El juicio particular tiene, pues, lugar en el instante de la separación del alma del cuerpo… 

 

 


 GARBIGOU-LAGRANGE, O. P.  “La vida eterna y la profundidad del alma”


 

Este juicio se nos revela como análogo al de la justicia humana. Pero la analogía supone semejanzas y diferencias. El juicio de un tribunal/humano exige tres cosas: el examen de la causa, la sentencia y su ejecución.

En el juicio divino el examen de la causa tiene lugar en un instante, porque no requiere ni testimoñíe en pro ni en contra, ni la menor discusión. Dios conoce el alma por una intuición inmediata, y el alma, en el instante en que está separada del cuerpo, Se ve a sí misma inmediatamente y es iluminada de modo decisivo e inevitable en lo tocante a todos sus méritos y deméritos. Descubre, por tanto, su propio estado sin posibilidad de error; todo lo que ella ha pensado, dicho y hecho, bueno o malo, todo el bien omitido; su memoria y su conciencia le recuerdan su vida mortal y espiritual, hasta en los menores detalles.

Sólo entonces veremos claramente todo lo que nos era exigido por nuestra vocación particular o individual; de madre, de padre, de apóstol. 

También la sentencia es pronunciada instantáneamente, no por una voz sensible, sino de un modo enteramente espiritual, por medio de una iluminación intelectual que aviva las ideas adquiridas y procura las infusas necesarias para abrazar todo el pasado con una sola mirada, y sublima el juicio preservándolo de todo error. 

El alma ve entonces espiritualmente que es juzgada por Dios y, bajo la luz divina, su conciencia pronuncia el mismo juicio definitivo. Esto acontece inmediatamente, apenas el alma se separa del cuerpo, de modo que es lo mismo decir de una persona que está muerta como decir que está juzgada. 

La ejecución de la sentencia es también inmediata: nada, en efecto, puede demorarla. Por parte de Dios, la omnipotencia cumple en seguida las órdenes de la justicia divina, y por parte del alma, el mérito y el demérito son, al decir de Santo Tomás, como la ligereza y el peso de los cuerpos. Si no hay obstáculos, los cuerpos pesados caen, y los cuerpos más ligeros que el medio en que se encuentran, en seguida se elevan. Como los cuerpos tienden a su natural lugar, las almas separadas van sin demora alguna a la recompensa debida a sus méritos (a menos que no deban sufrir una pena temporal en el Purgatorio), o bien van a la pena debida a sus deméritos. En una palabra, van unas y otras hacia el fin de sus propias acciones. Los Padres de la Iglesia han comparado frecuentemente la caridad a una llama viva que sube siempre, mientras el odio siempre cae. 

El juicio particular tiene, pues, lugar en el instante de la separación del alma del cuerpo; en el primer instante en que se puede decir con verdad: el alma está separada. 

De ese modo se ha terminado el tiempo del mérito y del demérito; de otro modo un alma en el Purgatorio podría aún perderse, y un alma reprobada podría aún salvarse. 

Las almas purgantes han llegado, pues, al término del mérito, sin haber llegado aún a la bienaventuranza eterna. Estas almas, en estado de gracia, siguen siendo libres; pero eso no basta para merecer, ya que una de las condiciones del mérito, según todos los teólogos, es la de ser peregrinos, es decir, en estado de vía. 

En el juicio particular el alma no ve a Dios intuitivamente, pues en tal caso resultaría beatificada. No ve ni siquiera la humanidad de Cristo, salvo por un favor excepcional; sino que, mediante una luz infusa, conoce a Dios como juez soberano y conoce al Redentor como juez de vivos y muertos. Los predicadores, en la exposición de esta doctrina se sirven, a menudo, según el ejemplo de los Padres, de símbolos, para hacerla más asequible e impresionante, pero la doctrina, como tal, se reduce a lo que lleva, Felices las almas que hayan hecho una gran parte de su Purgatorio en esta tierra con la generosa aceptación de las contrariedades cotidianas. A través de estos múltiples sacrificios habrán llegado al amor puro y perfecto, y es sobre él sobre el que un día serán juzgadas.

Hay, ciertamente, grados de pureza en el amor. 

San Pedro, antes de la Pasión, pareció hacer un acto de puro amor cuando protestó ante Jesús de que es- taba pronto a morir por El. Pero en este acto se mezclaba presunción, y, para purificarlo, la Providencia permitió el triple perjurio, del que el Apóstol salió humilde, desconfiado de sí mismo, más con- fiado en Dios. E hizo más tarde un acto purísimo de amor cuando se dejó llevar al martirio y deseó, por humildad, ser crucificado con la cabeza hacia abajo. 

¿Cómo llegar, antes de morir, a un acto de puro amor? No es, ciertamente, con elucubraciones intelectuales o endureciendo la voluntad como se logra fortificar el propio amor, sino realizando generosa mente muchos sacrificios y aceptando con grandeza de corazón las pruebas enviadas por Dios. Entonces el Señor aumenta grandemente en nosotros la caridad infusa y nos vamos preparando así para el juicio particular, en el que Jesús nos será amigo, más bien que juez. 

De ese modo, Dios dará a cada uno según sus obras, y el juicio particular nos fijará en nuestra salvación. Pero el Juicio Universal no es por eso menos necesario, porque el hombre debe ser, además, juzgado, no solamente como persona individual, sino también como miembro de la sociedad humana, en la que él ha ejercido una influencia más o menos buena o mala, pasajera o duradera. Ahora veremos lo que a este respecto nos enseña la Revelación. 


 

Fuente:  GARBIGOU-LAGRANGE, O. P.  “La vida eterna y la profundidad del alma”