Se creen libres, pero «la verdadera libertad se encuentra a menudo encerrada entre los cuatro muros de un convento»

En diciembre de 1936, en su monasterio, bordeado por una carretera muy transitada y una línea de ferrocarril que hace temblar todas las paredes, hno Rafael Arnáiz Barón redacta una meditación llena de humor que lleva por título “Libertad”. ¡Son tantos los viajeros que van y vienen a tanta velocidad! Se creen libres, pero «la verdadera libertad se encuentra a menudo encerrada entre los cuatro muros de un convento». La libertad –añade el hermano– «se halla en el corazón del hombre que sólo ama a Dios. Se halla en el hombre cuya alma no se encuentra apegada ni al espíritu ni a la materia, sino sólo a Dios». Con motivo de su canonización, el 11 de octubre de 2009, el Papa Benedicto XVI presentó a fray Rafael como a un joven que respondió «sí a la proposición de seguir a Jesús, de forma inmediata y decidida, sin límites ni condiciones». Presentado como modelo a todos los jóvenes del mundo, era uno de los patronos de las JMJ de Madrid (2011).

Rafael había nacido el 9 de abril de 1911 en Burgos (España) y era el primogénito de una familia que contará con cuatro hijos. Bautizado el 21 de abril siguiente, recibe la Confirmación antes de cumplir los tres años y toma la primera Comunión el 25 de octubre de 1919. A los nueve años, ingresa en un colegio regentado por los jesuitas. Muy pronto se revelan tanto su rica sensibilidad como sus dotes intelectuales y artísticas. En enero de 1922, la familia se traslada a Oviedo y el muchacho es admitido en el colegio de los jesuitas de esa ciudad. Su gran fervor le lleva a formar parte del consejo de dirección de la Congregación de San Estanislao. Ya entonces, según el padre prefecto de estudios, busca a Dios «como si estuviera imantado por Él».

De temperamento despierto, Rafael se impacienta si no le sirven rápida y eficazmente; también le molestan mucho los pequeños ruidos a su alrededor. No obstante, nunca emplea frases desagradables con los empleados domésticos. Se muestra muy escrupuloso en cuanto a la limpieza de su ropa y de sus pertenencias personales. Todo lo feo, sucio o grosero, así como los chistes o expresiones vulgares le repugnan. En sus viajes, lleva consigo sus cajas de lápices, regresando siempre con una gran cantidad de dibujos de paisajes, esbozos o bocetos que, una vez terminados, son amontonados en carpetas o regalados.

Una emoción que mueve a la reflexión

En 1930, emprende estudios de arquitectura en Madrid. Sueña con dibujar, pintar, expresar en el lienzo y en el papel lo que su alma artística concibe; también es músico. Aquel año, en el transcurso de sus vacaciones, que pasa con su tío Polín y su tía María, duque y duquesa de Maqueda, descubre la abadía de la Trapa de San Isidro de Dueñas. (En el siglo xvii, el abad de Rancé reformó la abadía cisterciense de la Trapa, en Normandía [Francia]. Todos los monasterios asociados a ella toman el nombre de Trapa; en ellos se observa la Regla benedictina con especial austeridad). Desde la misma tarde de su llegada al monasterio, Rafael siente una intensa emoción al asistir al oficio de Completas: «Sobre todo –escribirá a su tío– he escuchado una “Salve Regina” que… sólo Dios sabe lo que he sentido… Ha sido algo sublime». Seis años más tarde, al recapitular sobre sus primeras impresiones, Rafael dirá que el Señor se sirvió de la impresión producida por su sensibilidad para moverle a la reflexión. En 1931, se convierte en miembro de la Acción Católica, se compromete con las Conferencias de San Vicente de Paúl y practica la adoración nocturna. Su gran fervor no le impide ser un refinado gastrónomo, así como conocer numerosos restaurantes; sin embargo, durante su vida ordinaria, no es una persona difícil y come lo que le presentan. Dotado de una alegría desbordante y comunicativa, no por ello deja de ser profundamente meditativo en sus horas.

En el mes de septiembre de 1931, con motivo de un viaje a la Trapa, escribe lo siguiente: «El trapense vive en Dios y por Dios, que es la única razón de su existencia en este mundo. ¡Qué diferencia con algunas almas que se llaman cristianas para quienes Dios es un ser de segunda categoría, con quien se trata a las ocho de la mañana y al que se abandona a las nueve, hasta el día siguiente a la misma hora, para olvidarlo de nuevo!». Y más adelante añade: «El artista, que posee un alto grado de sensibilidad, queda impresionado por la Trapa y la vida de sus monjes, del mismo modo que por un cuadro o una sonata. Quien es cristiano, quien tiene fe, ve en la Trapa algo más que todo eso, ve a Dios de una manera palpable. Sale fortificado en la fe y, si el Señor le concede esa gracia, sale conociéndose un poco mejor a sí mismo, y allí, solo con Dios y su conciencia, cambia su manera de pensar, su manera de sentir las cosas y, más aún, su manera de comportarse en su acción en el mundo».

En la audiencia general del 10 de agosto de 2011, el Papa Benedicto XVI decía: «Estos lugares (donde se sigue la vida monástica) unen dos elementos muy importantes para la vida contemplativa: la belleza de la creación, que remite a la belleza del Creador, y el silencio, garantizado por la lejanía respecto a las ciudades y a las grandes vías de comunicación. El silencio es la condición ambiental que mejor favorece el recogimiento, la escucha de Dios y la meditación… Dios habla en el silencio, pero es necesario saberlo escuchar. Por eso los monasterios son oasis en los que Dios habla a la humanidad».

Todo sale mejor

Entre 1932 y 1933, Rafael cumple el servicio militar en el cuerpo de ingenieros, continuando luego sus estudios de arquitectura. Instalado en Madrid, se fija un horario preciso que comprende la Misa, por la mañana temprano, y el rezo del Rosario, por la tarde. Escribe a sus padres: «He constatado que, cuando me pongo en manos de Dios al principio de la mañana, todo me sale mucho mejor». Un documental sobre la vida cisterciense, realizado con motivo del octavo centenario de la abadía francesa de Sept-Fons, refuerza la impresión favorable que tuvo durante su visita a San Isidro y le lleva a optar por la vida monástica. Los días 24 y 25 de noviembre de 1933 los pasa en el monasterio, donde se aprueba su solicitud de admisión.

En su ardor por consagrarse al Señor, querría ingresar en el monasterio sin despedirse de nadie, ni siquiera de sus padres, pues tiene dudas acerca de la reacción de su corazón. Sin embargo, el nuncio apostólico (embajador del Papa), a quien ha confesado el caso, le responde: «Creo que debe decir adiós a sus padres y recibir su bendición». Así pues, Rafael pasa con los suyos el mes y medio que le queda antes de entrar en el monasterio. Espera, no sin profundos sufrimientos interiores, que pasen las fiestas de Navidad y, la tarde del 7 de enero de 1934, declara tranquilamente a su madre que está tocando el piano: «Deja de tocar un momento, pues tengo algo que decirte. – ¿Qué te pasa? Dímelo. – Madre –retoma con voz llorosa–, Dios me llama… quiero entrar en la Trapa». Ella inclina la cabeza y no acierta a decir más que: «¡Hijo!». Una vez puesto al corriente por su esposa, y después de un momento imperceptible de emoción, el padre de Rafael bendice a Dios y, después, pregunta al hijo: «¿Cuándo quieres irte? Yo te llevaré». La partida queda fijada para el 15 de enero.

El joven postulante se adapta bien a la nueva vida. Cree haber alcanzado el objetivo de sus aspiraciones y de su vocación: «Dios ha hecho la Trapa para mí, y yo estoy hecho para la Trapa…, ahora puedo morir feliz, pues soy trapense». Sin embargo, unos meses después, se le declara una diabetes fulminante; en el mes de mayo, pierde veinticuatro kilos en ocho días y se queda casi ciego. Obligado a regresar con la familia para curarse, abandona a su pesar el monasterio, esperando poder regresar. Después de los primeros cuidados que exige la enfermedad, Rafael recupera algo de salud. Sufre por tener que retomar una vida que tanto le había costado abandonar; él mismo se describirá, al regresar a casa, como un gruñón al que destrozan en su silencio y recogimiento: «Creía que tenía que hacer una Trapa en mi casa… Qué equivocado estaba… en el recogimiento externo, me buscaba a mí mismo». No obstante, vuelve a fumar, a tocar el violín y a pintar. El día 3 de junio, dirige una carta a su tío Polín: «Lo que ocurre es muy sencillo, y es que, finalmente, Dios me quiere mucho… En la Trapa era feliz, me consideraba como el más feliz de los mortales, había conseguido liberarme de las criaturas y solamente buscaba a Dios… Pero me faltaba una cosa: mi amor por la Trapa, y Jesús, que es muy exigente y celoso del amor de sus hijos, ha querido que me libere del monasterio bienamado, incluso temporalmente». Rafael comprende rápidamente que esa prueba le orienta hacia una mayor libertad de corazón.

El juicio de Dios está próximo

En el mes de julio, escribe a sus hermanos novicios cistercienses: «No sabéis lo que tenéis, y nunca podréis dar suficientes gracias a Dios por un beneficio tan grande. Yo mismo tampoco lo sabía, antes de que me obligaran a regresar al mundo… En medio de su orgullo suicida, los hombres gritan: “¡No necesitamos a Dios!…”. Nuestra sociedad está trastornada y se ocupa de todo excepto de lo que es realmente importante. Os lo digo francamente; al ver a los hombres tan ciegos, estamos llenos de tristeza y sentimos ganas de gritarles: “¿Dónde vais, locos e insensatos? ¡Crucificáis a Jesús, a ese nazareno que nos pidió que nos amásemos los unos a los otros! No os dais cuenta de que habéis tomado el camino equivocado, que la vida es muy corta y que hay que aprovecharla, pues el juicio de Dios está próximo?…”. Pero es inútil; en el mundo ya no se oye hablar de Dios ni de sus juicios». Rafael ha comprendido que los hombres no pueden liberarse de las tinieblas de la muerte espiritual más que abriendo sus corazones a Cristo que es la luz de las naciones.

En enero de 1935, se dirige con su hermano Leopoldo a la frontera francesa para recoger un automóvil que el padre ha comprado. Quiere ser el primero en conducirlo y, para ese viaje, no escatima ni la comodidad ni los placeres. No obstante, la atracción que la vida mundana ejerce todavía sobre él no le impide escribir, algunos meses más tarde, a su padre abad: «(Mis hermanos monjes) creen quizás que me he olvidado de ellos, pero las almas que se aman en Dios no se olvidan. Al amarlas, se ama a Dios, y amarlo a Él en sus criaturas es un gran consuelo que nada quita a su gloria».

La Virgen te curará

En mayo de 1935, Mercedes, la hermana de Rafael, sufre una peritonitis aguda de curación imposible. Rafael se ocupa mucho de ella, pero sufre intensamente de verla en ese estado. El 9 de junio, la enferma está extenuada por los sufrimientos. «No te preocupes, hermanita –le dice–, voy enseguida a la iglesia a contárselo a la Virgen para que os libre del sufrimiento, a mamá y a ti; ya verás como pasas una buena noche». Un cuarto de hora después, regresa sonriendo: «Hecho está. He hablado a la Virgen: “Madre, mira lo que puedes hacer por mamá y cura a mi hermana”. Ahora verás cómo te cura la Virgen». Después de una última inyección de morfina, la enferma se duerme durante toda la noche. Los dolores cesan por completo y, al cabo de un mes, contra todo pronóstico, recupera los veinticinco kilos que había perdido.

No obstante, el deseo de la vida trapense permanece muy vivo en el joven. Hablando de sí mismo, en diciembre de 1935, escribe lo que sigue a su tío: «Su vocación consiste en que el mundo y las criaturas se olviden de él para entregarse a Dios en el silencio y la humildad del hábito de oblato. Quiere ser una ofrenda para Dios, pero sin que el mundo se dé cuenta; quiere ser una ligera sombra que ha pasado su vida amando mucho a Dios y sin ruido; quiere ayudar a las almas del mundo entero para que amen a Dios, pero sin que lo sepan».

Gracias al restablecimiento de su salud, Rafael puede entrar de nuevo en la Trapa el 11 de enero de 1936. Puesto que su diabetes le impide seguir la Regla, es recibido en calidad de oblato, es decir, que no profesará votos públicos como los demás. Para él se trata de una situación muy humillante, ya que su alma está ávida de la vida trapense, con sus penitencias, su trabajo y la exactitud en la observancia de la Regla. Sin embargo, percibe la condición de oblato como un desapego respecto a la vocación de trapense: «No merezco ser monje… ¿Celebrar la Misa?… Señor, si debo verte muy pronto, ¿qué puede suponer eso?… ¿Los votos?… ¿Acaso no amo a Dios con todas mis fuerzas? Entonces, ¿para qué los votos? Nada me impide estar junto a Él y amarle, silenciosamente, humildemente, en la simplicidad de la condición de oblato». Asocia su estado de oblato al misterio de la Pasión de Cristo. No obstante, su desapego de todo no hace que se vuelva indiferente a los demás; de ahí que escriba a su padre: «Quiero ser un santo muy humano» y «el amor a Dios no excluye el de las criaturas». Para que pueda recibir mejores cuidados, alojan a Rafael en la enfermería. Tras el fallecimiento del anterior maestro de novicios, la relación con el nuevo no le resulta fácil. Afronta la soledad y la incomprensión de algunos religiosos que se escandalizan de sus incumplimientos de la Regla. Felizmente, puede apoyarse en el abad y en el confesor. Al principio, todo va bien con el enfermero, el joven hermano Tescelino, pero a partir del otoño de 1936, el hermano, movilizado por la guerra, dejará el monasterio, siendo su sucesor mucho menos comprensivo. El propio Rafael confesará que el enfermero no le da suficiente comida.

En julio de 1936, al inicio de la guerra civil española, Rafael reconoce que no sabe gran cosa de lo que ocurre en España. Movilizado el 29 de septiembre, es declarado inútil para el servicio. Son muchos los jóvenes monjes que han sido incorporados al ejército, y Rafael sufre de ver partir a sus hermanos y de ser considerado exento. Después de una estancia con su familia, refugiada en un pueblecito castellano muy tranquilo, fray Rafael regresa por tercera vez a la Trapa el 6 de diciembre.

La mano de Dios

El 7 de febrero de 1937, Rafael abandona por tercera vez la Trapa a causa del deterioro de su estado de salud. La guerra impide que le cuiden convenientemente en el monasterio. Con motivo de esa nueva salida, afirma: «Veo con tanta claridad la mano de Dios que me es igual». Regresa al pueblo donde se hallan sus padres, recuperando lienzos y pinceles. Da paseos por los campos, conversa con los aparceros, se interesa por la propiedad rural del padre, pasa largos ratos en el huerto contemplando el cielo, escucha música y reza el Rosario. Pero, en medio de cierto confort, encuentra la manera de mortificarse mediante pequeñas cosas. Durante ese tiempo, su madre es la única enfermera. Poco a poco, la salud de Rafael mejora, pero la enfermedad no se ha curado. Sin embargo, queda superada una nueva etapa: en adelante, no solamente acepta la realidad, sino que la ama tal como es.

Rafael percibe sobre él la mirada amorosa de Jesús que lo llama a la Trapa, y un combate interior acontece en su alma a causa de los sufrimientos que le esperan. «El Señor –confiesa– me pone muy a prueba con esta enfermedad, que me obliga a idas y venidas sin tener un lugar donde detenerme, unas veces en el mundo y otras en el monasterio; es algo que hay que conocer por sí mismo para entenderlo…». Unos días después, Rafael dice a su madre: «Madre, debo irme. – ¿Ya, hijo mío?» –responde ésta, con el corazón compungido por la angustia. Es la cuarta vez que debe entregar a su hijo, pero el dolor sigue siendo igualmente intenso. «Tengo que marcharme… Mañana regreso a la Trapa» –afirma Rafael. Vuelve a San Isidro el 15 de diciembre. El adiós a su madre es sencillo pero doloroso. Al ver que su marido no se prepara, ésta pregunta: «¿Tu padre no te acompaña? – No, esta vez me voy solo».

Rafael escribe en su diario: «Mi vocación es amar solamente a Dios, en el sacrificio y en la renuncia, sin otra regla que la obediencia ciega a su Divina Voluntad. Creo cumplirla en la actualidad, obedeciendo, sin votos y en calidad de oblato, a los superiores de la abadía cisterciense de San Isidro de Dueñas…». En medio de sus sufrimientos físicos y morales, anota: «No conocen mi vocación. Si el mundo supiera el martirio continuo que es mi vida… Si mi familia supiera que mi centro no es la Trapa, ni el mundo, ni ninguna criatura, sino Dios, y Dios crucificado… Mi vocación es sufrir». Desde ese momento, ha abandonado todos sus deseos y ha renunciado a toda vocación oficial: «Me he dado cuenta de mi vocación. No soy religioso… no soy seglar… no soy nada… Bendito sea Dios; no soy nada más que un alma enamorada de Cristo».

Amor a Dios en todo momento

Al principio de la cuaresma de 1938, el padre abad le anuncia que le va a dar la cogulla (hábito religioso por excelencia, que se reserva normalmente a los monjes que han profesado los votos) y el escapulario negro (hasta entonces llevaba la capa y el escapulario blanco de los novicios). En ese momento, está loco de alegría, pero enseguida se retracta: «He visto con claridad que, en mí, se trata de vanidad». Su confesor relatará que, en aquel momento de su vida, pasaba horas enteras ante el sagrario. A continuación, aparecía transformado y su límpida mirada reflejaba la llama de amor ardiente que le consumía. Algunas veces, para distraerle de sus largas horas de soledad que, a pesar de todo, le pesan, le encargan que pele patatas, que trabaje en la chocolatería, que realice los planos y dibujos que le ha pedido el padre abad o que estudie latín. Sin embargo, nada puede desviarle del pensamiento constante de amar a Dios. Pero la profundidad de su vida espiritual aparece mucho más a la vista de los demás que a la suya. De hecho, a él le parece que no adelanta: «Queridísimo Jesús, mi Dios –escribe el 13 de abril–; estoy viendo, Señor, que no hago nada para servirte. Tengo miedo de perder el tiempo… ¿Cuándo empezaré, Jesús mío, a servirte de veras?… Me siento inútil y enfermo». Dirigiéndose a sí mismo, añade: «¡Pobre hermano Rafael!… Ojalá te baste con purificar tu intención en todo momento y, en todo momento también, amar a Dios. Hacerlo todo por amor y con amor».

El domingo de Pascua, 17 de abril de 1938, el padre abad asigna a Rafael el escapulario negro y la cogulla monástica. En su meditación, escribe ese mismo día: «Mentiría si dijera que hoy no me he dejado llevar por la vanidad… Solamente Jesús colma el corazón y el alma». Poco antes, había escrito a un hermano de la Trapa: «Muy poco abandona el que todo abandona, pues sólo abandona lo que un día deberá abandonar (el día de su muerte), lo quiera o no». El 22 de abril, su padre acude a pasar el día con él. Parece que hno Rafael está bien. Pero el 23 de abril, debe permanecer en cama y sufre crisis de delirio acompañadas de intensos dolores. Muere en la mañana del 26 de abril de 1938, a la edad de 27 años.

Con motivo de su segunda visita a la Trapa, Rafael descubrió el sentido profundo del silencio monástico que se convierte en oración: «La gente dice que el silencio en el monasterio es triste –escribirá… No hay opinión más errónea. En la Trapa, el silencio es el lenguaje más gozoso que los hombres puedan imaginarse… Del alma de este trapense de apariencia miserable y que vive en el silencio, brota en abundancia y sin detenerse un glorioso canto de alegría, lleno de amor y de gozo hacia su Creador, hacia su Dios, hacia un Padre afectuoso que le cuida y consuela…». El 18 de septiembre de 2010, en la catedral de Westminster, el Papa Benedicto XVI recordaba a los jóvenes el beneficio del silencio: «Os invito a que busquéis todos los días en vuestros corazones la fuente del verdadero amor. Jesús está siempre presente, esperando silenciosamente que permanezcamos con Él y que oigamos su voz. En la intimidad de vuestros corazones, os recuerda que os toméis el tiempo con Él mediante la oración. Pero ese tipo de oración, la verdadera oración, exige disciplina, requiere crear diariamente momentos de silencio… Incluso en medio de las múltiples actividades y preocupaciones de nuestra existencia cotidiana, necesitamos crear un espacio de silencio, porque es en el silencio donde hallamos a Dios y es en el silencio donde descubrimos nuestro verdadero yo». Pidamos a la Santísima Virgen María que nos enseñe a buscar a Dios en el silencio de nuestro corazón.

Fuente: http://www.clairval.com