Así, reconciliados, regresamos a tu altar para presentarte nuestra ofrenda

 


Contricción
VERCELLI, 5 DE SEPTIEMBRE DE 1583

 

Oh, Rey poderosísimo del cielo y de la tierra,

mi Señor y mi Dios,

en cuyas manos está todo el poder del cielo y de la tierra,

ante ti me presento,

yo, criatura indigna, que tantas veces te he ofendido.

Sé, Señor,

que has perdonado todas mis faltas,

has observado mis males,

me has salvado de la perdición,

me has colmado de misericordia y de gracia,

me has protegido con tu derecha

y has colmado todos mis deseos.

Y también sé que yo, a cambio,

he transgredido tantas veces tus órdenes,

no te he honrado debidamente

y he hecho tantas cosas que no apruebas;

reconozco mi pecado

y con ánimo suplicante y humillado

confieso «haber pecado contra ti»,

contra ti, el «único Señor altísimo sobre toda la tierra»,

mientras nosotros somos tu pueblo,

corderos de tu grey.

Deseo que a partir de ahora todos mis esfuerzos

se encaminen a complacerte.

Pero, «¿qué te ofreceré por todo aquello que me has dado?»

¿Qué ofrenda podría hacerte para devolverte todos tus beneficios?

Incluso «si me entregase en cuerpo y alma en tus manos,

nunca podría recompensarte por tu ayuda».

Pero he podido oír lo que deseas de mí

por lo que te entrego mi corazón,

te lo ofrezco completo:

que sea todo tuyo

y que no haya en él ningún otro amor

que no sea el que tú me inspires.

Señor,

haz de mí lo que desees:

si me quieres sano,

que yo esté sano;

si me quieres enfermo,

acepto todos los males;

si quieres prolongar mi vida,

que yo viva;

si decides mi muerte,

ésta me será grata.

Renuncio a cualquier deseo por una suerte o por

otra:

lo pongo a tus pies.

Sólo una gracia te pido:

ya que me has nombrado guía de un pueblo tan numeroso,

otórgame «esa sabiduría que envuelve tu trono,

envíala de los cielos santos y del reino de tu gloria,

para que me guíe y me asista en mi labor

y yo pueda saber qué te complace más.

me guiará con prudencia en mis acciones,

me protegerá con su poder:

de esta forma mis obras te complacerán

y yo guiaré con justicia a tu pueblo» (cfr. Sap. 9).

Así, sin alejarme jamás de tu voluntad, caminaré el primero por la senda de tus preceptos

y por ella guiaré a los fieles,

sabiendo que no debo vivir según mi deseo,

sino reconociéndome tu súbdito

y conformando mi voluntad a tu ley.

 


Intercesión
CATEDRAL DE MILÁN, 30 DE MARZO DE 1584

 

Mira, Oh Señor, desde el cielo y contempla tu viña,

la santa Iglesia plantada, adornada y elevada

por la valiosa Sangre de tu Hijo

y mantente siempre presente,

para que formes un único ente con la Iglesia del cielo.

Y tú, Padre, por los méritos y las oraciones de tu Hijo,

mira propiciamente a tu siervo, el Papa,

pastor de tu Iglesia universal,

y benefícialo con la palabra y el ejemplo

y permítele alcanzar, junto a su grey, la vida eterna.

Vigila a todos los Obispos y Sacerdotes y al Clero

para que amen a su grey como Cristo nos ama a nosotros,

para que estén preparados a ofrecer la vida y a dar su sangre

por las almas que les han sido encomendadas,

y se consideren ministros y dispensadores de tus misterios.

Vigila finalmente, a través del rostro, el cuerpo, las llagas, la sangre

y la muerte de Cristo, tu Hijo Unigénito,

a todos los hombres de cualquier raza, grado y condición,

puesto que para todos y cada uno esa sangre fue vertida,

para que no dejen de santificar tu nombre,

de divulgar tu Reino y tu gloria,

y se haga en fin tu voluntad así en el cielo como en la tierra.

 


Contemplación 
VERCELLI, 3 DE SEPTIEMBRE DE 1583

 

Oh, dulce Jesús,

amigo afectuoso, hermano, esposo,

¿es posible que haya quien no

se conmueva con tus palabras

y no se enternezca

viendo tus heridas y tu sangre?

¿Cómo puedo permitir que tú sigas llamando sin descanso?

Entra, entra en tu casa, en tu estancia:

aspérjame, lávame,

embriágame con tu sangre,

para que pueda estar siempre contigo

y jamás vuelva a alejarme.

Abre, oh Señor,

el oído y el corazón de tus fieles,

para que escuchen tus llamadas,

te busquen con urgencia durante toda su vida,

te hallen,

te lleven con ellos

y jamás dejen que te alejes:

te custodien en su interior como algo propio,

hasta el momento en que tú los conduzcas a tu reino,

donde gozarán eternamente.

 


Adoración
MILÁN, 30 DE MAYO DE 1584

 

Te lo repito: ¿cuándo sabrás comprender, al menos en parte, este inmenso bien, este exagerado amor? Tener ante los ojos este espectáculo divino, el Santísimo Sacramento […], poderlo disfrutar y aprovechar en cualquier momento; ¡recibir plenamente ayuda, consuelo, ánimo! […] un tiempo henchido de amor! Por doquier llueven las gracias: para que todo se resuelva con alegría, júbilo, regocijo y felicidad. ¡Oh amor inconmensurable del Señor! «¿Con qué me presentaré ante el Señor?» (Mic 6, 6), decía un siervo tuyo: ¿qué podré ofrecer al Señor que sea digno de Él? […] Me entregaré a mí mismo como gesto de reconocimiento de este amor tan singular. Entiendo que no puedo ofrecerle nada más apropiado que mi persona y por ello me entregaré, pagando vida con vida. Aunque este precio sea muy inferior al coste y al valor de su vida, el Señor está igualmente contento. No quiere que busquemos fuera de nosotros aquello que pueda demostrarle nuestro reconocimiento: está satisfecho con aquello que está en nuestro interior, más aún, se regocija con ello, se alegra, se complace. […] Ahora debéis reavivar de nuevo el deseo de la vida consagrada, bendecir ese propósito de abrazarla que, un día, manifestasteis, abrazarla con alegría y amor renovado. […] Debéis despertar, dilatar e inflamar el corazón, alzar el alma a las cosas del cielo, debéis entregaos realmente a la majestad divida; no debéis preocuparos ni pensar en otra cosa, ni sentiros en sintonía con otros que no sea vuestro Esposo, único Señor y Dios. Si le tenéis a Él, ¿qué os puede faltar? ¿Qué otra cosa podéis desear? […] Dios quiere un amor sincero, limpio, libre, que con pureza y sinceridad tienda sólo a Él. Si el corazón está realmente con él y es sólo para él, estará alegre, feliz, calmado, tranquilo, henchido de paz infinita. No podría ser de otra forma al haber respondido y colocado en Dios todas sus esperanzas, sus deseos y todo él: «Mi corazón y mi carne exultan en el Dios viviente» (Salmo 84, 3). Mi corazón, mi carne, mis sentidos, mis fuerzas han exultado solamente en mi verdadero y único Dios: él es todo mi amor; no cuido nada más, no pienso en nada más, no deseo otra cosa más que a Él: «¿A quién más tendré para mí en el cielo? Aparte de ti, nada anhelo sobre la tierra».

Cuán a menudo, hijas queridísimas, deberéis rendir testimonio a Dios: Señor, éste, mi corazón, es todo tuyo, sólo te ama a ti, sólo a ti te desea, no quiere nada más que a ti; atráelo hacia ti, Señor, y logra que de ti se enamore perdidamente.

Éste es vuestro deber, queridísimas hermanas, al cumplirlo deberéis sentir el mayor gozo, la mayor satisfacción. […] ¡Qué la divina majestad os lo conceda!

 


Reparación
NERVIANO, 21 DE AGOSTO DE 1583

 

Oh, Señor,

he aquí ante ti mis hijos,

y, junto a ellos, mi persona.

Todos, infinidad de veces, hemos ofendido a nuestros hermanos

y, lo que aún es peor,

te hemos ofendido a ti.

Nos arrepentimos, Señor,

de nuestra conducta

y deseamos repararla.

Pedimos perdón

a todos aquellos a quienes hemos ofendido

y nos postramos a sus pies para obtenerlo.

Y si alguien injustamente se ha encolerizado con nosotros,

provocando nuestra indignación con palabras y con acciones

nosotros, por tu amor, Señor,

ahora le perdonamos sinceramente.

Así, reconciliados, regresamos a tu altar

para presentarte nuestra ofrenda,

para inmolar ante ti nuestra voluntad,

aquello que más preciamos;

para sacrificarte nuestro corazón,

aquello que más precias.

Desde tu santo trono, Señor,

dígnate a aceptar nuestro sacrificio

y a mirar con ojos benévolos y misericordiosos

nuestros dones,

que, tal como son en verdad,

deben ser siempre tuyos.

Deseamos ofrecernos de nuevo a ti,

nosotros que somos obra de tus manos,

y que, en ningún lugar,

si no en tus manos,

podemos encontrar la completa seguridad.

Oh, Señor,

en tu majestad,

no desprecies nuestra humilde ofrenda,

porque, aunque sea poca cosa,

nosotros, en nuestra pobreza,

la ofrecemos con todo el impulso de nuestro corazón.

Si tú la aceptas,

nosotros seremos felices,

porque, tras habernos enriquecido

aquí en la tierra con tu gracia,

tú nos permitirás acceder a la morada celeste,

donde vives y reinas,

bendito, por los siglos de los siglos.