Cuando ciertas ideologías han absolutizado la sociedad misma o un grupo dominante


La vida pública, el recto orden del Estado, reposa sobre la virtud de los ciudadanos

Donde el hombre no se apoya ya sobre una grandeza que le trasciende, corre el riesgo de entregarse al poder sin freno de lo arbitrario


San Juan Pablo II

Discurso (11-10-1998): El cristiano sabe discernir lo de Dios y lo del César

«¿De quién es esta imagen y la inscripción?» (Mt 22,20)


|nn. 9-12

[…] La función más alta de la ley es la de garantizar igualmente a todos los ciudadanos el derecho de vivir de acuerdo con su conciencia y de no contradecir las normas del orden moral natural reconocidas por la razón. 

9. […] Me parece importante recordar que es del humus del cristianismo del que la Europa moderna ha extraído el principio —con frecuencia perdido de vista durante los siglos de «cristiandad»—, que gobierna fundamentalmente su vida pública: quiero decir el principio, proclamado por primera vez por Cristo, de la distinción entre «lo que es del Cesar» y «lo que es de Dios» (cf. Mt 22, 21). Esta distinción esencial entre la esfera de la organización del marco exterior de la ciudad terrestre y la de la autonomía de las personas se ilumina desde la naturaleza de la comunidad política a la cual pertenecen necesariamente todos los ciudadanos, y de la comunidad religiosa a la que se adhieren libremente los creyentes. 

Tras Cristo, ya no es posible idolatrar la sociedad como grandeza colectiva devoradora de la persona humana y de su destino irreductible. La sociedad, el Estado, el poder político, pertenecen al cuadro cambiante y siempre perfeccionable de este mundo. Ningún proyecto de sociedad podrá jamás establecer el reino de Dios, es decir, la perfección escatológica sobre la tierra. Los mesianismos políticos desembocan casi siempre en las peores tiranías. Las estructuras que las sociedades se dan, nunca valen de modo definitivo; no pueden tampoco ofrecer por sí mismas todos los bienes a los cuales el hombre aspira. Particularmente, no pueden sustituir la conciencia del hombre ni su búsqueda de la verdad y del Absoluto. 

La vida pública, el recto orden del Estado, reposa sobre la virtud de los ciudadanos, la cual invita a subordinar los intereses individuales al bien común, a no darse y a no reconocer como ley más que lo que es objetivamente justo y bueno. Ya los antiguos griegos habían descubierto que no hay democracia sin la sujeción de todos a la ley, y que no hay ley que no este fundada sobre una norma trascendente de lo verdadero y lo justo. 

Decir que corresponde a 1a comunidad religiosa, y no al Estado, administrar «lo que es de Dios», equivale a poner un límite conveniente al poder de los hombres, y este límite es el del campo de 1a conciencia, de los últimos fines, del sentido último de 1a existencia, de la apertura al absoluto, de la tensión hacia un perfeccionamiento jamás conseguido, que estimula los esfuerzos e inspira las justas opciones. Todas las familias de pensamiento de nuestro viejo continente tendrían que reflexionar sobre 1as sombrías perspectivas a las que podría conducir la eliminación de Dios de la vida pública, de Dios como última instancia de la ética y garantía suprema contra todos los abusos de poder del hombre sobre el hombre. 

10. Nuestra historia europea enseña abundantemente con qué frecuencia la frontera entre «lo que es del Cesar» y «lo que es de Dios» ha sido sobrepasada en los dos sentidos. La cristiandad latina medieval —para no mencionar nada más que a esta—, si bien elaboró teóricamente, volviendo a tomar la gran tradición de Aristóteles, la concepción natural del Estado, no escapó siempre a la tentación integrista de excluir de la comunidad temporal a aquellos que no profesaban la verdadera fe. El integrismo religioso, sin distinción entre la esfera de la fe y la de la vida civil, aún hoy practicado bajo otros cielos, parece incompatible con el genio propio de Europa tal como la configuró el mensaje cristiano. 

Pero es de otra parte de donde han venido, en nuestro tiempo, las mayores amenazas, cuando ciertas ideologías han absolutizado la sociedad misma o un grupo dominante, en detrimento de la persona humana y de su libertad. Allí donde el hombre no se apoya ya sobre una grandeza que le trasciende, corre el riesgo de entregarse al poder sin freno de lo arbitrario y de los seudo absolutos que lo destruyen. 

11. Otros continentes conocen hoy una simbiosis más o menos profunda entre la fe cristiana y la cultura, que está llena de promesas. Pero, desde hace ya cerca de dos milenios, Europa ofrece un ejemplo muy significativo de la fecundidad cultural del cristianismo que, por su naturaleza, no puede ser relegado a la esfera privada. El cristianismo, en efecto, tiene vocación de profesión pública y de presencia activa en todos los dominios de la vida. También es mi deber destacar con fuerza que si el substrato religioso y cristiano de este continente tuviese que llegar a ser marginado en su papel de inspirador de la ética y en su eficacia social, no solamente toda la herencia del pasado europeo sería negada, sino que además un futuro digno del hombre europeo —digo de todo hombre europeo, creyente o no creyente— estaría gravemente comprometido. 

12. Finalizando, recordaría tres campos donde me parece que la Europa integrada del mañana, abierta hacia el Este del continente, generosa hacia el otro hemisferio, tendría que retomar un papel de faro en la civilización mundial: 

— Primero, reconciliar al hombre con la creación, cuidando de preservar la integridad de la naturaleza, su fauna y su flora, su aire y sus aguas, sus sutiles equilibrios, sus recursos limitados, su belleza que alaba la gloria del Creador. 

— Seguidamente, reconciliar al hombre con sus semejantes, aceptándose los unos a los otros entre europeos de diversas tradiciones culturales o escuelas de pensamiento, siendo acogedores para con el extranjero y el refugiado, abriéndose a las riquezas espirituales de los pueblos de los otros continentes. 

— Finalmente, reconciliar al hombre consigo mismo: sí, trabajar por reconstituir una visión integrada y completa del hombre y del mundo, frente a las culturas de la desconfianza y de la deshumanización, una visión en la cual la ciencia, la capacidad técnica y el arte no excluyan, sino que reclamen la fe en Dios. 

Señor Presidente, Señores y Señoras Diputados: Respondiendo a vuestra invitación de dirigirme a vuestra ilustre Asamblea, tenía ante los ojos a los millones de hombres y de mujeres europeos a los que representáis. A vosotros ellos han confiado la gran tarea de mantener y desarrollar los valores humanos —culturales y espirituales— que corresponden a la herencia de Europa y que serán la mejor salvaguarda de su identidad, de su libertad y de su progreso. Ruego a Dios que os inspire y os fortalezca en este gran intento.