Entre los miembros del clero diocesano o de la familia religiosa donde se dan estos errores y graves abusos en diaria abundancia, hay necesariamente terribles divisiones.

 

 

No pocas Iglesias pasan por «un confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica». Esta afirmación del Cardenal Ratzinger, que citaba más arriba, no se limita a ciertos Centros teológicos, profesores o publicaciones especializadas. Vale también, en no pocas Iglesias, para las parroquias y catequesis, reuniones y revistas más populares. Para mostrarlo, y teniendo sólo en cuenta el campo de los sacerdotes con ministerio pastoral, podría fácilmente coleccionarse un anecdotario siniestro…
-«Hoy, en la homilía, ha dicho el cura que a la muerte de Cristo no hay que echarle tanta mística -un «sacrificio», ofrecido para «redención de los pecadores», etc.-; y que fue, simplemente, como sigue ocurriendo hoy, la muerte de un defensor de pobres y marginados, ordenada por ricos instalados en el poder». -«Vengo de una celebración penitencial. Al acabar las lecturas y la predicación, nos ha explicado el sacerdote que por el hecho de reunirnos en una liturgia penitencial, ya quedaban perdonados nuestros pecados; pero que si alguno quería pasar a confesarlos individualmente, podía…» etc. -«¿Recuerdas a aquel joven que hace unos años le abandonó su esposa? El otro día un religioso le ha dicho que así no puede seguir, que vaya pensando en rehacer su vida con alguna buena mujer, que no es posible que, a su edad, Dios le pida…» etc.
En una Iglesia local, maleada en doctrina y disciplina, estas anécdotas se multiplican indefinidamente, hasta el punto que ya ni siquiera se almacenan en la memoria. Llegan un día tras otro, y a veces varias en un solo día. No afectan, a veces, es cierto, a la mayoría del clero y del laicado; pero crean efectivamente en muchos, a veces en la mayoría, una oscura y difusa confusión, en la que casi todo resulta más o menos opinable, y en la que el Magisterio apostólico viene a ser «una línea» más de pensamiento y acción, respetable, sin duda, pero que, por supuesto, no obliga estrictamente en conciencia. Ésta, sin duda alguna, ha de ser puesta siempre por delante.
Ese continuo anecdotario, herético y sacrílego, forma en esas Iglesias un tal ambiente morboso, que podría recordarnos al de una región altamente insalubre, en la que nubes de mosquitos inoculasen en la población unas fiebres malignas, de las que no pocos murieran. Esa zona sólo podría sanearse fumigándola desde arriba, y acometiendo obras importantes de infraestructura para sanear las ciénagas nocivas. Otro remedio no hay.

 

Podrá discutirse el aspecto cuantitativo del maleamiento doctrinal y práctico en esas Iglesias: si esos errores y abusos se dan con mucha o no tanta frecuencia. Y no será fácil dar con un criterio objetivo de medida. Pero hay, sin embargo, en esta cuestión un aspecto cualitativo, difícilmente discutible, y que es claramente significativo: en esas Iglesias ya apenas se denuncian al Obispo o a otras autoridades pastorales tan frecuentes «desviaciones heréticas» o tan numerosos «sacrilegios» (sacrilegio es «tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas», según el Catecismo de la Iglesia Católica, n.2120). Y es que los cristianos fieles se han resignado ya a ese mal, abrumados por su frecuencia: «¿Qué adelantaríamos con denunciarlos?, dicen. Todo esto sucede públicamente en bastantes lugares hace muchos años, y el Obispo tiene que saberlo de sobra. Será que no se puede hacer nada»… Este aspecto cualitativo, fácilmente verificable, certifica, pues, la realidad del aspecto cuantitativo, que algunos pudieran poner en duda.

Pues bien, cuando la confusión en algunos graves temas de la fe se generaliza en una Iglesia local, cuando ciertos errores importantes pueden allí afirmarse en formas estables sin que ocurra nada especial, es muy improbable que se den vocaciones sacerdotales y religiosas. Por muchas razones, de las que sólo señalaré dos:

 

 

1ª. Comprendamos que estas vocaciones apostólicas implican una opción personal muy audaz y arriesgada, que sólamente puede fundamentarse en la Roca firme de una fe verdaderamente católica. Un cristiano va sin miedos al matrimonio y al trabajo, aunque su fe esté vacilante: en todo caso, aunque fallara la fe, el matrimonio y el trabajo siguen teniendo un sentido natural pleno, y no tienen por qué derrumbarse. Pero un cristiano no puede ir a la vida sacerdotal o religiosa sino partiendo de una fe absolutamente firme: éstas son formas de vida que, si vacila la fe, se vienen abajo por su propio peso. No se sostienen en motivaciones naturales, o si en ellas se apoya sólamente, habrá de ser con enormes amarguras y contradicciones, hipocresías y sacrilegios.

 

 

2ª. Entre los miembros del clero diocesano o de la familia religiosa donde se dan estos errores y graves abusos en diaria abundancia, hay necesariamente terribles divisiones. Sólamente puede haber unidad -no sólo de disciplina, sino también de caridad fraterna- donde la obediencia a la doctrina y disciplina de la Iglesia tiene un nivel suficiente. Pues bien, un cuerpo social muy dividido en forma alguna atrae a ingresar en él.

 

Por eso, en una Iglesia local, gravemente maleada en doctrina y disciplina, un Consejo para la Doctrina de la Fe que funcione, tiene mucha más fuerza para suscitar vocaciones que un Consejo para la Pastoral Vocacional, por bien que éste trabaje. Aunque, volviendo a lo mismo: el Consejo Doctrinal será también inoperante allí donde la libertad de expresión y de acción, entendida al modo liberal de la sociedad civil, sea más apreciada que la ortodoxia doctrinal y disciplinar de la Iglesia Católica.

JOSE MARIA IRABURU     Causas de la escasez de vocaciones

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