El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca


Domingo III Tiempo Ordinario Ciclo B


+Evangelio según San Marcos 1, 14-20. 

Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: 

«El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia». 

Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. 

Jesús les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres». 

Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron. 

Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, 

y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.  


+Meditación:


San Agustín

«El mismo Señor Jesús comenzó así su predicación: “Arrepentíos, porque está llegando el reino de los cielos” (Mt 4,17). Juan Bautista, su precursor, había comenzado de la misma forma: “Arrepentíos porque está llegando el reino de los cielos” (Mt 3,2). Ahora, el Señor recrimina a los hombres que no se convierten, estando cerca el reino de los cielos, este reino de los cielos del que él mismo dice: “no vendrá de forma espectacular”, y también “está en medio de vosotros” (Lc 17,20-21). Que cada uno, pues, sea sensato y acepte los avisos del Maestro, para no dejar escaparse el tiempo de la misericordia, este tiempo que transcurre ahora, para que se salve el género humano de la perdición. Porque si el hombre es puesto a salvo es para que se convierta y que nadie sea condenado. Sólo Dios sabe el momento del fin del mundo. Sea cuando sea, ahora es el tiempo de la fe».

San Crisóstomo

Cumplido ya el tiempo, es decir, cuando verdaderamente llegó la plenitud de los tiempos y envió Dios a su Hijo (Gál 4), fue conveniente que el género humano obtuviera la última gracia de Dios. Por esto dice que el reino de Dios se había aproximado. Pero el reino de Dios es, en cuanto a la sustancia, el mismo que el reino de los Cielos, aunque difiera por la razón. Se entiende por reino de Dios aquél en que Dios reina; esto es en las regiones de los vivos, cuando se vive en las buenas promesas de ver a Dios cara a cara. Aquella región se puede entender ya sea por el amor, ya sea por alguna otra prueba de aquellos que llevan la imagen divina. Esto se entiende por cielos. Es, pues, bien claro que el reino de Dios no se encierra en ningún lugar ni tiempo.

San Jerónimo

Hace penitencia el que quiere unirse al eterno Bien, esto es, al reino de Dios. El que desea la almendra de la nuez, rompe la cáscara. La dulzura de la fruta compensa la amargura de la raíz. La esperanza del enriquecimiento hace agradables los peligros del mar, la esperanza de la salud mitiga el dolor que causa la curación. Así, pues, los que merecieron llegar a la palma de la indulgencia son los que pueden anunciar dignamente las enseñanzas de Cristo. Y por esto, después que dijo: «Haced penitencia», añadió: «Y creed en el Evangelio, porque si no creyereis, no le entenderéis». Haced penitencia y creed, esto es, renunciad a las obras de muerte. Porque, de ¿qué aprovecha creer sin buenas obras? Porque no lleva a la fe el mérito de las buenas obras, sino que empieza la fe para que sigan las buenas obras.


+Catecismo


541: «Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”» (Mc 1, 15). «Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos». Pues bien, la voluntad del Padre es «elevar a los hombres a la participación de la vida divina». Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra «el germen y el comienzo de este Reino».

543: Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús.

545: Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mc 2, 17). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).

1427: Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

1428: Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que «recibe en su propio seno a los pecadores» y que siendo «santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación». Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito» (Sal 51, 19), atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.

1989: La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: «Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca» (Mt 4, 17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. «La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior».

1990: La justificación arranca al hombre del pecado que contradice al amor de Dios, y purifica su corazón. La justificación es prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón. Reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana.


+Pontífices


San Juan Pablo II

1. “Se ha cumplido el tiempo, está cerca el reino de Dios” (Mc 1, 15). Con estas palabras Jesús de Nazaret comienza su predicación mesiánica. El reino de Dios, que en Jesús irrumpe en la vida y en la historia del hombre, constituye el cumplimiento de las promesas de salvación que Israel había recibido del Señor.

Jesús se revela Mesías, no porque busque un dominio temporal y político según la concepción de sus contemporáneos, sino porque con sumisión se culmina en la pasión-muerte-resurrección, “todas las promesas de Dios son ‘sí’” (2 Cor 1, 20).

2. Para comprender plenamente la misión de Jesús es necesario recordar el mensaje del Antiguo Testamento que proclama la realeza salvífica del Señor. En el cántico de Moisés (Ex15, 1-18), el Señor es aclamado “rey” porque ha liberado maravillosamente a su pueblo y lo ha guiado, con potencia y amor, a la comunión con Él y con los hermanos en el gozo de la libertad. También el antiquísimo Salmo 28/29 da testimonio de la misma fe: el Señor es contemplado en la potencia de su realeza, que domina todo lo creado y comunica a su pueblo fuerza, bendición y paz (Sal 28/29, 10). Pero la fe en el Señor “rey” se presenta completamente penetrada por el tema de la salvación, sobre todo en la vocación de Isaías. El “Rey” contemplado por el Profeta con los ojos de la fe “sobre un trono alto y sublime” (Is 6, 1 ) es Dios en el misterio de su santidad transcendente y de su bondad misericordiosa, con la que se hace presente a su pueblo como fuente de amor que purifica, perdona, salva: “Santo, Santo, Santo, Yahvé de los ejércitos. Está la tierra llena de tu gloria” (Is 6, 3).

Esta fe en la realeza salvífica del Señor impidió que, en el pueblo de la alianza, la monarquía se desarrollase de forma autónoma, como ocurría en el resto de las naciones: El rey es el elegido, el ungido del Señor y, como tal, es el instrumento mediante el cual Dios mismo ejerce su soberanía sobre Israel (cf. 1 Sam 12, 12-15). “El Señor reina”, proclaman continuamente los Salmos (cf. 5, 3; 9, 6; 28/29, 10; 92/93, 1; 96/97, 1-4; 145/146, 10).

3. Frente a la experiencia dolorosa de los límites humanos y del pecado, los Profetas anuncian una nueva Alianza, en la que el Señor mismo será el guía salvífico y real de su pueblo renovado (cf. Jer 31, 31-34; Ez 34, 7-16; 36, 24-28).

En este contexto surge la expectación de un nuevo David, que el Señor suscitará para que sea el instrumento del éxodo, de la liberación, de la salvación (Ez 34, 23-25; cf. Jer 23, 5-6). Desde ese momento la figura del Mesías aparece en relación íntima con la manifestación de la realeza plena de Dios.

Tras el exilio, aún cuando la institución de la monarquía decayera en Israel, se continuó profundizando la fe en la realeza que Dios ejerce sobre su pueblo y que se extenderá hasta “los confines de la tierra”. Los Salmos que cantan al Señor rey constituyen el testimonio más significativo de esta esperanza (cf. Sal 95/96 – 98/99).

Esta esperanza alcanza su grado máximo de intensidad cuando la mirada de la fe, dirigiéndose más allá del tiempo de la historia humana, llegará a comprender que sólo en la eternidad futura se establecerá el reino de Dios en todo su poder: entonces, mediante la resurrección, los redimidos se encontrarán en la plena comunión de vida y de amor con el Señor (cf. Dan 7, 9-10; 12, 2-3).  (Audiencia general, 18-03-1987)

Benedicto XVI

Cristo, el Salvador, concedió a Israel la conversión y el perdón de los pecados (ib., v. 31) —en el texto griego el término es metanoia—, concedió la penitencia y el perdón de los pecados. Para mí, se trata de una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Existe una tendencia en exégesis que dice: Jesús en Galilea anunció una gracia sin condición, totalmente incondicional; por tanto, también sin penitencia, gracia como tal, sin condiciones humanas previas. Pero esta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que reconozcamos nuestro pecado, es una gracia que reconozcamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una trasformación de nuestro ser. Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros, los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar. El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, es obra de la misericordia divina. Estas dos cosas que dice san Pedro —penitencia y perdón— corresponden al inicio de la predicación de Jesús: metanoeite, es decir, convertíos (cf. Mc 1, 15). Por lo tanto, este es el punto fundamental: la metanoia no es algo privado, que parecería sustituido por la gracia, sino que la metanoia es la llegada de la gracia que nos trasforma. (Capilla Paulina 15-04-2010)

 

 

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