Una vez ordenado sacerdote en el año de 1906, el Padre Miguel de la Mora recibió entre sus nombramientos, el de capellán de la Catedral de Colima, en donde le tocó sufrir la rápida aplicación de la “Ley Calles”, antes que en cualquier otro Estado de la República y ser el primer sacerdote de esa diócesis que sufrió el martirio.

 

 

San Miguel de la Mora de la Mora

 

México.- Nació en el Rincón del Tigre, Jalisco, pero su hermano Regino vivía en Colima y enterado de su interés por ingresar al Seminario, lo llevó con él para inscribirlo en ese Estado, luego de haber vivido su niñez trabajando la tierra.

 

De mayo de 1918 a junio de 1926 asistió con asiduidad y puntualidad a Catedral para participar en todas las actividades, hasta que se desataron los tiempos molestos para la Iglesia. El gobernador de Colima, Francisco Solórzano Béja, precipitó la disposición de la Presidencia de la República y puso en vigor la “Ley Calles”, provocando una viva reacción en el clero diocesano, que fue desde la protesta formal hasta la suspensión de cultos.

 

El presbiterio diocesano, con su obispo a la cabeza, en solemne e histórica Hora Santa, después de la libre manifestación de la opinión de cada uno de los sacerdotes, unánimemente y por escrito, rechazaron las arbitrarias disposición gubernamentales y aclararon en el escrito: “Rechazamos con anticipación el dictado de rebeldía; no, no somos rebeldes sino simplemente sacerdotes oprimidos que no quieren ser apóstatas”.

 

El Gobernador trató de inmediato, no sólo de aplicar las disposiciones de la ley, sino también las sanciones correspondientes para quienes no las cumpliesen. Pero los sacerdotes se habían comprometido a aceptar también las consecuencias, así fuesen dolorosas y amargas. Estaban dispuestos a sufrir penurias, ataques, destierros, sobresaltos y aun la persecución misma.

 

Las autoridades civiles pretendían tener el control de los clérigos y reubicarlos según lo juzgasen conveniente.

 

Inconformes, algunos sacerdotes se ocultaron, tal como lo hizo el Padre Miguel en su propia casa, en donde celebraba la Eucaristía por lo menos algunos días; sin embargo, como enfrente de su casa habitaba el general, éste pudo verlo en un descuido del padre y fue de inmediato tomado preso. Salió de la prisión bajo fianza y con la obligación de presentarse diariamente en la jefatura de operaciones. El padre fue advertido de que terminado el tiempo  de su fianza iría a prisión definitiva, salvo que abriera el culto en la Catedral, de la que era capellán. Querían obligarlo a que abriera el culto bajo vigilancia y obediencia a la autoridad civil; esto y las continuas molestias de las autoridades civiles, le hicieron pensar que era prudente alejarse de la ciudad, aunque perdiera su fianza.

 

Preparadas las cosas y acompañado de su hermano Regino y el padre Crispiniano Sandoval, salió en la madrugada del día 7 de agosto de 1927 rumbo al rancho del Tigre, en un coche, propiedad de un amigo. El vehículo los dejó en la Estancia, en donde los esperaban unos mozos con remudas en las que continuaron su viaje hasta llegar a Cardona, en donde trataron de tomar el desayuno. En Cardona alguien lo reconoció como sacerdote y esto bastó para que un agrarista los tomara presos y los trajese a entregar a Colima, a la jefatura de operaciones militares.

 

Los agraristas no supieron que su acompañante, el padre Sandoval, era sacerdote también. Por esta razón se desentendieron de él y pudo huir al llegar a la ciudad. No perjudicaron a los mozos, a quienes dejaron libres, no así a don Regino de la Mora.

 

Dentro del cuartel, sin cuadro ni formalismo militar alguno, ordenaron al  padre que caminara hacia la caballeriza; allí, sobre el estiércol de los animales y sin miramientos fue asesinado, mientras él rezaba el Rosario, iniciado cuando le dijeron que lo fusilarían. El Capitán encargado de la escolta le dio el tiro de gracia, ante la mirada atónita de su hermano Regino.

 

Fue llevado al panteón y al parecer unos parientes pudieron obtener el cuerpo y sepultarlo cristianamente, pero de prisa. Días después, el General, creyendo que el padre llevaría en sus ropas dinero, mandó que durante la noche unos soldados exhumara el cuerpo y extrajeran el dinero imaginado.

 

Si lo obtuvieron o no, se desconoce, lo cierto es que de golpe arrojaron nuevamente el cadáver a la fosa sin ningún detenimiento y sin depositar nuevamente el cadáver en el féretro, sino que sobre el cuerpo arrojaron la caja y la tierra que sellaría la tumba hasta dos años después, cuando, formada una comisión especial, exhumaron los restos y los trasladaron a la Catedral, en la cripta que el pueblo llama “capilla de los mártires” en donde se espera la resurrección final.

 

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