Cada vez que el cristiano busca dar un cambio en su vida, debe pasar por un desierto, donde se despoja de la vieja vida, pero también padece las tentaciones…

 

En primer lugar el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre es privado de los apoyos materiales y se encuentra de frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es empujado a ir al esencial y precisamente por esto es más fácil encontrar a Dios.

 

Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay tampoco vida y es un lugar de soledad, e la que el  hombre siempre con más intensidad la tentación. Jesús va al desierto y allí se somete a la tentación de dejar la vía indicada por el Padre para seguir los caminos más fáciles y mundanos (cfr Lc 4,1-13). Así Él carga con nuestras tentaciones, lleva consigo nuestra miseria, para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la conversión.

 

Las  tentaciones

 

Reflexionar sobre las tentaciones a las que Jesús fue sometido en el desierto es una invitación para cada uno de nosotros a responder a una pregunta fundamenta: ¿qué es importante realmente en mi vida?

 En la primera tentación el diablo propone a Jesús convertir la piedra en pan para saciar el hambre. Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero no sólo: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cfr vv. 3-4).

Esta tentación se manifiesta en nuestro caminar de la Fe cuando , a pesar de la Buena Nueva de la Redención, que el alma ha reconocido, ya que en un pasado, aunque no la despreciaba, le era relativamente indiferente, mientras que ahora, movido por el impulso Divino, quiere construir sobre la roca de la Fe, sin embargo, el resto de la edificación siguen siendo las preocupaciones, afanes e intereses que le rodean. El trabajo, la salud, los proyectos personales, e incluso los de orden religioso, pero considerados desde una perspectiva humana y no desde el misterio sobrenatural de Dios. 

Se resiste ha elevar el vuelo por donde le quiere llevar la vida sobrenatural por que le parece más novedoso y cómodo, manejarse desde su nueva postura “De Fe”, entre las mismas dimensiones de siempre.

Como consecuencia de caer en esta tentación, termina por no abandonar  tampoco sus malos hábitos, sus omisiones y sus pecados habituales. Va perdiendo el fervor y se auto compadece en su fragilidad.

 

En la segunda tentación, el demonio propone a Jesús la vía del poder: lo conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero no es este el camino de Dios: Jesús tiene muy claro que no es el poder mundano el que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cfr vv. 5-8).

  Intenta el alma convertida, aferrarse a su nueva vestidura cristiana y su nueva ambiente eclesial, pero comienza a dimensional la Iglesia como una estructura humana, en la que, aun no acostumbrada a ver y comprenderlo todo con el prisma de la Fe, y la mirada de Jesús, lo analiza todo, desde su propia conjetura, a la que ha añadido sus nuevos catálogos y pautas religiosas, y bajo una auto forjada eficiencia humana, somete al tribunal de sus juicios temerarios, los defectos y deficiencias de los miembros de la comunidad Eclesial.Lo más lamentable que se comienza a juzgar a si misma como el caudillo redentor adecuado, para que el sistema funcione bien: “Yo debería hacerme cargo…”. 

Como consecuencia de esta tentación, lo más probable es que se transforme en una pseudo mesías, gestando su circulo de adherentes, elaborando sus argumentos y un propio códice, casi paralelo, aunque no opuesto, a la enseñanza de la Iglesia y su Magisterio, al que respeta pero igual juzga. Se inicia en una búsqueda interminable de quienes sean compatibles con su estructura religiosa y personal. Y entra en crisis y en renuncia cuando encuentra contradicción o pierde el protagonismo.

 

En la tercera tentación, el demonio propone a Jesús de tirarse del pináculo del Templo de Jerusalén y que lo salve Dios mediante sus ángeles, de hacer algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cfr vv. 9-12).

“La tentación de exponerse a la tentación”. La soberbia de pensar que ya la experiencia de fe y los  conocimientos adquiridos te transforman en un veterano de guerra, capaz de enfrentar la voracidad del mundo, de la carne y del Demonio. Por lo tanto, se aleja de la predicación de Jesús y el ejemplo de su Madre: La humildad de la Encarnación, del pesebre, de la Cruz del Señor, de la esclavitud, humillación y pureza de María.

La suficiencia, la soberbia y la vanagloria, le conducen por un camino de prácticas piadosas superficiales y palpables solo para el resto, pero que no responden a la sinceridad y profundidad del alma. No anhela el cielo, ni se preocupa ni de su salvación ni la de los demás. Se concede permisos para pecados pequeños y seguir con sus hábitos no muy virtuosos. Termina creyendo que todo depende de su propia disposición. Que solo es cosa de evocar sentimientos de piedad y resaltar algunas verdades esenciales y con eso asegura su nivel. En definitiva se profesionaliza. Abandona la penitencia y el remordimiento de los pecados, actúa por obligación y para conservar aprecios y privilegios, se somete a los vicios, bajo el argumento de que basta su decisión para abandonarlos. Se engaña.

¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufrió Jesús? Es la propuesta de instrumentalización de Dios, de usarlo para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en definitiva, de ponerse en el lugar de Dios, sacándolo de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse ahora: ¿qué lugar tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o soy yo?

 

 

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