Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote:  en la oración está llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el  contenido más auténtico de su misión.


Solamente quien tiene una relación  íntima con el Señor es aferrado por él, puede llevarlo a los demás, puede ser  enviado.


Homilía S.S. Benedicto XVI


La Iglesia os necesita a cada uno,  consciente como es de los dones que Dios os ofrece y, al mismo tiempo, de la  absoluta necesidad del corazón de todo hombre de encontrarse con Cristo,  salvador único y universal del mundo, para recibir de él la vida nueva y eterna,  la verdadera libertad y la alegría plena. Así pues, todos nos sentimos invitados a  entrar en el «misterio», en el acontecimiento de gracia que se está realizando en  vuestro corazón con la ordenación presbiteral, dejándonos iluminar por la  Palabra de Dios que se ha proclamado.

El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del  camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y  cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con  una confesión de fe que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la  gente tiene sobre Jesús; él, en efecto, afirma: «Tú eres el Cristo de Dios»  (cf. Lc 9, 20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje  evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está vinculada a un momento de oración: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9, 18). Es  decir, los discípulos son incluidos en el ser y hablar absolutamente único de  Jesús con el Padre. Y de este modo se les concede ver al Maestro en lo íntimo de  su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del «ser con él»,  del «estar con él» en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las  opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad.

Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote:  en la oración está llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el  contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación  íntima con el Señor es aferrado por él, puede llevarlo a los demás, puede ser  enviado. Se trata de un «permanecer con él» que debe acompañar siempre el  ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser su parte central, también y sobre  todo en los momentos difíciles, cuando parece que las «cosas que hay que  hacer» deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que  hagamos, debemos «permanecer siempre con él».

Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy. Inmediatamente  después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y tras  este anuncio imparte una enseñanza relativa al camino de los discípulos, que  consiste en seguirlo a él, el Crucificado, seguirlo por la senda de la cruz. Y añade  después —con una expresión paradójica— que ser discípulo significa «perderse a  sí mismo», pero para volverse a encontrar plenamente a sí mismo (cf. Lc 9, 22- 24).

¿Qué significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para  un sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el  sacerdocio jamás puede representar un modo para alcanzar la seguridad en la  vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio para  aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el sentido de  este ministerio. Quien quiere sobre todo realizar una ambición propia, alcanzar  el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de la opinión pública. Para  ser tenido en consideración deberá adular; deberá decir lo que agrada a la  gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se  privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana  aquello que había alabado hoy. Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote  que vea de esta forma su ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los  demás; sólo se ama a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí  mismo.

El sacerdocio —recordémoslo siempre— se funda en la valentía de decir  sí a otra voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que  precisamente conformándose a la voluntad de Dios, «inmersos» en esta  voluntad, no sólo no será cancelada nuestra originalidad, sino que, al contrario,  entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio…Quiero proponer a vuestra reflexión un tercer  pensamiento, estrechamente relacionado con el que acabo de exponer: la  invitación de Jesús a «perderse a sí mismo», a tomar la cruz, remite al misterio  que estamos celebrando: la Eucaristía. Con el sacramento del Orden, se os  concede presidir la Eucaristía. Se os confía el sacrificio redentor de Cristo; se os  confía su cuerpo entregado y su sangre derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su  sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la  cruz. Es en ese leño donde el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el  campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero,  en el plan de Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía  gracias a la potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, los presbíteros.

Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos el  pan del cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y  convertirse en el verdadero alimento de vida para el mundo. Es algo que no  puede menos de llenaros de íntimo asombro, de viva alegría y de inmensa  gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado y glorioso ya pasan a través de  vuestras manos, de vuestra voz y de vuestro corazón. Es una experiencia  siempre nueva de asombro ver que en mis manos, en mi voz, el Señor realiza  este misterio de su presencia.  ¡Cómo no rezar, por tanto, al Señor para que os dé una conciencia siempre  vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de vuestro ser  sacerdotes! Para que os dé la gracia de saber experimentar en profundidad toda  la belleza y la fuerza de este servicio presbiteral y, al mismo tiempo, la gracia de  poder vivir cada día este ministerio con coherencia y generosidad. La gracia del  presbiterado, que dentro de poco se os dará, os unirá íntimamente, más aún,  estructuralmente a la Eucaristía.

Por eso, en lo más íntimo de vuestro corazón os  unirá a los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta la entrega  total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la  comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar  vuestra alma con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que, mientras  manifiesta la absoluta gratuidad del don, graba en vuestro corazón una ley  indeleble, la ley nueva, una ley que os impulsa a insertaros y a hacer que surja  en el tejido concreto de las actitudes y de los gestos de vuestra vida de cada día  el mismo amor de entrega de Cristo crucificado. Volvamos a escuchar la voz del  apóstol san Pablo; más aún, reconozcamos en ella la voz potente del Espíritu  Santo: «Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de  Cristo» (Ga 3, 27) Ya con el Bautismo, y ahora en virtud del sacramento del  Orden, habéis sido revestidos de Cristo. Que al cuidado por la celebración  eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir,  vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se entrega  totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace  cada vez más semejante a la de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, siervo de  Dios y de los hombres.

Queridos hermanos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es la senda de  vuestra espiritualidad y de vuestra acción pastoral, de su eficacia e incisividad,  incluso en las situaciones más arduas y áridas. Más aún, este es el camino  seguro para encontrar la verdadera alegría. María, la esclava del Señor, que  conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo,  que siguió a su Hijo hasta el pie de la cruz en el acto supremo de amor, os  acompañe cada día de vuestra vida y de vuestro ministerio. Gracias al afecto de  esta madre tierna y fuerte podréis ser gozosamente fieles a la consigna que  como presbíteros se os da hoy: la de configuraros a Cristo sacerdote, que supo  obedecer a la voluntad del Padre y amar al hombre hasta el extremo.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI  Basílica Vaticana  Domingo 20 de junio de 2010

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