En un monasterio de inspiración benedictina, las alabanzas a Dios, que los monjes celebran como solemne plegaria coral, tienen siempre la prioridad.

 

Ciertamente, gracias a Dios, no sólo los monjes oran; también lo hacen otras personas: niños, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, personas casadas y solteras; todos los cristianos oran o, al menos, deberían hacerlo.

En la vida de los monjes, sin embargo, la oración tiene una importancia especial: es el centro de su tarea profesional. En efecto, ejercen la profesión de orante. En la época de los Padres de la Iglesia, la vida monástica se definía como vida al estilo de los ángeles, pues se consideraba que la característica esencial de los ángeles era ser adoradores. Su vida es adoración. Esto debería valer también para los monjes. Ante todo, no oran por una finalidad específica, sino simplemente porque Dios merece ser adorado. «Confitemini Domino, quoniam bonus!», «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia», exhortan varios Salmos (por ejemplo, Sal 106, 1). Por eso, esta oración sin finalidad específica, que quiere ser puro servicio divino, se llama con razón officium. Es el «servicio» por excelencia, el «servicio sagrado» de los monjes. Se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno «de recibir la gloria, el honor y el poder» (Ap 4, 11), porque ha creado el mundo de modo maravilloso y de modo aún más maravilloso lo ha renovado.

Al mismo tiempo, el officium de los consagrados es también un servicio sagrado a los hombres y un testimonio para ellos. Todo hombre lleva en lo más íntimo de su corazón, de modo consciente o inconsciente, la nostalgia de una satisfacción definitiva, de la máxima felicidad; por tanto, en el fondo, de Dios. Un monasterio en el que la comunidad se reúne varias veces al día para alabar a Dios testimonia que este deseo humano originario no cae en el vacío: Dios creador no nos ha puesto a los hombres en medio de tinieblas espantosas donde, andando a ciegas, deberíamos buscar desesperadamente un sentido último fundamental (cf. Hch 17, 27); Dios no nos ha abandonado en un desierto de la nada, sin sentido, donde, en definitiva, nos espera sólo la muerte. No. Dios ha iluminado nuestras tinieblas con su luz, por obra de su Hijo Jesucristo. En él Dios ha entrado en nuestro mundo con toda su «plenitud» (cf. Col 1, 19); en él, toda verdad, de la que sentimos nostalgia, tiene su origen y su culmen (cf. Gaudium et spes, 22).

Nuestra luz, nuestra verdad, nuestra meta, nuestra satisfacción, nuestra vida no es una doctrina religiosa, sino una Persona: Jesucristo. Mucho más allá de nuestra capacidad de buscar y desear a Dios, ya antes hemos sido buscados y deseados, más aún, encontrados y redimidos por él. La mirada de los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, de todas las filosofías, religiones y culturas, encuentra finalmente los ojos abiertos del Hijo de Dios crucificado y resucitado; su corazón abierto es la plenitud del amor. Los ojos de Cristo son la mirada del Dios que ama. La imagen del Crucificado sobre el altar, cuyo original romano se encuentra en la catedral de Sarzana, muestra que esta mirada se dirige a todo hombre. En efecto, el Señor mira el corazón de cada uno de nosotros.

El alma del monaquismo es la adoración, vivir al estilo de los ángeles. Sin embargo, al ser los monjes hombres de carne y sangre en esta tierra, al imperativo central «ora», san Benito añadió un segundo: «labora». Según el concepto de san Benito, así como de san Bernardo, no sólo la oración forma parte de la vida monásti , también el trabajo, el cultivo de la tierra de acuerdo con la voluntad del Creador. Así, a lo largo de los siglos, los monjes, partiendo de su mirada dirigida a Dios, han hecho que la tierra fuera acogedora y hermosa. Su labor de salvaguardia y desarrollo de la creación provenía precisamente de su mirada puesta en Dios. En el ritmo del ora et labora la comunidad de los consagrados da testimonio del Dios que en Jesucristo nos mira; y el hombre y el mundo, mirados por él, se convierten en buenos.

No sólo los monjes rezan el officium; siguiendo la tradición monástica, la Iglesia ha establecido para todos los religiosos, y también para los sacerdotes y los diáconos, el rezo del Breviario. Es importante que también las religiosas y los religiosos, los sacerdotes y los diáconos —y, naturalmente, los obispos— en la oración diaria «oficial» se presenten ante Dios con himnos y salmos, con acción de gracias y plegarias sin finalidades específicas.

Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal y diaconal; queridos hermanos y hermanas en la vida consagrada, sé que se requiere disciplina; más aún, a veces también es preciso superarse a sí mismo para rezar fielmente el Breviario; pero mediante este officium recibimos al mismo tiempo muchas riquezas: ¡cuántas veces, al rezarlo, el cansancio y el abatimiento desaparecen! Y donde se alaba y se adora con fidelidad a Dios, no falta su bendición. Con razón se dice en Austria: «Todo depende de la bendición de Dios».

Por consiguiente, vuestro servicio principal a este mundo debe ser vuestra oración y la celebración del Oficio divino. Todo sacerdote, toda persona consagrada, debe tener como disposición interior «no anteponer nada al Oficio divino». La belleza de esta disposición interior se manifestará en la belleza de la liturgia, hasta tal punto que donde cantamos, alabamos, exaltamos y adoramos juntos a Dios, se hace presente en la tierra un trocito de cielo. No es temerario afirmar que en una liturgia totalmente centrada en Dios, en los ritos y en los cantos, se ve una imagen de la eternidad. De lo contrario, ¿cómo habrían podido nuestros antepasados construir, hace cientos de años, un edificio sagrado tan solemne como este? Aquí ya la sola arquitectura eleva nuestros sentidos hacia «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2, 9).

En toda forma de esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios. Estamos en presencia de Dios; él nos habla y nosotros le hablamos a él. Cuando, en las reflexiones sobre la liturgia, nos preguntamos cómo hacerla atrayente, interesante y hermosa, ya vamos por mal camino. O la liturgia es opus Dei, con Dios como sujeto específico, o no lo es. En este contexto os pido: celebrad la sagrada liturgia dirigiendo la mirada a Dios en la comunión de los santos, de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de la belleza y de la sublimidad del Dios amigo de los hombres.

Por último, el alma de la oración es el Espíritu Santo. En verdad, cuando oramos, siempre es él quien «viene en ayuda de nuestra flaqueza, intercediendo por nosotros con gemidos inefables» (cf. Rm 8, 26). Confiando en estas palabras del apóstol san Pablo os aseguro, queridos hermanos y hermanas, que la oración surtirá en vosotros el efecto que una vez se expresaba llamando a los sacerdotes y a las personas consagradas simplemente Geistliche (personas espirituales).

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