lo repito, es siempre posible. Exige, eso sí, una ascesis diaria, una custodia cuidadosa del corazón, una alimentación permanente del amor mutuo, una práctica generosa del perdón, en fin, una renovación continua de la originaria y recíproca donación personal. Por lo demás, ser digno de la condición humana requiere a veces esfuerzos heróicos. Pero vivir como un animal -y a veces peor que los animales- supone para el hombre penalidades aún mucho mayores.
La fidelidad puede ser muy dolorosa, particularmente cuando el otro cónyuge es infiel, pero mucho más costosa es la vida en común disoluble, en la que fácilmente se introducen recelos y temores, servidumbres humillantes soportadas por miedo al abandono, y ofensas que unos cónyuges verdaderos no se permiten cometer, sabiendo que han de seguir unidos en el futuro.

MATRIMONIO EN CRISTO, José María Iraburu
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