«Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los  siglos» (Antífona de entrada; cf. Sedulio)

La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades  mesiánicas, pero la atención se concentra  de  modo especial en María, Madre de  Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre,   la Theotókos, la «Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los  siglos» (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo  hecho hombre y repite que nació de la Virgen.

Reflexiona sobre la circuncisión de  Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su  Hijo unigénito como cabeza del «pueblo nuevo» por medio de María. Recuerda el  nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su  Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María,  mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).  Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo que nos  ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación inaugurada por Cristo.  Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo precisamente por medio de María? Lo  recuerda en la segunda lectura, que acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo,  afirmando que Jesús nació «de una mujer» (cf. Ga 4, 4).

En la liturgia de  hoy destaca la figura de María, verdadera Madre de Jesús, hombre-Dios. Por  tanto, en esta solemnidad no se celebra una idea abstracta, sino un misterio y un  acontecimiento histórico:  Jesucristo, persona divina, nació de María Virgen, la  cual es, en el sentido más pleno, su madre.  Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María.  Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera  inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero  madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro  aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo  presentan los Evangelios. María, Madre de Cristo, es también Madre de la Iglesia,  como mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI proclamó el 21 de  noviembre de 1964, durante el concilio Vaticano II.

María es, por último, Madre  espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz Jesús dio su sangre por todos,  y desde la cruz a todos  encomendó  a  sus  cuidados  maternos.  Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que recibimos de  las manos de Dios como un «talento» precioso que hemos de hacer fructificar,  como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios. En este  clima de oración y de gratitud al Señor por el don de un nuevo año, me alegra dirigir mi cordial saludo a los ilustres señores embajadores del Cuerpo  diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han querido participar en esta  solemne celebración.

La Iglesia Católica quiere comenzar el año pidiendo la protección de la Santísima Virgen María. La fiesta mariana más antigua que se conoce en Occidente es la de «María Madre de Dios». Ya en las Catacumbas o antiquísimos subterráneos que están cavados debajo de la ciudad de Roma y donde se reunían los primeros cristianos para celebrar la Misa, en tiempos de las persecuciones, hay pinturas con este nombre: «María, Madre de Dios».

Si nosotros hubiéramos podido formar a nuestra madre, ¿qué cualidades no le habríamos dado? Pues Cristo, que es Dios, sí formó a su propia madre. Y ya podemos imaginar que la dotó de las mejores cualidades que una criatura humana puede tener.

Pero, ¿es que Dios ha tenido principio? No. Dios nunca tuvo principio, y la Virgen no formó a Dios. Pero Ella es Madre de uno que es Dios, y por eso es Madre de Dios.

Y qué hermoso repetir lo que decía San Estanislao: «La Madre de Dios es también madre mía». Quien nos dio a su Madre santísima como madre nuestra, en la cruz al decir al discípulo que nos representaba a nosotros: «He ahí a tu madre», ¿será capaz de negarnos algún favor si se lo pedimos en nombre de la Madre Santísima?

Al saber que nuestra Madre Celestial es también Madre de Dios, sentimos brotar en nuestro corazón una gran confianza hacia Ella.

Cuando en el año 431 el hereje Nestorio se atrevió a decir que María no era Madre de Dios, se reunieron los 200 obispos del mundo en Éfeso (la ciudad donde la Santísima Virgen pasó sus últimos años) e iluminados por el Espíritu Santo declararon: «La Virgen María sí es Madre de Dios porque su Hijo, Cristo, es Dios». Y acompañados por todo el gentío de la ciudad que los rodeaba portando antorchas encendidas, hicieron una gran procesión cantando: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

El título «Madre de Dios» es el principal y el más importante de la Virgen María, y de él dependen todos los demás títulos y cualidades y privilegios que Ella tiene.

Los santos muy antiguos dicen que en Oriente y Occidente, el nombre más generalizado con el que los cristianos llamaban a la Virgen era el de «María, Madre de Dios».

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