Ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir.


DE LA ENCICLICA EVANGELIUM VITAE DE SAN JUAN PABLO II

« ¡Tengo fe, aún cuando digo: «Muy desdichado soy»! » (Sal 116 115, 10): la vida en la vejez y en el sufrimiento
El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su designio de amor.
Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las enfermedades » (cf. Sal 103 102, 3).

También en lo relativo a los últimos momentos de la existencia, sería anacrónico esperar de la revelación bíblica una referencia expresa a la problemática actual del respeto de las personas ancianas y enfermas, y una condena explícita de los intentos de anticipar violentamente su fin. En efecto, estamos en un contexto cultural y religioso que no está afectado por estas tentaciones, sino que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para la familia y la sociedad.

La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6, 23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud… Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras » (Sal 71 70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que « no habrá jamás… viejo que no llene sus días » (Is 65, 20).

Sin embargo, ¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? El creyente sabe que su vida está en las manos de Dios: « Señor, en tus manos está mi vida » (cf. Sal 16 15, 5), y que de El acepta también el morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su designio de amor.

Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las enfermedades » (cf. Sal 103 102, 3). Cuando parece que toda expectativa de curación se cierra ante el hombre —hasta moverlo a gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno » (Sal 102 101, 12)—, también entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe, aún cuando digo: «Muy desdichado soy»! » (Sal 116 115, 10); « Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa » (Sal 30 29, 3-4).

La misión de Jesús, con las numerosas curaciones realizadas, manifiesta cómo Dios se preocupa también de la vida corporal del hombre. « Médico de la carne y del espíritu »,37 Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). Al enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: « Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt 10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).

Ciertamente, la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, « quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la existencia terrena no es un bien absoluto; es más importante la fidelidad a la palabra del Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60), abriendo el camino a innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su comienzo.

Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos, nos movemos y existimos » (Hch 17, 28).

« Todos los que la guardan alcanzarán la vida » (Ba 4, 1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu

48. La vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble su verdad. El hombre, acogiendo el don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en esta verdad, que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a la falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de poder ser también una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas las barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada situación.

La verdad de la vida es revelada por el mandamiento de Dios. La palabra del Señor indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para poder respetar su propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el específico mandamiento « no matarás » (Ex 20, 13; Dt 5, 17) asegura la protección de la vida, sino que toda la Ley del Señor está al servicio de esta protección, porque revela aquella verdad en la que la vida encuentra su pleno significado.

Por tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El mandamiento se presenta en ella como camino de vida: « Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión » (Dt 30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia del pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como la existencia de toda la humanidad. En efecto, es absolutamente imposible que la vida se conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su vez, el bien está esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor, es decir, a la « ley de vida » (Si 17, 9). El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.

El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre.

Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al « no matarás » cuando no se observan las otras « palabras de vida » (Hch 7, 38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra « no matarás » volverá a brillar como un bien para el hombre en todas sus dimensiones y relaciones. En este sentido podemos comprender la plenitud de la verdad contenida en el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a la primera tentación: « No sólo de pan vive el hombre, sino… de todo lo que sale de la boca del Señor » (8, 3; cf. Mt 4, 4).

Sólo escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia; observando la Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: « todos los que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán » (Ba 4, 1).