Para ser religiosa es necesario ser muy limpia y casta de alma y de cuerpo


«…Rece mucho por los pecadores; rece mucho por los sacerdotes; rece mucho por los religiosos…»


Mientras Francisco seguía en su lecho de dolor, el mismo terrible mal, la fiebre española, postró también en cama a su hermanita Jacinta, mas pudo restablecerse prontamente de su enfermedad y volver nuevamente junto al lecho de Francisco. Un día, mientras aún estaba enferma, llamó apresuradamente a su prima Lucía; cuando acudió, le dijo:

“¿Por qué no viniste más pronto?… así hubieras podido ver a Nuestra Señora. Estuvo aquí y me dijo que pronto se llevaría al cielo a Francisco. Me preguntó si deseaba convertir más pecadores, y al contestarla que sí, me manifestó que iría a un hospital en donde me aguardaban muchos sufrimientos, y me pidió que todos los sufriera por amor de Dios y en reparación de los ultrajes contra el Inmaculado Corazón de María”.

Poco tiempo después de la muerte de Francisco, Jacinta sentía agotarse su salud, hasta que un día, con santa resignación a la divina voluntad, volvió al lecho del dolor. Cuando recibía la visita de Lucía, siempre le encomendaba que le dijese a Jesús escondido (así llamaba a Jesús en el Santísimo-Sacramento), que le amaba mucho.

Recibía mucho consuelo con la visita de su bondadosa prima y solía decirle:

—Quédate un poco más conmigo; ¡me consuela tanto tu presencia!..

¡Cuánta caridad y unión ligaba a esas inocentes almas!. . .

Algunas veces, Lucía le presentaba hermosas y perfumadas flores recogidas del campo. Al verlas, Jacinta exclamaba:

—Yo nunca volveré al Cabezo, ni a Valinhos, ni a Cova de Iría.

—Consuélate, porque pronto irás al cielo a gozar de Dios — le respondía Lucía.

Por la extrema debilidad que había alcanzado su inocente cuerpo, no le fué posible llevar más tiempo ceñido el rudo cilicio con que había mortificado su carne; lo depositó en manos de Lucía, diciéndole:

—Toma esta cuerda, y si me sano, me la devolverás.

La cuerda tenía tres nudos y estaban teñidos en sangre. Hoy esta cuerda se conserva junto con la de Francisco, como preciosa reliquia en el grandioso santuario de Nuestra Señora de Fátima. Lucía quemó la suya al retirarse al convento.

Al ver la señora Olimpia que su pequeña Jacinta se agotaba por la acción lenta pero continúa de la enfermedad, amargo tormento laceraba su corazón de madre y lágrimas ardientes surcaban sus mejillas. En tal trance, Jacinta la consolaba:

—No llores madre, porque me voy al cielo, en donde rezaré mucho por ti.

A los amorosos cuidados de su madre, ella manifestaba siempre que nada necesitaba. Únicamente Lucía conocía la razón de esta conducta.

—Tengo sed— le decía a ésta—, pero no quiero beber; quiero ofrecer este sacrificio por la conversión de los pecadores.

Un día no quiso gustar una taza de leche que le ofrecía su madre, y grande fué el dolor de ésta al ver que su hija rechazaba el alimento. Lucía estaba presente, y cuando quedaron solas le dijo:

— ¿Por qué desobedeces a tu mamá y no ofreces este sacrificio a Nuestro Señor?

Humildemente prometió obedecer siempre, y, pidiendo el alimento, satisfizo la voluntad de su madre.

— ¡Ah, si supieras con cuánta repugnancia tomé la leche! — confesaba a su prima.

Conforme había prometido obedecer, recibía todos los alimentos que le suministraban, aunque ellos le causaban profunda repugnancia. Otro día le ofreció su madre una taza de leche y un racimo de uvas: ella, muy alegre, bebió lo primero y rechazó las uvas, aunque éstas eran de su agrado.

Cuando Lucía la animaba con la esperanza de recobrar la salud, ella contestaba:

—Ya sabes que no mejoraré. Siento dentro del pecho mucho dolor, pero todo lo sufro por la conversión de los pecadores.

Horas enteras transcurrían sin, que entablara conversación, excepto con Lucía. La señora Olimpia preguntó a ésta, porqué Jacinta pasaba tanto tiempo en profundo silencio.

—Ya le pregunté —contestaba Lucía—, pero sonriéndose no quiso decirme nada.

No obstante, para complacer a la afligida señora, la interrogó nuevamente, respondiendo Jacinta:

—Pienso en Nuestro Señor Jesucristo y en el Inmaculado Corazón de María, como también en el secreto que nos había comunicado. . .

Bien podemos ver cuán íntimamente unida estuvo Jacinta con su amado Jesús; este amor animaba en su alma la sed insaciable de penitencias y sacrificios; su anhelo era sufrir y sufrir mucho por los pecadores, consolar al Inmaculado Corazón de María en su pena por los ultrajes de los hombres.

«Estando casi para morir, Santa Jacinta,  le dijo a la Madre Superiora que había ido a visitarla:

 —Madrina, rece mucho por los pecadores; rece mucho por los sacerdotes; rece mucho por los religiosos; rece mucho por los gobiernos. Los sacerdotes deben ocuparse de su ministerio eclesiástico. Los sacerdotes tienen que ser castos. La desobediencia de los sacerdotes y de los religiosos a sus superiores ofende mucho a Dios.

Luego agregó: 

—No ame las riquezas. Huya del lujo. Sea muy amiga de la santa pobreza y del silencio. Tenga mucha caridad con los malos. No hable mal de nadie y evite a los que hablan mal de los demás. Tenga mucha paciencia, porque la paciencia nos lleva al Cielo. La mortificación y los sacrificios son muy agradables a Dios Nuestro Señor. Con mucho gusto me haría religiosa, pero más me gusta ir al Cielo. Para ser religiosa es necesario ser muy limpia y casta de alma y de cuerpo.

La Madre Superiora le preguntó si sabía lo que significaba ser casto. Jacinta contestó:

 —Ser limpia de cuerpo quiere decir guardar la castidad; ser limpia de alma significa cuidarse de no pecar: no mirar cosas deshonestas; no robar ni mentir jamás, sino decir siempre la verdad, aunque nos cueste un sacrificio.

La Superiora le preguntó quién le había enseñado todas esas cosas. Jacinta respondió: 

—Nuestra Señora me ha lo enseñado.