Vestido como convicto, sin ornamentos, sin manteles ni luces, de pie o sentado…


«ESA MISA TENÍA UN REFLEJO DEL CIELO» (1)

por Gaetano Pollio, arzobispo de Kaifeng


Era el año 1951. En esa cárcel anexa a la oficina de la policía, donde los cristianos rezaban, sufrían y se inmolaban día tras día para el triunfo de la fe, tuve el consuelo de revivir escenas de catacumbas.

Tuve ante todo el consuelo de poder celebrar clandestinamente la santa Misa. En la celda me dieron un taburete, y yo pensé: éste será mi altar. Yo tenía un cuenco para beber el agua en ebullición, que en la cárcel nos era dada dos veces al día, y dije: éste será mi caliz. Al estar yo en esos días bajo acusaciones y procesos de carácter político, los dirigentes comunistas, temiendo que me enfermara o muriera en la cárcel, al estar de ese modo privados de la alegría de verme fusilado, permitieron que me fuera llevado pan de trigo por un catequista de la diócesis, y yo contento: un bocado de este pan será mi hostia.

¿Qué me faltaba todavía para la celebración de la Misa? Faltaba el vino. Con una artimaña logré tener también el vino. En China no existe el vino ni el vinagre de uva, porque tanto el uno como el otro son derivados de cereales. Le pedí al jefe-carcelero una botella de vinagre de uva como medicina, porque – dije – un poco de vinagre en ayunas me daría fuerza. El jefe hizo pedir el vinagre de uva; mis misioneros entendieron y entregaron una botella de vino de misa. La botella fue examinada por jueces, quienes declararon que el contenido era vinagre .

De este modo logré cuatro veces tener el vino. Vestido como convicto, sin ornamentos, sin manteles ni luces, de pie o sentado en tierra frente a ese taburete, ofrecía sobre un pedazo de papel o en la palma de la mano un bocado de pan, ofrecía en esa taza un poco de vino y continuaba la Misa, desde el prefacio hasta la comunión. Impresos en algunos folletos llegué a tener también la Misa de la Virgen y el canon, folletos con los que los misioneros envolvían el pan, y pude celebrar muchas veces el santo sacrificio, desde el comienzo al fin. Lamentablemente, un día un centinela, al hacer pesquisas en la celda, descubrió esos folletos y los desgarró, pero ignorando el contenido.

Celebré cincuenta y nueve veces, siempre eludiendo la atención de los centinelas, quienes muchas veces ingresaron imprevistamente en la celda mientras yo celebraba, pero jamás se dieron cuenta que yo realizaba el acto más sagrado que existe; yo cumplía plenamente las disposiciones policiales. La Misa celebrada en esas condiciones, en una cárcel donde los perseguidores comunistas enfurecían en su lucha satánica para doblegar a los cristianos, esa Misa, digo, tenía un reflejo del cielo.