El Misterio y Realidad de la transubstanciación.

«Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»Jesús revela el gran misterio de la Sagrada Eucaristía. Sus palabras son de un realismo tan grande que excluyen cualquier otra interpretación. Sin la fe, estas palabras no tienen sentido. Por el contrario, aceptada por la fe la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la revelación de Jesús resulta clara e inequívoca, y nos muestra el infinito amor que Dios nos tiene.

Adoro te devote, latens deitas, quae sub his figuris vere latitas: te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias, decimos con aquel himno a la Sagrada Eucaristía que compuso Santo Tomás y que desde hace siglos fue adoptado por la liturgia de la Iglesia. Es una expresión de fe y de piedad, que puede servirnos para manifestar nuestro amor, porque constituye un resumen de los principales puntos de la doctrina católica sobre este sagrado Misterio.

Te adoro con devoción, Dios escondido…, repetimos en la intimidad de nuestro corazón, despacio, con fe, esperanza y amor. Quienes estaban aquel día en la sinagoga entendieron el sentido propio y realista de las palabras del Señor; de haberlo entendido en un sentido simbólico o figurado no les hubiera causado la extrañeza y confusión que San Juan describe a continuación, y no hubiera sido ocasión de que muchos le dejaran aquel día. Dura es esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?, dicen mientras se marchan. Es dura –sigue siendo dura– para quienes no están bien dispuestos, para quienes no admiten sin sombra alguna que Jesús de Nazaret, Dios, que se hizo hombre, se comunica de este modo a los hombres por amor. Te adoro, Dios escondido, le decimos nosotros en nuestra oración, manifestándole nuestro amor, nuestro agradecimiento y el asentimiento humilde con que le acatamos. Es una actitud imprescindible para acercarnos a este misterio del Amor.

Tibi se cor meum totum subiicit, quia te contemplans totum deficit: a Ti se somete mi corazón por completo y se rinde totalmente al contemplarte. Sentimos necesidad de repetírselo muchas veces al Señor, porque son muchos los incrédulos. También a nosotros, a todos los que queremos seguir al Señor muy de cerca, nos pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos?4. Y al ver la desorientación y la confusión en que andan tantos cristianos que se separaron del tronco de la fe, que tienen el alma como adormecida para lo sobrenatural, se reafirma nuestro amor: Tibi se cor meum totum subiicit… Nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía debe ser muy firme: “creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la Última Cena se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, que enseguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la Cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, sentado gloriosamente en el Cielo, y creemos que la presencia misteriosa del Señor, bajo la apariencia de aquellos elementos, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y substancial”5.

— El Misterio de fe. La transubstanciación.

No se pueden mitigar las palabras del Señor: el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. “Este es el misterio de nuestra fe”, se proclama inmediatamente después de la Consagración en la Santa Misa. Ha sido y es la piedra de toque de la fe cristiana. Por la transubstanciación, las especies de pan y vino “ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuanto contienen una “realidad”, que con razón denominamosontológica; porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa (…), puesto que convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no queda ya nada de pan y de vino, sino las solas especies: bajo ellas Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar”6.

Nosotros miramos a Jesús presente en el Sagrario, quizá a pocos metros, o se nos va el corazón hacia la iglesia más cercana, y le decimos que sabemos, mediante la fe, que Él está allí presente. Creemos firmemente en la promesa que hizo en Cafarnaún y que realizó poco tiempo después en el Cenáculo: Credo quidquid dixit Dei Filius: nihil hoc verbo veritatis verius: creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta palabra de verdad.

Nuestra fe y nuestro amor se deben poner particularmente de manifiesto en el momento de la Comunión. Recibimos a Jesucristo, Pan vivo que ha bajado del Cielo, el alimento absolutamente necesario para llegar a la meta.

En la Sagrada Comunión se nos entrega el mismo Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre; misteriosamente escondido, pero deseoso de comunicarnos la vida divina. Cuando le recibimos en este Sacramento, su Divinidad actúa en nuestra alma, mediante su Humanidad gloriosa, con una intensidad mayor que cuando estuvo aquí en la tierra. Ninguno de aquellos que fueron curados: Bartimeo, el paralítico de Cafarnaún, los leprosos… estuvo tan cerca de Cristo –del mismo Cristo– como lo estamos nosotros en cada Comunión. Los efectos que produce este Pan vivo, Jesús, en nuestra alma son incontables y de una riqueza infinita. La Iglesia lo sintetiza en estas palabras: “todo el efecto que la comida y la bebida material obran en cuanto a la vida del cuerpo, sustentando, reparando y deleitando, eso lo realiza este sacramento en cuanto a la vida espiritual”7.

Oculto bajo las especies sacramentales, Jesús nos espera. Se ha quedado para que le recibamos, para fortalecernos en el amor. Examinemos hoy cómo es nuestra fe; ante tantos abandonos, veamos cómo es nuestro amor, cómo preparamos cada Comunión. Le decimos con Pedro: hemos conocido y creído que Tú eres el Cristo8. Tú eres nuestro Redentor, la razón de nuestro vivir.

— Los efectos de la Comunión en el alma: sustenta, repara y deleita.

La Comunión sustenta la vida del alma de modo semejante a como el alimento corporal sustenta al cuerpo. La recepción de la Sagrada Eucaristía mantiene al cristiano en gracia de Dios, pues el alma recupera las fuerzas del continuo desgaste que sufre debido a las heridas que permanecen en ella por el pecado original y los propios pecados personales. Mantiene la vida de Dios en el alma, librándola de la tibieza; y ayuda a evitar el pecado mortal y a luchar eficazmente contra los pecados veniales.

La Sagrada Eucaristía aumenta también la vida sobrenatural, la hace crecer y desarrollarse. Y a la vez que sacia espiritualmente, da al alma más deseos de los bienes eternos: el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed9. “La comida material primero se convierte en el que la come y, en consecuencia, restaura sus pérdidas y acrecienta sus fuerzas vitales. La comida espiritual, en cambio, convierte en sí al que la come, y así el efecto propio de este sacramento es la conversión del hombre en Cristo, para que no viva él sino Cristo en él y, en consecuencia, tiene el doble efecto de restaurar las pérdidas espirituales causadas por los pecados y deficiencias, y de aumentar las fuerzas de las virtudes”10.

Por último, la gracia que recibimos en cada Comunión deleita a quien comulga bien dispuesto. Nada se puede comparar a la alegría de la Sagrada Eucaristía, a la amistad y cercanía de Jesús, presente en nosotros. “Jesucristo, durante su vida mortal, no pasó jamás por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en abundancia, de lo cual deduciremos cuán grandes y preciosos deben ser los dones de que participan quienes tienen la dicha de recibirle en la Sagrada Comunión; o mejor dicho, que toda nuestra felicidad en este mundo consiste en recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión”11.

La Comunión es “el remedio de nuestra necesidad cotidiana”12, “medicina de la inmortalidad, antídoto contra la muerte y alimento para vivir por siempre en Jesucristo”13. Concede al alma la paz y la alegría de Cristo, y es verdaderamente “un anticipo de la bienaventuranza eterna”14.

Entre todos los ejercicios y prácticas de piedad, ninguno hay cuya eficacia santificadora pueda compararse a la digna recepción de este sacramento. En él no solamente recibimos la gracia, sino el Manantial y la Fuente misma de donde brota. Todos los sacramentos se ordenan a la Sagrada Eucaristía y la tienen como centro15.

Oculto bajo los accidentes de pan, Jesús desea que nos acerquemos con frecuencia a recibirle: el banquete, nos dice, está preparado16. Son muchos los ausentes y Jesús nos espera, a la vez que nos envía a anunciar a otros que también a ellos les aguarda en el Sagrario.

Si se lo pedimos, la Santísima Virgen nos ayudará a ir a la Comunión mejor dispuestos cada día.

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1 Jn 6, 48-50. — 2 Jn 6, 51. — 3 Jn 6, 60. — 4 Cfr. Jn 6, 67. — 5 Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 24. — 6 Pablo VI, Enc. Mysterium fidei, 3-lX-1965. — 7 Conc. de Florencia, Bula Exultate Deo: Dz 1322-698. — 8 Jn 6, 70. — 9 Jn 6, 35. — 10 Santo Tomás, Coment. al libro IV de las Sentencias, d. 12, q. 2, a. 11. — 11 Santo Cura de Ars, Sermón sobre la Comunión. — 12 San Ambrosio, Sobre los misterios, 4. — 13 San Ignacio de Antioquía, Epístola a los efesios, 20. — 14 Cfr. Jn 6, 58; Dz 875. — 15 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 65, a. 3. — 16 Cfr. Lc 14, 15 ss.

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Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces,  hubo personas que comenzaron a buscar a Jesús con más interés y a hacerle preguntas importantes sobre lo que Dios quería de ellos, pero siempre requerían de un signo ¡cómo si no fueran suficientes los milagros que iba realizando por donde pasaba!

En una de esas conversaciones con Jesús se refirieron al maná que comieron sus antepasados en el desierto.  Jesús les habló de otro “pan”, muy superior al maná, porque quien lo comiera no moriría.  Ellos le pidieron a Jesús que les diera de ese pan “que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn. 6, 24-35).   Llegó a un punto el diálogo en que Jesús les dijo que El mismo era ese “pan”:  “Yo soy el Pan de Vida que ha bajado del Cielo”.

Pero … ¡gran escándalo!  El Evangelio de hoy (Jn. 6, 41-51)  nos trae las murmuraciones que hicieron los que oyeron a Jesús hablar de ese “pan”: “¿No es este Jesús, el hijo de José?  ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre?  ¿Cómo es que nos dice ahora que ha bajado del Cielo?”

Al no tener fe, ni tampoco la confianza que la fe genera, tenían que escandalizarse.  No confiaron en la palabra de Jesús y enseguida se pusieron a revisar su origen.  Y, confiando en sus propios razonamientos, concluyeron que Jesús no podía haber venido del Cielo.

A veces nosotros también confiamos más en nuestros razonamientos que en las cosas “imposibles”, que sólo se entienden y se aceptan en fe.  Como la Eucaristía, ese “Pan” bajado del Cielo.

A simple vista es una oblea de harina de trigo.  Pero en esa hostia consagrada está ¡nada menos! que Jesucristo.  Y está con todo su ser de hombre y todo su ser de Dios.  Y está para ser nuestro alimento, un alimento “especial”.

Pero para creer hace falta la fe.  Cierto que la fe es un don, como nos dice el mismo Jesús en este Evangelio:  “Nadie puede venir a Mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado”.  Pero la fe también es una respuesta a ese don de Dios:  “Todo aquél que escucha al Padre y aprende de El, se acerca a Mí”.

Ese alimento que es Cristo en la Eucaristía es un alimento “especial” porque nos da Vida Eterna.  Bien le dice Jesús a sus interlocutores:  “Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo murieron.  Este es el Pan que ha bajado del Cielo, para que, quien lo coma, no muera … Y el que coma de este Pan vivirá para siempre”.

Gran regalo que nos ha dejado el Señor:  se entrega El mismo para ser alimento de nuestra vida espiritual, y para ser alimento para la Vida Eterna.

Así fue para el Profeta Elías, recibió un alimento que le dio fuerza para resistir una larga travesía hasta el monte santo de Dios, el Monte Horeb, a pesar de que antes de comerlo se encontraba sin fuerzas, casi muriendo.

Nos cuenta la Primera Lectura de hoy (1 R 19, 4-8) que Elías estaba moribundo en el desierto.  Pero Dios envió un Ángel que lo despertó para darle comida.  Y “con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”.

Ese alimento divino que restauró las fuerzas de Elías para realizar esa travesía por el desierto hasta llegar al monte de Dios, recuerda el alimento eucarístico que nos da a nosotros fuerza para realizar el viaje hacia la eternidad, viaje que -por cierto- ya hemos comenzado todos los que vivimos en esta tierra.

En el Antiguo Testamento hay varias prefiguraciones del Pan Eucarístico, entre ellas las más conocida tal vez sea la del maná.  Pero este pasaje en la vida del Profeta Elías también nos recuerda la Eucaristía.

Pero, adicionalmente, esta circunstancia en la vida del gran Profeta Elías puede aplicarse a aquéllos que se sienten muy fuertes, física y/o espiritualmente, y piensan que nunca van a estar debilitados o que nunca deben sentirse débiles o reconocerse débiles.

Las insuficiencias físicas y los abatimientos espirituales son experiencias muy útiles para sentir nuestra debilidad, debilidad que es característica de los seres humanos, pero que suele ser tan rechazada, disimulada o escondida.

Al sabernos y reconocernos débiles, insuficientes, Dios puede mostrarse en nosotros.  Bien lo dice San Pablo, en una de sus citas memorables:  “Por eso me alegro cuando me tocan enfermedades, persecuciones y angustias:  ¡todo por Cristo!  Cuando me siento débil, entonces soy fuerte (2 Cor. 12, 10).

Y es también San Pablo quien en la Segunda Lectura de hoy (Ef. 4,30-5,2) nos recuerda que debemos vivir “amando como Cristo que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y víctima”.  Se entregó por nosotros en la cruz y se entrega a nosotros en cada Eucaristía, memorial de su Pasión, Muerte y Resurrección.

Si El nos ama así ¡cómo no retribuir en “algo” ese amor!  amándolo a El, primero que todo y amándonos entre nosotros como El nos enseña a amarnos, no sólo evitando las maldades de que nos habla San Pablo en esta Segunda Lectura, sino también dando la vida.

Y dar la vida no significa llegar a morir por los demás, como Cristo, aunque se han dado y se siguen dando casos de martirios genuinos.  Dar la vida significa, también, pensar primero en procurar el bien de los demás y luego en el propio … Y puede ser que hasta se llegue a olvidar el bien propio.  ¿Imposible?  Muchos lo han hecho.  Algunos aún lo hacen.  No es imposible.

Recordemos, pues, que la fuente de donde recibimos las gracias para poder actuar como Cristo, en entrega de amor a Dios y a los demás, está en la Eucaristía, que es –como hemos dicho- el alimento para nuestro viaje a la eternidad.

“Quien permanece en el Amor, en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn. 4, 16).

La Eucaristía es un alimento muy “especial”, pues no funciona como los demás alimentos.  Cuando ingerimos los demás alimentos, éstos son asimilados por nuestro organismo y pasan a formar parte de nuestro cuerpo y de nuestra sangre.  Cuando recibimos a Cristo en la Eucaristía, es al revés:  nosotros nos asimilamos a El.  Es un alimento que nos va transformando en El.

Los Padres de la Iglesia han hecho notar esta diferencia que hay entre el alimento material que mantiene la vida del cuerpo y el alimento espiritual que es el Pan Eucarístico.

“Nos unimos a El y nos hacemos con El un solo cuerpo y una sola carne” (San Juan Crisóstomo).

“No hace otra cosa la participación del Cuerpo y la Sangre de Cristo sino trocarnos en aquello mismo que tomamos” (San León Magno).

San Agustín  pone estas palabras en boca de Cristo:  “Yo soy el pan para los fuertes.  Ten fe y cómeme.  Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en Mí”.

Santo Tomás de Aquino  da una explicación aún más detallada :  “Quien asimila el manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da el desarrollo conveniente.  No así en el alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforma en Sí al que lo recibe.  De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir:  ‘Vivo yo, mas no yo, sino que vive Cristo en mí’ (Gal. 2, 20)”

Esto quiere decir que cuando Cristo viene a nosotros en la Comunión –y lo recibimos con las disposiciones convenientes- vamos cambiando, pareciéndonos cada vez más a Cristo.  Así, nuestra manera de pensar, de sentir, de actuar se va asemejando cada vez más a la de Cristo.

Si no sucede así, no hay “comunión”.  Recibimos a Cristo con nuestra boca.  Pero eso no se limita en ello, pues hemos de unirnos a El en el pensamiento, en el sentir, en la voluntad, con nuestro cuerpo, con nuestra alma (entendimiento y voluntad) y con nuestro corazón.

Así, nuestra vida humana podrá participar de su vida divina, de manera que sea El y no nuestro “yo” el principio que guíe nuestra existencia y nos conduzca por la travesía que nos lleva a la Vida Eterna.

“El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo guarde nuestras almas para la Vida Eterna”, dice el Sacerdote antes de tomar el Pan y el Vino consagrados y de repartirlo a los comulgantes.

Bien claro pone esto la Liturgia de la Iglesia en la oración después de la Comunión el Domingo 24 del Tiempo Ordinario:

“La gracia de esta comunión, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida”.

Sólo así podrá ser Cristo Quien viva en nosotros y no nosotros mismos, según la expresión de San Pablo a los Gálatas (cf.  Gal. 2, 20).

Así, la presencia divina de Jesús, recibido en la Comunión Eucarística puede impregnar nuestro ser tan íntimamente, que podemos llegar a ser cada vez más semejantes a Cristo.

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