«Tus pecados son perdonados, vete y no peques más» (Jn 8,11)


El propósito de la enmienda es el compromiso de no querer ofender más a Dios apartándome también de las ocasiones del pecado…

Señalaba san Juan Bosco que una de las dificultades para que el Sacramento produjera los frutos deseados era que este acto del penitente suele fallar. Este acto está estrechamente ligado con el dolor de los pecados. Si hemos experimentado sin medida el amor misericordioso de Dios, cómo no hacer un propósito firme de no ofenderle en lo sucesivo. El propósito de la enmienda es el compromiso de no querer ofender más a Dios apartándome también de las ocasiones del pecado.

En no pocas ocasiones nos mostramos ingenuos, porque una vez recibido el perdón de Dios volvemos a frecuentar lugares o compañías, que siendo dañinas en sí mismas o incluso siendo buenas, a nosotros no nos ayudan para mantenernos fieles en el seguimiento del Señor. Hemos de ver a la luz de Dios y pidiendo su fuerza qué hemos de dejar, qué herramientas hemos de utilizar para ser fieles. Tus pecados son perdonados, vete y no peques más (Jn 8,11)

Es necesario ayudar a quienes se confiesan a experimentar la ternura divina para con los pecadores arrepentidos que tantos episodios evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción, -para desde el amor moverles al propósito firme de no pecar-. Tomemos, por ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la pecadora perdonada (Lc 7, 36-50). Simón, fariseo y rico «notable» de la ciudad, ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente, desde el fondo de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una conocida pecadora pública. Es comprensible el malestar de los presentes, que a la mujer no parece preocuparle. Ella avanza y, de modo más bien furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado sus palabras de perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas, y está allí conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al actuar así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga hacia el Señor con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los censure.

Frente al desconcierto general, es precisamente Jesús quien afronta la situación: «Simón, tengo algo que decirte». El fariseo le responde: «Di, maestro». Todos conocemos la respuesta de Jesús con una parábola que podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige fundamentalmente a Simón: «¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e, impulsada por el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio, presumes de ser justo y tal vez estás convencido de que no tienes nada grave de lo cual pedir perdón».

Es elocuente el mensaje que transmite este pasaje evangélico: a quien ama mucho Dios le perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de Dios (Benedicto XVI, 7 marzo 2008). Y ese abrazo de misericordia nos llevará a amar a Dios en nuestra vida concreta, desechando todo pecado y abrazándonos a Cristo, el Cordero de Dios, y a su santa voluntad.

Cristo es ¡el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Jesús se convirtió en el Cordero inmaculado (San Juan Pablo II), ofrecido con docilidad y mansedumbre absolutas para reparar las faltas de los hombres, sus crímenes, sus traiciones; de ahí que resulte tan expresivo el título con que se le nombra, «porque -comenta Fray Luis de León- Cordero, refiriéndolo a Cristo, dice tres cosas: mansedumbre de condición, pureza e inocencia de vida, y satisfacción de sacrificio y ofrenda».

Resulta muy notable la insistencia de Cristo en su constante llamada a los pecadores: Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido (San Mateo 18, 11). Él lavó nuestros pecados en su sangre (Apoc 1, 5). La mayor parte de sus contemporáneos le conocen precisamente por esa actitud misericordiosa: los escribas y los fariseos murmuraban y decían: Éste recibe a los pecadores y come con ellos. Y se sorprenden porque perdona a la mujer adúltera con estas sencillas palabras: Vete y no peques más (Jn 8, 11). Y nos da la misma enseñanza en la parábola del publicano y del fariseo: Señor, ten piedad de mí que soy un pecador (Lc 18, 13), y en la parábola del hijo pródigo…

La relación de sus enseñanzas y de sus encuentros misericordiosos con los pecadores resultaría interminable, gozosamente interminable. ¿Podremos nosotros perder la esperanza de alcanzar el perdón, cuando es Cristo quien perdona? ¿Podremos perder la esperanza de recibir las gracias necesarias para ser santos, cuando es Cristo quien nos las puede dar? Esto nos llena de paz y de alegría.

En el sacramento del perdón obtenemos además las gracias necesarias para luchar y vencer en esos defectos que quizá se hallan arraigados en el carácter y que son muchas veces la causa del desánimo y del desaliento. Para descubrir hoy si alcanzamos todas las gracias que el Señor nos tiene preparadas en este sacramento, examinemos cómo son estos tres aspectos: nuestro examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito firme de la enmienda.