La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.


Dice Jesucristo que el Espíritu Santo nos inspira, nos enseña y nos guía. Y San Lucas dice que el Espíritu Santo nos ordena, y que mentirle es mentir a Dios. San Juan dice que nos inspira y consuela.

San Pablo dice que es dador de vida, que nos santifica e intercede por nosotros.

El Espíritu Santo nos ayuda a comprender mejor lo que Jesús nos dijo, y nos da fuerza para seguir al Señor.

El Espíritu Santo se manifestó visiblemente en el bautismo de Cristo, en el rio Jordán, en forma de paloma, y el día de Pentecostés, a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, en forma de lenguas de fuego.

Cuando vivimos en gracia de Dios, tenemos la gracia santificante que nos hace templos vivos del Espíritu Santo. Él habita en nosotros y nos llena de sus dones. Sin su inspiración y ayuda, nada bueno podemos hacer.

Dice Nuestro Señor Jesucristo que el pecado contra el Espíritu Santo no se perdona. Los teólogos lo interpretan como la voluntad de no querer arrepentirse, y Dios no perdona a quien no quiere arrepentirse. Quien rechaza la gracia de Dios y voluntariamente se obstina en su maldad, es imposible que, mientras permanezca en esas disposiciones, se le perdone su pecado.

Por todo esto el Espíritu Santo, es una persona divina, hace parte de la Santísima Trinidad y por lo tanto debe recibir la misma adoración y honor que El Padre y El Hijo. El Espíritu Santo es Dios.


Los Dones del Espíritu Santo:

Son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.

Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia. Es incompatible con el pecado mortal.


DONES DEL ESPIRITU SANTO

Del Catecismo:

1830 La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.
Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.

1831 Los siete dones del Espíritu Santo son:

Sabiduría, Inteligencia, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad y Temor de Dios.

Estos dones, Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2).

Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben.

Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma, para secundar con facilidad las mociones de ese mismo Espíritu.

Es como un instinto sobrenatural que coloca Dios en la mente y el corazón de la persona que, despojada de sí misma y del apego desordenado a las cosas y a las personas, vacía de sí y de su egoísmo personal, puede sentir las mociones de Dios a través de su Espíritu, y seguirlas dócilmente.

Así como las virtudes cardinales y morales se basan en la razón iluminada por la fe internamente, y son por consiguiente a modo humano, ya que es la persona que actúa iluminada por lo que cree con su inteligencia, secundando esta iniciativa Dios con su gracia, en este caso es Dios quien actúa como causa externa, y la persona quien sigue la moción divina, por lo que los actos que producen los dones ya no son al modo humano, sino al modo divino o sobrehumano.


Su número y su enunciación bíblica.

Los dones del Espíritu Santo son siete, número muy querido en la simbología cristiana para expresar plenitud y perfección: Siete son los días que Dios creó, siete son los sacramentos que comunican la plenitud de la salvación pascual, siete son las virtudes cardinales más las teologales, siete son los dones del Espíritu Santo que perfeccionan estas virtudes.

Están enumerados en Isaías, capítulo 11, versículos 2 y 3. El don de piedad es un desdoblamiento del don de temor (amor) de Dios, que figura dos veces.


¿Cuáles son los Dones del Espíritu Santo y cómo actúa cada uno?

Los podemos dividir en dos grandes grupos:

Los que afectan más a la inteligencia especulativa y práctica: Son los dones de entendimiento, sabiduría, ciencia y consejo.

Los que afectan más a la voluntad operativa: Son los dones de piedad, fortaleza y temor (amor) de Dios.

1. El don de entendimiento o inteligencia permite penetrar en la verdad de las cosas, ya sea divinas y sobrenaturales o naturales y humanas o creacionales.

Capta la esencia de las cosas con claridad y el desarrollo de los razonamientos e ideas humanas, así como en los “razonamientos e ideas” divinas.

Capta la substancia oculta en los accidentes, como a Jesús bajo la apariencia del pan y del vino en la eucaristía.

También ayuda a descubrir los distintos sentidos de la Sagrada Escritura: literal y espiritual, alegórico, moral, escatológico o anagógico.

Y el sentido tipológico, descubriendo en las figuras latentes del Antiguo Testamento la presencia patente de Jesús Resucitado manifestado en el Nuevo.

Capta la esencia espiritual de las realidades sacramentales envueltas en el signo y la figura. Y el simbolismo de toda celebración litúrgica, aunque sea la más insignificante y pequeña, llenando esta captación de ternura y veneración a quien la padece o realiza.

Es todo lo contrario a la ceguera y embotamiento intelectual y espiritual, producidos más que nada por la aplicación carnal de los pecados capitales de la gula y la lujuria (el apego desordenado a la comida y a los placeres sensuales ilícitos para el cristiano).

2. El don de sabiduría nos permite experimentar las cosas divinas como por un instinto connatural que da el Espíritu Santo a la creatura, y le hace saborear y gustar a Dios manifestado en Jesús.

Contraria a la sabiduría es la necedad en las cosas espirituales, de quien prefiere a la creaturas en vez del Creador, las cosas materiales a las invisibles y eternas, y las cosas carnales a las espirituales y santas, y no observa en lo creatural aquello que conduce a Dios.

Entre los pecados capitales, no hay quienes aparten tanto de la sabiduría como la lujuria, que embrutece y animaliza irracionalmente, y la ira, que ofusca la mente y rencoriza el corazón, impidiendo que la razón discierna con claridad.

3. El don de ciencia, permite entender sobrenaturalmente a las cosas creadas. Ve el paso de Dios en la creación, en la providencia, en la historia personal y comunitaria, en la redención constante y en la santificación actual.

Capta el designio de Dios sobre las cosas, sobre la historia, en lo natural ve lo sobrenatural. Ve el bordado por encima de la tela en el telar, y no el entramado de hijos que por debajo aparece. Contempla y ayuda a sacar de los males bienes, y en los mismos males comprende los designios de Creador de todo, que saca bienes de ellos, así como del máximo mal físico y moral, que fue la condena y crucifixión de Jesucristo, sacó el bien máximo de la redención y de la resurrección corporal para Sí y para todo el género humano.

Ve a Dios y sus planes en el mundo sensible y corporal que nos rodea, en los acontecimientos de nuestra historia cotidiana, por más pequeña y aparentemente insignificante que sea, ya que a los ojos de Dios los pequeño e insignificante puede contener los valores perennes del esfuerzo y el amor de la santidad cristiana.

Comprende los “signos de los tiempos” (paso e inspiración de Dios en los valores de la historia), y capta los “síntomas de los tiempos” (los disvalores que los agentes del mal esparcen instigados por Satanás y por su propia inconducta personal).

Relaciona las cosas creadas con el mundo sobrenatural. Y resuelve con facilidad los más intrincados problemas cotidianos, aún en personas incultas y analfabetas.

Como opuesto a este don está la ignorancia, principalmente la ignorancia culpable, que es la que no quiere aprender aquello que le es necesario para su desempeño cristiano en la vida y para la salvación eterna de su alma.

No se debe presumir nunca “que se sabe” lo suficiente, ni colocar constantemente la inteligencia en cosas vanas, inútiles y perniciosas, ni dejarnos seducir por la curiosidad, el chimento y el qué dirán de uno mismo o el qué dicen de otros.

4. El don de consejo es el que aplica la inspiración divina a la conducta práctica cotidiana. Discierne los casos particulares que se presentan.

Casos imprevistos, repentinos, difíciles de resolver, los soluciona instantáneamente esta inspiración si es secundada y escuchada por el don que hay en el alma en gracia. La mente y el corazón establecen el “contacto divino” y lo detectan.

Resuelve multitud de situaciones.

Inspira los medios más oportunos para autogobernarnos y relacionarnos con los demás.

Contrario a este don es la precipitación en el obrar, que no escucha la voz de Dios y pretende resolver las situaciones con la sola luz de la razón natural o la conveniencia del momento.

También lo es la lentitud, pues establecida la decisión del Espíritu, es necesaria la determinación rápida y enérgica de ejecución, antes de que cambien las circunstancias y las ocasiones se pierdan.

5. El don de piedad es propio de la voluntad, y establece la base del organismo sobrenatural para que actúe la inspiración del Espíritu Santo con relación a Dios, a la familia, a la patria en la que nacimos.

Con referencia a Dios, realiza la experiencia de la filiación, sintiéndonos como por connaturalidad hijos de Dios el Padre, hermanos y amigos de Jesús el Señor y esposos fieles del Espíritu Santo que ilumina y guía nuestras vidas.

Por lo tanto otorga un sentimiento de fraternidad universal, solidaridad, y el instinto de compartir los talentos, dones y bienes que el Señor nos dio.

A la ternura de hijos para con el Padre, la confianza en su providencia amorosa que nos coloca confiadamente en sus brazos, y la solidaridad común con los hijos del mismo, se añade el amor a los padres que nos engendraron, extensivo a toda la familia que componemos en lo natural. Y finalmente el amor a la gran familia patria, aquella en la que nacimos, en donde transcurrió nuestra infancia y nuestra vida, el lugar donde sepultamos a nuestros seres queridos y donde establecemos los lazos sociales de la amistad.

Se opone genéricamente a este don la “impiedad”, o dureza de corazón, para con Dios, para con nuestros padres, nuestra familia, o la indiferencia patria o crítica constante hacia todo ello.

6. El don de fortaleza enardece al individuo frente al temor de los peligros. Inspira el superarlos, y da una invencible confianza para vencer las dificultades.

Otorga a la persona una energía inquebrantable, principalmente frente a las adversidades que se le quieren imponer, la hace intrépida y valiente para lograr sus objetivos, y hace soportar el dolor y el fracaso con encomiable entusiasmo y jovialidad.

Proporciona también el “heroísmo de las cosas pequeñas”, además, claro está, de las cosas grandes.

Se opone a este don la tibieza en las cosas cotidianas, simples y sencillas, el temor o timidez en las cosas a realizar. También la flojedad y debilidad naturales, así como el apego a la propia comodidad y rutina, que nos impide emprender grandes cosas y nos impulsa a huír de lo novedoso, del esfuerzo, del temor al fracaso y del dolor que pueda sobrevenir.

7. El don de temor (por amor) de Dios, enardece la voluntad y el apetito contra la concupiscencia o los deseos desordenados, y otorga una extraordinaria capacidad para captar la Voluntad de Dios y ser feliz en ella practicándola.

Otorga una sublime experiencia de la grandeza y majestad del Dios Omnipotente y Creador.

Como creatura, se sumerge en la adoración profunda y contemplativa, más allá de todo y de todos. Porque Lo ama.

No quiere equivocarse en los caminos de Dios (pecar) y se lamenta compungida de las veces en que esto le ha acaecido, y más cuando ha sido ocasión de escándalo (tropiezo) para los demás. Porque Lo ama.

Observa los más pequeños y menores detalles para no tener ocasión de ofender a Jesús. Porque Lo ama.

Se opone principalmente al don de temor la soberbia que no considera a Dios en su justa dimensión, y que hasta se coloca incluso por encima de Él.

Y la presunción, de quien confía excesiva y desordenadamente en la “misericordia” divina, pensando que cualquier acción ilícita que haga Dios lo va a perdonar por ella (por la “misericordia”), por lo que no tiene escrúpulos (o muy pocos) en realizarla/s (las acciones ilícitas).


LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO SON 12

Del Catecismo:

1832 Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: Caridad, Gozo, Paz, Paciencia, Longanimidad, Bondad, Benignidad, Mansedumbre, Fidelidad, Modestia, Continencia y Castidad’ (Ga 5,22-23)


De los frutos de caridad, de gozo y de paz

Los tres primeros frutos del Espíritu Santo son la caridad, el gozo y la paz, que pertenecen especialmente al Espíritu Santo.

– La caridad, porque es el amor del Padre y del Hijo

– El gozo, porque está presente al Padre y al Hijo y es como el complemento de su bienaventuranza.

– La paz, porque es el lazo que une al Padre y al Hijo.

Estos tres frutos están unidos y se derivan naturalmente uno del otro.

-La caridad o el amor ferviente nos da la posesión de Dios

-El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra cosa que el reposo y el contento que se encuentra en el goce del bien poseído.

-La paz que, según San Agustín; es la tranquilidad en el orden. Mantiene al alma en la posesión de la alegría contra todo lo que es opuesto. Excluye toda clase de turbación y de temor.


La santidad y la caridad valen mas que todo

La caridad es el primero entre los frutos del Espíritu Santo, porque es el que más se parece al Espíritu Santo, que es el amor personal, y por consiguiente el que más nos acerca a la verdadera y eterna felicidad y el que nos da un goce más sólido y una paz más profunda. Dad a un hombre el imperio del universo con la autoridad más absoluta que sea posible; haced que posea todas las riquezas, todos los honores, todos los placeres que se puedan desear; dadle la sabiduría más completa que se pueda imaginar; que sea otro Salomón y más que Salomón, que no ignore nada de toda lo que una inteligencia pueda saber; añadidle el poder de hacer milagros: que detenga al sol, que divida los mares, que resucite los muertos, que participe del poder de Dios en grado tan eminente como queráis, que tenga además el don de profecía, de discernimiento de espíritus y el conocimiento interior de los corazones. El menor grado de santidad que pueda tener este hombre, el menor acto de caridad que haga, valdrá mucho más que todo eso, porque lo acercan al Supremo bien y le dan una personalidad más excelente que todas esas otras ventajas si las tuviera; y esto, por dos razones:

1- Porque participar de la santidad de Dios, es participar de todo lo más importante, por decirlo así, que hay en Él. Los demás atributos de Dios, como la ciencia, el poder, pueden ser comunicados a los hombres de tal manera que les sean naturales. Unicamente la santidad no puede serles nunca natural (sino por gracia).

2- Porque la santidad y la felicidad son como dos hermanas inseparables y porque Dios no se da ni se une más que a las almas santas y no a las que sin poseer la santidad, poseen la ciencia, el poder y todas las demás perfecciones imaginables.

Por lo tanto, el grado más pequeño de santidad o la menor acción que la aumente, es preferible, a los cetros y coronas. De lo que se deduce que perdiendo cada día tantas ocasiones de hacer actos sobrenaturales, perdemos incontables felicidades, casi imposibles de reparar.

No podemos encontrar en las criaturas el gozo y la paz, que son frutos del Espíritu Santo, por dos razones.

1- Porque únicamente la posesión de Dios nos afianza contra las turbaciones y temores, mientras que la posesión de las criaturas causa mil inquietudes y mil preocupaciones. Quien posee a Dios no se inquieta por nada, porque Dios lo es todo para él, y todo lo demás solo vale en relación a El y según El lo disponga.

2- Porque ninguno de los bienes terrenos nos puede satisfacer ni contentar plenamente. Vaciad el mar y a continuación, echad en él una gota de agua: ¿llenaría este vacío inmenso? Todas las criaturas son limitadas y no pueden satisfacer el deseo del alma por Dios. La paz hace que Dios reine en el alma y que solamente Él sea el dueño. La paz mantiene al alma en la perfecta dependencia de Dios. Por la gracia santificante, Dios se hace en el alma como una fortaleza donde habita. Por la paz se apodera de todas las facultades, fortificándolas tan poderosamente que las criaturas ya no pueden llegar a turbarlas. Dios ocupa todo el interior. Por eso los santos están tan unidos a Dios lo mismo en la oración que en la acción y los acontecimientos más desagradables no consiguen turbarlos.


De los frutos de Paciencia y Mansedumbre

– Paciencia modera la tristeza

– Mansedumbre modera la cólera

Los frutos anteriores disponen al alma a la de paciencia, mansedumbre y moderación. Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y de la virtud de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta impetuosa para rechazar el mal presente. El esfuerzo por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre reprimir los movimientos de cólera; el alma sigue en la misma postura, sin perder nunca su tranquilidad. Porque al tomar el Espíritu Santo posesión de todas sus facultades y residir en ellas, aleja la tristeza o no permite que le haga impresión y hasta el mismo demonio teme a esta alma.


De los frutos de bondad y benignidad

Estos dos frutos miran al bien del prójimo.

– La bondad y la inclinación que lleva a ocuparse de los demás y a que participen de lo que uno tiene.

– La Benignidad. No tenemos en nuestro idioma la palabra que exprese propiamente el significado de benígnitas. La palabra benignidad se usa únicamente para significar dulzura y esta clase de dulzura consiste en tratar a los demás con gusto, cordialmente, con alegría, sin sentir la dificultad que sienten los que tienen la benignidad sólo en calidad de virtud y no como fruto del Espíritu Santo.


Del fruto de longanimidad(perseverancia)

– La longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor a largo plazo. Impide el aburrimiento y la pena que provienen del deseo del bien que se espera, o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se sufre y no de la grandeza de la cosa misma o de las demás circunstancias. La longanimidad hace, por ejemplo, que al final de un año consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio.


Del fruto de la fe

– La fe como fruto del Espíritu Santo, es cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de la fe.

Para esto debemos tener en la voluntad un piadoso afecto que incline al entendimiento a creer, sin vacilar, lo que se propone. Por no poseer este piadoso afecto, muchos, aunque convencidos por los milagros de Nuestro Señor, no creyeron en Él, porque tenían el entendimiento oscurecido y cegado por la malicia de su voluntad. Lo que les sucedió a ellos respecto a la esencia de la fe, nos sucede con frecuencia a nosotros en lo tocante a la perfección de la fe, es decir, de las cosas que la pueden perfeccionar y que son la consecuencia de las verdades que nos hace creer.

No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar conclusiones y responder coherentemente.

Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades.

Pero cuando nuestro corazón esta dominado por otros intereses y afectos, nuestra voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una dicotomía entre la «vida espiritual» (algo solo mental) y nuestra «vida real» (lo que domina el corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos piadosos. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y perfecta.


De los frutos de Modestia, Templanza y Castidad

– La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente, y además dispone todos los movimientos interiores del alma, como en la presencia de Dios. Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados, apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión y el reino de Dios: el don de presencia de Dios. Sigue rápidamente al fruto de modestia, y ésta es, respecto a aquélla, lo que era el rocío respecto al maná. La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más claridad que vemos los colores a la luz del mediodía.

La modestia nos es completamente necesaria, porque la inmodestia, que en sí parece poca cosa, no obstante es muy considerable en sus consecuencias y no es pequeña señal en un espíritu poco religioso.

Las virtudes de templanza y castidad atañen a los placeres del cuerpo, reprimiendo los ilícitos y moderando los permitidos.

– La templanza refrena la desordenada afición de comer y de beber, impidiendo los excesos que pudieran cometerse

– La castidad  regula o cercena el uso de los placeres de la carne.

Mas los frutos de templanza y castidad desprenden de tal manera al alma del amor a su cuerpo, que ya casi no siente tentaciones y lo mantienen sin trabajo en perfecta sumisión.

El Espíritu Santo actúa siempre para un fin: nuestra santificación que es la comunión con Dios y el prójimo por el amor.


Fuentes:

-Catecismo de la Iglesia Católica

-Royo Marín, Teología de la Perfección Cristiana

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