«Mi corazón se contrae del dolor…»,  dijo la Virgen en Medjugorje

 

Carta a mis amigos:

Himno Stabat Mater (traducido del latín es «Estaba la madre») es un himno católico del siglo XIII atribuído al fraile franciscano Jacopone da Todi. Esta plegaria que comienza con las palabras Stabat Mater dolorosa (estaba la Madre sufriendo) medita sobre el sufrimiento de María la Madre de Jesús durante la crucifixión de éste.

 

 

Stabat Mater 

Estaba la Madre dolorosa
llorando junto a la cruz
de la que pendía su hijo.

Su alma quejumbrosa,
apesadumbrada y gimiente,
atravesada por una espada.

¡Qué triste y afligida
estaba la bendita Madre
del hijo unigénito!

Se lamentaba y afligía
y temblaba viendo sufrir
a su divino hijo.

¿Qué hombre no lloraría
viendo a la Madre de Cristo
en tan gran suplicio?

¿Quién no se entristecería
al contemplar a la querida Madre
sufriendo con su hijo?

Por los pecados de su pueblo
vio a Jesús en el tormento
y sometido a azotes.

Ella vio a su dulce hijo
entregar el espirítu
y morir desamparado.

¡Madre, fuente de amor,
hazme sentir todo tu dolor
para que llore contigo!

Haz que arda mi corazón
en el amor a Cristo Señor,
para que así le complazca.

¡Santa María, hazlo así!
Graba las heridas del Crucificado
profundamente en mi corazón.

Comparte conmigo las penas
de tu hijo herido, que se ha dignado
a sufrir la pasión por mi.

Haz que llore contigo,
que sufra con el Crucificado
mientras viva.

Deseo permanecer contigo,
cerca de la cruz,
y compartir tu dolor.

Virgen excelsa entre las virgenes,
no seas amarga conmigo,
haz que contigo me lamente.

Haz que soporte la muerte de Cristo,
haz que comparta su pasión
y contemple sus heridas.

Haz que sus heridas me hieran,
embriagado por esta cruz
y por el amor de tu hijo.

Inflamado y ardiendo,
que sea por ti defendido, oh Virgen,
el día del Juicio.

Haz que sea protegido por la cruz,
fortificado por la muerte de Cristo,
fortalecido por la gracia.

Cuando muera mi cuerpo
haz que se conceda a mi alma
la gloria del paraíso.

Amén.

 

 

“¿Qué hombre no lloraría viendo a la Madre de Cristo en tan gran suplicio?,  ¿Quién no se entristecería al contemplar a la querida Madre  sufriendo con su hijo? “

Los versos del Himno Gregoriano Stabat Mater, nos obligan ha detener la mirada en el momento doloroso de la Pasión de Cristo, pero al que está, de un modo sin igual, entre los seres humanos, íntimamente  unida, su Madre, la Virgen Santísima.

Ella, como dice el Concilio Vaticano II, «mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de Madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima, que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo (cf. Jn 10,26-27)».

El lugar del sufrimiento de María, en el plan de salvación, es más que una realidad meramente humana. Ella, “…padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente única, sin comparación, a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia…”, como afirma el Concilio ecuménico.

El valor Redentor que le otorgó Cristo al sufrimiento humano, debo llevarnos a comprender con mayor profundidad, la importancia de la Maternidad de María, que nuestro Salvador nos quiso regalar. Tanto como auxilio para nosotros pecadores, como modelo de verdadera adhesión al sacrificio del Redentor., sino que también para comprender, en el Corazón de la Madre, los horizontes compasivos y misericordiosos, de la inmolación del Hijo de Dios hecho hombre en la Cruz.

En María re-descubrimos el valor del sacrificio, como instrumento de penitencia, de purificación, de configuración con el Señor y de reparación. Pero también de verdadera adhesión en la caridad y en el amor, a la voluntad del Señor. De solidaridad en el sufrimiento, de compasión de Cristo por nosotros, ya que quiso llevar sobre sus espaldas nuestras vergüenzas e iniquidades; así como de su anhelo de padecer con nosotros, socorriendo nuestra soledad y precariedad en el dolor. María se compadece de nosotros, y por eso no nos condena cuando asesinamos a su Hijo con nuestro pecado, sino que padece con Él…, sufre y llora con Él. Se une al dolor de la Madre que ve a su Hijo torturado, humillado, traicionado y asesinado, el dolor de una Madre que esta conmovida por las heridas de nuestros pecados, y decide sufrir el sacrificio de su Hijo, para la redención de otros hijos, que serán recatados por la pasión de su Primogénito.

Es el  dolor de una Madre que abraza como «hijos», con verdadera ternura y amor, a los verdugos de su Hijo. El amor de María por nosotros es el mismo amor de Cristo, expresado en la Cruz: “Perdónalos, por que no saben lo que hacen…”. Es un mismo impulso de misericordia, por que es el mismo Espíritu que habita en Ella, el que Cristo pide al Padre que derrame en sus discípulos, para que seamos uno con El.

Nos conmueve por eso el dolor de una Madre, que nos expresa su amor de un modo sin comparación. Ofrece en Sacrificio, por nosotros, a su propio Hijo. Y lo hace para que tengamos vida en abundancia. Esa es la Voluntad y la palabra de Dios al que María dice FIAT. Ese es el Cáliz del Señor que  da para beber a quienes quieren ser parte de su familia.

En los Dolores de María, se nos revela el valor del sacrificio de cada uno. De la penitencia, del ayuno, de la disciplina en la oración, de la constancia en la caridad, de la enfermedad, de las dificultades laborales, etc., pero también del sacrificio personal en el ejercicio de la maternidad, en el deber laboral, en el ejercicio de las virtudes, en el desprendimiento del tiempo, de los esfuerzos por el bien común, de la generosidad en el ocuparnos de las necesidades de los demás.

“Los testigos de la cruz y de la resurrección estaban convencidos de que « por muchas tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios ».(65) Y Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, dice: « Nos gloriamos nosotros mismos de vosotros… por vuestra paciencia y vuestra fe en todas vuestras persecuciones y en las tribulaciones que soportáis. Todo esto es prueba del justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual padecéis ».(66) Así pues, la participación en los sufrimientos de Cristo es, al mismo tiempo, sufrimiento por el reino de Dios. A los ojos del Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los sufrimientos de Cristo se hacen dignos de este reino. Mediante sus sufrimientos, éstos devuelven en un cierto sentido el infinito precio de la pasión y de la muerte de Cristo, que fue el precio de nuestra redención: con este precio el reino de Dios ha sido nuevamente consolidado en la historia del hombre, llegando a ser la perspectiva definitiva de su existencia terrena. Cristo nos ha introducido en este reino mediante su sufrimiento. Y también mediante el sufrimiento maduran para el mismo reino los hombres, envueltos en el misterio de la redención de Cristo.” (SALVIFICI DOLORIS, San Juan Pablo II).

 

 

“Queridos hijos, mientras los miro mi corazón se contrae del dolor. ¿Dónde están yendo, hijos míos? ¿Están tan inmersos en el pecado que no saben detenerse? Se justifican con el pecado viviendo en él. Arrodíllense ante la cruz y miren a mi Hijo. Él ha derrotado al pecado y murió, para que ustedes, hijos míos, puedan vivir. Permítanme ayudarlos, para que no mueran, sino que vivan con mi Hijo para siempre. Gracias. ”

           (Medjugorje, 2 de Octubre del 2009)

 

 

Entonces los Dolores de María, no solo se unen a los de Cristo Crucificado, sino que inspiran, conducen y elevan el valor del sacrificio de cada uno de sus hijos: las madrugadas en la siembra, el frió amasando el pan de los hijos, el caminar para la jornada laboral, el cansancio de mediodía por el peso de la carga, las heridas en las manos por las cosechas, el agotamiento por una jornada de estudios. En fin, la fracción del pan Eucarístico se transforma en fuente de la fracción de la vida y del esfuerzo de cada uno, por esta comunión en el dolor, que se hace redentor por los méritos de Cristo, como lo hace ejemplarmente María.

 

El darse por el otro, el ser capaces de inmolarse, sufrir por amor, dar la vida por los amigos, único camino seguro para el gozo y la paz.

En una sociedad donde se busca eliminar la vida de ancianos, enfermos, pobres y niños en el vientre materno, con leyes y acuerdos gubernamentales, podemos reconocer en Nuestra Madre Dolorosa, la senda correcta, para liberarnos de la cultura de la indiferencia y de la muerte, con la que quizás hemos colaborado con nuestros egoísmos y afán de comodidades y complacencias.

Que no solo busquemos conmovernos con sus dolores, sino que también pidamos la gracia de imitarla, no resistiendo las oportunidades de ofrecer nuestros sufrimientos y de sacrificarnos por los demás, ya que esa Cruz que llevamos, la llevó ya antes Cristo y la lloró su Madre por amor y misericordia para con nosotros.

 

 

“¿Qué hombre no lloraría viendo a la Madre de Cristo en tan gran suplicio?,  ¿Quién no se entristecería al contemplar a la querida Madre  sufriendo con su hijo?»

 

 

“Queridos hijos, grandes obras ha hecho en mí el Padre Celestial, como las hace en todos aquellos que tiernamente lo aman y le sirven con fe. Hijos míos, el Padre Celestial os ama y por su amor yo estoy aquí con vosotros. Él os habla, ¿por qué no queréis ver los signos? Con Él todo es más fácil: el dolor vivido con Él se vuelve más tenue porque existe la fe. La fe ayuda en el dolor y sin la fe el dolor lleva a la desesperación. El dolor vivido y ofrecido a Dios enaltece. ¿Acaso no ha sido mi Hijo quien por su doloroso sacrificio ha salvado el mundo? Como Madre suya estaba con Él en el dolor y en el sufrimiento, como estoy con todos vosotros. Hijos míos, estoy con vosotros en la vida, en el dolor, en el sufrimiento, en la alegría y en el amor. Por eso tened esperanza. La esperanza hace comprender que la vida está ahí. Hijos míos yo os hablo, mi voz habla a vuestra alma, mi Corazón habla a vuestro corazón. ¡Oh apóstoles de mi amor!, cuánto os ama mi Corazón materno, cuántas cosas deseo enseñaros. Cuánto desea mi Corazón materno que estéis completos, y podéis estarlo solamente cuando en vosotros el alma, el cuerpo y el amor estén unidos. Os ruego, como hijos míos: orad por la Iglesia y sus servidores —vuestros pastores; que la Iglesia sea como mi Hijo la desea: pura como agua de manantial y llena de amor. ¡Os doy las gracias! ”

                (Medjugorje, 2 de marzo de 2018) 

 

 

 

 

 

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