“Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”.


Domingo III Cuaresma Ciclo B

“¿Qué signo nos das para obrar así?”


+SANTO EVANGELIO
Evangelio según san Juan 2, 13-25

Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas:

“Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”.

Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura:

“El celo por tu Casa me consumirá”.

Entonces los judíos le preguntaron: “¿Qué signo nos das para obrar así?”

Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”.

Los judíos le dijeron: “Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?”

Pero Él se refería al templo de su cuerpo.

Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que Él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.

Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre.


+PADRES DEL IGLESIA
Orígenes  

Puede entenderse también por templo el alma de alguno que sea celoso, en la que habita el Verbo de Dios, aunque antes de conocer la celestial doctrina de Jesús hubiese estado ocupada por los cuidados de la tierra y las pasiones carnales. Representa estos movimientos el buey, porque es el que trabaja en el campo; la oveja representa el movimiento de las ideas insensatas, que es lo que más abunda en los animales irracionales; la paloma es la que representa la inconstancia de las imaginaciones ligeras, y aquello que parece obrar bien, son los dineros que Jesucristo arrojó con su celestial doctrina para que ya nunca vuelva a ser mercado la casa de su Padre.

San Beda

Una y otra cosa, esto es, el cuerpo de Jesús y el templo, me parece que representan la Iglesia, porque ésta se levanta con piedras vivas, se convierte en casa espiritual y en sacerdocio santo por aquellas palabras de San Pablo: «Vosotros sois cuerpo de Cristo y miembros de miembro» ( 1Cor 12,27). Y así como vemos que se destruye el edificio levantado con piedras, también todos los huesos de Jesucristo habían de disgregarse con las contrariedades de las tribulaciones; mas sería reconstruido y resucitado al tercer día, porque estaría presente en el nuevo cielo y en la nueva tierra. Así como el cuerpo visible de Jesucristo fue crucificado y sepultado, y resucitó después, así el cuerpo total de Cristo, formado por los santos, está crucificado con El. Cada uno de ellos en ninguna otra cosa se gloría más que en la cruz de Jesucristo, por medio de la que vive crucificado al mundo. También fue sepultado con Jesucristo, y resucitó con El porque andaba en cierta novedad de vida, aunque todavía no ha resucitado en cuanto a la bienaventurada resurrección. Por esto no se escribió lo resucitaré al tercer día, sino en tres días; se concluye su levantamiento dentro de los tres días.

Orígenes

Una y otra cosa, esto es, el cuerpo de Jesús y el templo, me parece que representan la Iglesia, porque ésta se levanta con piedras vivas, se convierte en casa espiritual y en sacerdocio santo por aquellas palabras de San Pablo: «Vosotros sois cuerpo de Cristo y miembros de miembro» ( 1Cor 12,27). Y así como vemos que se destruye el edificio levantado con piedras, también todos los huesos de Jesucristo habían de disgregarse con las contrariedades de las tribulaciones; mas sería reconstruido y resucitado al tercer día, porque estaría presente en el nuevo cielo y en la nueva tierra. Así como el cuerpo visible de Jesucristo fue crucificado y sepultado, y resucitó después, así el cuerpo total de Cristo, formado por los santos, está crucificado con El. Cada uno de ellos en ninguna otra cosa se gloría más que en la cruz de Jesucristo, por medio de la que vive crucificado al mundo. También fue sepultado con Jesucristo, y resucitó con El porque andaba en cierta novedad de vida, aunque todavía no ha resucitado en cuanto a la bienaventurada resurrección. Por esto no se escribió lo resucitaré al tercer día, sino en tres días; se concluye su levantamiento dentro de los tres días.


+CATECISMO

797 Quod est spiritus noster, id est anima nostra, ad membra nostra, hoc est Spiritus Sanctus ad membra Christi, ad corpus Christi, quod est Ecclesia («Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia»; san Agustín, Sermo 268, 2). «A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros» (Pío XII: Mystici Corporis: DS 3808). El Espíritu Santo hace de la Iglesia «el Templo del Dios vivo» (2 Co 6, 16; cf. 1 Co 3, 16-17; Ef 2,21):

«En efecto, es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el «don de Dios» […] Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios […] Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 24, 1).

798 El Espíritu Santo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo» (Pío XII, Mystici Corporis: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, «que tiene el poder de construir el edificio» (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por «la gracia concedida a los apóstoles» que «entre estos dones destaca» (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas «carismas»] mediante las cuales los fieles quedan «preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia» (LG 12; cf. AA 3).

1179 El culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24) de la Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo. Toda la tierra es santa y ha sido confiada a los hijos de los hombres. Cuando los fieles se reúnen en un mismo lugar, lo fundamental es que ellos son las «piedras vivas», reunidas para «la edificación de un edificio espiritual» (1 P 2,4-5). El Cuerpo de Cristo resucitado es el templo espiritual de donde brota la fuente de agua viva. Incorporados a Cristo por el Espíritu Santo, «somos el templo de Dios vivo» (2 Co 6,16).

1180 Cuando el ejercicio de la libertad religiosa no es impedido (cf DH 4), los cristianos construyen edificios destinados al culto divino. Estas iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios con los hombres reconciliados y unidos en Cristo.

1181 «En la casa de oración se celebra y se reserva la sagrada Eucaristía, se reúnen los fieles y se venera para ayuda y consuelo los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el altar del sacrificio. Esta casa de oración debe ser hermosa y apropiada para la oración y para las celebraciones sagradas» (PO 5; cf SC 122-127). En esta «casa de Dios», la verdad y la armonía de los signos que la constituyen deben manifestar a Cristo que está presente y actúa en este lugar (cf SC 7):

1182 El altar de la Nueva Alianza es la Cruz del Señor (cf Hb 13,10), de la que manan los sacramentos del Misterio pascual. Sobre el altar, que es el centro de la Iglesia, se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales. El altar es también la mesa del Señor, a la que el Pueblo de Dios es invitado (cf. Institución general del Misal romano, 259: Misal Romano). En algunas liturgias orientales, el altar es también símbolo del sepulcro (Cristo murió y resucitó verdaderamente).

1183 El tabernáculo debe estar situado «en las iglesias en el lugar más digno y con el máximo honor» (Pablo VI, Carta enc. Mysterium fidei). La nobleza, la disposición y la seguridad del tabernáculo eucarístico (SC 128) deben favorecer la adoración del Señor realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar.

El Santo Crisma (Myron), cuya unción es signo sacramental del sello del don del Espíritu Santo, es tradicionalmente conservado y venerado en un lugar seguro del santuario. Se puede colocar junto a él el óleo de los catecúmenos y el de los enfermos.


+Pontífices
Benedicto XVI

Jesús de Nazaret II: La Purificación del Templo

Tomo II, Capítulo I, 2

Marcos nos dice que Jesús, después de este recibimiento, fue al templo, lo estuvo observando todo y, siendo ya tarde, se fue a Betania, donde se alojaba aquella semana. Al día siguiente volvió al templo y empezó a echar fuera a los que vendían y compraban, «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas» (11,15). 

Justifica su modo de obrar con una palabra del profeta Isaías, que Él integra con otra de Jeremías: «Mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos. Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (Mc 11,17; cf. Is 56,7; Jr 7,11). ¿Qué es lo que hizo Jesús? ¿Qué quiso dar a entender con ello? 

En la literatura exegética se pueden reconocer tres grandes líneas de interpretación que hemos de considerar brevemente. 

En primer lugar, la tesis según la cual la purificación del templo no significaba un ataque contra el templo como tal, sino que se refería sólo a los abusos. Ciertamente, los mercaderes tenían permiso de la autoridad judía, que sacaba de eso pingües beneficios. En este sentido, la actividad de los cambistas y de los comerciantes de ganado era legítima según las normas vigentes; también es comprensible que estuviera previsto el cambio de las monedas romanas en uso por la moneda del templo, precisamente en el patio de los gentiles, dado que las primeras debían considerarse idolátricas por llevar la imagen del emperador; y también que allí se vendieran los animales para el sacrificio. Pero esta mezcla entre templo y negocios no se correspondía con el planteamiento arquitectónico del templo, con el destino propio del patio de los gentiles. 

Con su intervención Jesús atacaba la normativa en vigor dispuesta por la aristocracia del templo, pero no violaba la Ley y los Profetas; al revés: contra una praxis profundamente corrupta que se había convertido en «derecho», reivindicaba el derecho esencial y verdadero, el derecho divino de Israel. Sólo así se explica por qué no intervino la policía del templo ni la cohorte romana que había en la fortaleza Antonia. Las autoridades del templo se limitaron a preguntar a Jesús qué autorización tenía para hacer lo que hizo. 

En este sentido, es justa la tesis, argumentada minuciosamente sobre todo por Vittorio Messori, según la cual Jesús actuó conforme a la ley en la purificación del templo, impidiendo un abuso respecto al templo. Pero, si de eso se quisiera sacar la conclusión de que Jesús «aparece como un simple reformador que defiende los preceptos judíos de santidad» (así Eduard Schweizer; cit. según Pesch, Markusevangelium, II, p. 200), no se valoraría bien el verdadero sentido del acontecimiento. Las palabras de Jesús demuestran que su reivindicación iba más al fondo, precisamente porque con su actuación pretendía dar cumplimiento a la Ley y los Profetas. 

Llegamos así a una segunda explicación, que contrasta con la primera: la interpretación político-revolucionaria del acontecimiento. Ya en la Ilustración se habían producido intentos de interpretar a Jesús como un revolucionario político. Pero sólo la obra de Robert Eisler, Iesous Basileus ou Basileusas, publicada en dos volúmenes (Heidelberg 1929-1930), trató de demostrar coherentemente, basándose en el conjunto de los datos neotestamentarios, que «Jesús habría sido un revolucionario político de carácter apocalíptico: habría sido arrestado y ejecutado por los romanos por haber provocado una insurrección en Jerusalén» (Hengel, War Jesus Revolutionär?,p. 7). El libro causó una enorme sensación, pero, dada la situación particular de los años treinta no obtuvo en aquel tiempo un efecto duradero. 

Sólo en los años sesenta se formó el clima espiritual y político en el que una visión como ésta pudo desarrollar una fuerza explosiva. Entonces fue Samuel George Frederick Brandon, en su obra Jesus and the Zealots (Nueva York 1967), quien dio a la interpretación de Jesús como revolucionario político una aparente legitimación científica. Con eso, Jesús fue colocado en la línea del movimiento de los zelotes, que veía su fundamento bíblico en el sacerdote Pinjás, un nieto de Aarón: Pinjás traspasó con la lanza a un judío que se había juntado con una mujer idólatra. En aquel momento fue considerado como modelo de los «celantes» de la Ley, del culto ofrecido únicamente a Dios (cf. Nm 25). 

El movimiento zelote reconocía su origen concreto en la iniciativa del padre de los hermanos macabeos, Matatías, que, frente al intento de uniformar a Israel totalmente según el modelo de la cultura unitaria helenística, privándolo con eso también de su identidad religiosa, había afirmado: «No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda» (1 M 2,22). Esta palabra inició la insurrección contra la dictadura helenística. Matatías llevó a la práctica su palabra: mató al hombre que, siguiendo los decretos de las autoridades helenísticas, quería ofrecer públicamente sacrificios a los ídolos. «Al verlo, Matatías se indignó…, corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara… en su celo por la Ley» (1 M 2, 24ss). De allí en adelante, la palabra «celo» (zélos, en griego) fue el término clave para expresar la disponibilidad a comprometerse con la fuerza en favor de la fe de Israel, a defender el derecho y la libertad de Israel mediante la violencia. 

Según la tesis de Eisler y Brandon habría que colocar a Jesús en esta línea del «zélos», de los zelotes, una tesis que en los años sesenta suscitó una oleada de teologías políticas y teologías de la revolución. Como prueba central de esta teoría se aducía entonces la purificación del templo, que habría sido evidentemente un acto de violencia, porque sin violencia ni siquiera habría podido ocurrir, aunque los evangelistas hayan tratado de ocultarlo. También el saludo a Jesús como hijo de David y fundador del reino davídico habría sido un acto político, y la crucifixión de Jesús por los romanos bajo la acusación de «rey de los judíos» demostraría plenamente que Él había sido un revolucionario —un zelote—, y como tal habría sido ajusticiado. 

Con el tiempo se ha calmado la oleada de las teologías de la revolución que, basándose en un Jesús interpretado como zelote, trataron de legitimar la violencia como medio para establecer un mundo mejor, el «Reino». Los terribles resultados de una violencia motivada religiosamente están a la vista de todos nosotros de manera más que sobradamente rotunda. La violencia no instaura el Reino de Dios, el reino del humanismo. Por el contrario, es un instrumento preferido por el anticristo, por más que invoque motivos religiosos e idealistas. No sirve a la humanidad, sino a la inhumanidad. 

Pero entonces, ¿cuál es la verdad acerca de Jesús? ¿Fue tal vez un zelote? La purificación del templo ¿fue quizás el principio de una revolución política? Toda la actividad y el mensaje de Jesús —desde las tentaciones en el desierto, su bautismo en el Jordán, el Sermón de la Montaña, hasta la parábola del Juicio final (cf. Mt 25) y su respuesta a la confesión de Pedro— se oponen decididamente a ello, como hemos visto en la primera parte de esta obra. 

No. La insurrección violenta, el matar a otros en nombre de Dios no se corresponde con su modo de ser. Su «celo» por el Reino de Dios fue completamente diferente. No sabemos precisamente lo que se imaginaron los peregrinos cuando, en la «entronización» de Jesús, hablaban de «el Reino que llega, el de nuestro padre David». Pero lo que Jesús mismo pensaba y pretendía lo ha mostrado muy a las claras con sus gestos y con las palabras proféticas en cuyo contexto se puso Él mismo. 

Ciertamente, en los tiempos de David el burro había sido la expresión de su majestad y, siguiendo la estela de esta tradición, Zacarías presenta al nuevo rey de la paz que cabalga en un borrico cuando entra en la Ciudad Santa. Pero ya en los tiempos de Zacarías, y todavía más en los de Jesús, el caballo se había convertido en la expresión del poder y de los poderosos, mientras que el burro era el animal de los pobres y, por tanto, la imagen de una majestad bien diferente. 

Es verdad que Zacarías anuncia un reino «de mar a mar». Pero precisamente con ello abandona el cuadro nacional e indica una nueva universalidad, en la que el mundo encuentra la paz de Dios y, en la adoración del único Dios, permanece unido por encima de todas las fronteras. En ese reino del que habla el profeta se rompen los arcos guerreros. Lo que en él es todavía una visión misteriosa, cuya configuración concreta no se puede percibir con nitidez cuando se avista en lontananza su llegada, se irá desvelando poco a poco en el obrar de Jesús, aunque sólo podrá adquirir su plena forma después de la resurrección y en la progresión del Evangelio hacia los paganos. Pero también en el momento de la entrada de Jesús en Jerusalén, la conexión con la profecía tardía, en la cual Jesús enmarca su acción, daba a su gesto una orientación en contraste radical con la interpretación de los zelotes. 

Jesús no sólo encontró en Zacarías la imagen del rey de la paz que llega sobre un borrico, sino también la del pastor herido que, con su muerte, trae la salvación, y la imagen del traspasado hacia el que todos habrían vuelto la mirada. Otro gran punto de referencia en el cual Jesús enmarcaba su actuación era la visión del siervo de Dios que sufre y que sirviendo ofrece la vida por la multitud y trae así la salvación (cf.Is 52,13-53,12). Esta profecía tardía es la clave de interpretación con la que Jesús abre el Antiguo Testamento; a partir de ella, Él mismo se convierte más tarde, después de la Pascua, en la clave para leer de modo nuevo la Ley y los Profetas. 

Vengamos ahora a las palabras de interpretación con las que Jesús mismo explica el gesto de la purificación del templo. Escuchemos ante todo a Marcos, con el que coinciden Mateo y Lucas, prescindiendo de pequeñas variantes. Después de la purificación, Jesús «enseñaba», nos dice Marcos. El evangelista ve resumido lo esencial de esta «enseñanza» en las palabras de Jesús: «¿No está quizás escrito: mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (11,17). En esta síntesis de la «doctrina» de Jesús sobre el templo —como ya hemos visto— están como fundidas dos palabras proféticas. 

Ante todo, la visión universalista del profeta Isaías (56,7), de un futuro en el que, en la casa de Dios, todos los pueblos adorarán al Señor como único Dios. En la estructura del templo, el patio de los gentiles donde se desarrolla la escena es el espacio abierto que invita a todo el mundo a rezar allí al único Dios. La acción de Jesús subraya esta apertura interior de la esperanza que estaba viva en la fe de Israel. Aunque Jesús limita conscientemente su intervención a Israel, está sin embargo movido siempre por la tendencia universalista de abrir a Israel, de manera que todos puedan reconocer en el Dios de este pueblo al único Dios común a todo el mundo. A la pregunta sobre lo que Jesús ha traído realmente a los hombres, respondíamos en la primera parte de esta obra que Él ha traído a Dios a los pueblos de la tierra (cf. pp. 69-70). Según su palabra, en la purificación del templo se trata precisamente de esta intención fundamental: quitar aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar por tanto el espacio para la adoración de todos. 

En la misma dirección apunta un pequeño episodio que Juan incluye en el «Domingo de Ramos». 

A este propósito debemos tener presente que, según Juan, la purificación del templo tuvo lugar durante la primera Pascua de Jesús, al principio de su actividad pública. Los Sinópticos, en cambio —como ya hemos visto—, sólo relatan una única Pascua de Jesús y, así, la purificación del templo se sitúa necesariamente en los últimos días de toda su actividad. Mientras que hasta hace algún tiempo la exégesis partía predominantemente de la tesis de que la datación de san Juan era «teológica», y no exacta en el sentido biográfico-cronológico, hoy se ven cada vez más claramente las razones que abogan por una datación exacta, también desde el punto de vista cronológico, del cuarto evangelista que, no obstante toda la impregnación teológica del contenido, se revela también aquí, como en otros casos, informado con mucha precisión sobre tiempos, lugares y desarrollo de los hechos. Pero no debemos entrar aquí en esta discusión, a fin de cuentas secundaria. Detengámonos sencillamente a examinar ese pequeño episodio que, para Juan, no está relacionado temporalmente con la purificación del templo, pero que aclara ulteriormente su sentido intrínseco. 

El evangelista dice que había también entre los peregrinos algunos griegos «que habían subido para adorar en la fiesta» (Jn 12,20). Estos griegos se acercan a «Felipe, el de Betsaida de Galilea», y le ruegan: «Señor, queremos ver a Jesús» (12,21). En el discípulo con nombre griego procedente de la Galilea medio pagana ven obviamente a un intermediario que puede facilitarles el acceso a Jesús. 

Esta palabra de los griegos —«Señor, queremos ver a Jesús»— nos recuerda en cierto modo la visión que san Pablo tuvo de aquel Macedonio que le dijo: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (Hch 16,9). El Evangelio prosigue comentando que Felipe habló con Andrés y ambos expusieron la petición a Jesús. Como sucede a menudo en el Evangelio de Juan, Jesús responde de una manera misteriosa y, en aquel momento, enigmática: «Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (12,23s). A la solicitud de un grupo de peregrinos griegos de obtener un encuentro, Jesús contesta con una profecía de la Pasión, en la cual interpreta su muerte inminente como «glorificación», una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad obtenida. ¿Qué significa esto? 

Lo que cuenta no es un encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo «verán»: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su «gloria»: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y en su filosofía. La universalidad de la que habla la profecía de Isaías (cf. 56,7) se manifiesta a la luz de la cruz: a partir de la cruz, el único Dios se hace reconocible para los pueblos; en el Hijo conocerán al Padre y, de este modo, al único Dios que se ha revelado en la zarza ardiente. 

Pero volvamos a la purificación del templo, donde la promesa universalista de Isaías se entrelaza también con aquella otra palabra de Jeremías: «Habéis hecho de mi casa una cueva de bandidos» (cf. 7,11). En el contexto de la explicación del discurso escatológico de Jesús retornaremos aún brevemente a la lucha del profeta Jeremías a propósito y en favor del templo. Anticipamos aquí lo esencial: Jeremías se bate apasionadamente por la unidad entre culto y vida en la justicia delante de Dios; lucha contra una politización de la fe, según la cual Dios debería defender en cualquier caso su templo para no perder el culto. Sin embargo, un templo que se ha convertido en una «cueva de bandidos» no tiene la protección de Dios. 

En la convivencia entre culto y negocios que Jesús combate, Él ve obviamente que se produce de nuevo la situación de los tiempos de Jeremías. En este sentido, tanto su palabra como su gesto son una advertencia en la que, sobre la base de Jeremías, se podía percibir también la alusión a la destrucción de este templo. Pero, como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos indican con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo. Esta explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que de una manera deformada se encuentra también en labios de los falsos testigos durante el proceso de Jesús, según el relato de Mateo y Marcos. No cabe duda de que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe situar en el contexto de la purificación del templo. 

En Marcos, el falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres» (14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús, pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo abandonan a la destrucción quienes lo convierten en una cueva de ladrones, como había ocurrido en los tiempos de Jeremías. 

En Juan, la verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad judía de una señal que probara su legitimación para un acto como la purificación del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al mundo. 

Pero la palabra va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo comprendieron esa palabra en toda su profundidad al recordarla después de la resurrección, rememorándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los discípulos, como Iglesia. 

El rechazo a Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad» (In 4,23). ¿Qué hay entonces acerca del «zélos» de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en el contexto de la purificación del templo— nos ha dejado una palabra preciosa que representa una respuesta precisa y profunda a la cuestión. Nos dice que, con ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (2,17). Es una palabra tomada del gran Salmo 69, aplicable a la Pasión. A causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello… Por ti he aguantado afrentas… me devora el celo de tu templo…» (Sal 69,2.8.10). 

Los discípulos han reconocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Este es el vuelco fundamental que Jesús ha dado al tema del celo. Ha transformado el «celo» de servir a Dios mediante la violencia en el celo de la cruz. De este modo ha establecido definitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo; en eso reside la respuesta auténtica a la cuestión sobre el «zelotismo» de Jesús. 

Esta interpretación encuentra confirmación nuevamente en dos pequeños episodios con los que Mateo concluye el relato de la purificación del templo. 

«En el templo se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó» (21,14). Al comercio de animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone su bondad sanadora. Ésta es la verdadera purificación del templo. Jesús no viene como destructor; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes son relegados al margen de la propia vida y de la sociedad a causa de su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza del amor. 

En total armonía con todo esto, además, aparece el comportamiento de los niños, que repiten la aclamación del Hosanna que los adultos le niegan (cf. Mt 21,15). De estos «pequeños» recibirá siempre la alabanza (cf. Sal 8,3), de los que son capaces de ver con un corazón puro y simple, y que están abiertos a su bondad. 

Así, en estos pequeños episodios se apunta ya al nuevo templo que Él ha venido a edificar.)