El, separará los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los carneros…

 


Daniel (XII, 1-2) dice más claramente : «Muchos de los que duermen en el polvo se despertarán, los unos para una vida eterna, los otros para un oprobio y una infamia eterna.»

 GARBIGOU-LAGRANGE, O. P.  “La vida eterna y la profundidad del alma”


 

La fe cristiana se presenta así en diversos símbolos : «Creo en Jesucristo, que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.» El Símbolo, que ha adoptado el nombre de San Atanasio, enseña con mayor precisión que en la última venida del Salvador a la Tierra «todos los hombres resucitarán en sus cuerpos y deberán rendir cuenta de sus actos». Es de fe que después de la resurrección general, juzgará Cristo a todos los hombres sobre lo que hayan pensado, deseado, dicho, hecho y omitido durante su vida terrena, es decir, sobre sus acciones buenas o malas, y que dará a cada uno según sus obras (Denz., 54, 86,  287, 429, 693). Veamos lo que nos dice a este pro- pósito la Sagrada Escritura y cómo lo explica la Teología. 


EL JUICIO UNIVERSAL EN LAS ESCRITURAS 


Las tradiciones religiosas de muchos pueblos han transmitido la creencia en una suprema justicia que se manifestará con las sanciones de ultratumba. Se encuentra también esta tradición bajo una u otra for- ma en las creencias de los pueblos salvajes. Ella muestra la necesidad de una retribución individual y describe el juicio que la ha de establecer. Además de este juicio individual, la de los antiguos Persas, entre las religiones paganas, admite un juicio último y universal. 

En la Biblia, los primeros libros del Antiguo Testamento, aunque manifiestan una fe profunda en la justicia de Dios, hablan de un modo aún muy oscuro 

de las sanciones del más allá. Sin embargo, se hallan en él afirmaciones como esta que se lee en el Eclesiastés (XII, 4): «Dios llamará a juicio todo lo que ha permanecido escondido y toda obra, sea buena o mala.» 

Mas es sobre todo con los profetas con quienes se viene precisando el anuncio del Juicio Universal. 

Isaías (LXVI, 15-24), hablando de la restauración de Israel para la eternidad «con cielos nuevos y tierra nueva», dice en nombre del Señor: «Toda carne vendrá a postrarse ante mí»; después anuncia a los impíos eternos castigos. Daniel (XII, 1-2) dice más claramente : «Muchos de los que duermen en el polvo se despertarán, los unos para una vida eterna, los otros para un oprobio y una infamia eterna.» Joel (1.11, 2) escribe : «Yo reuniré todas las naciones y las haré descender al valle de Josafat  y allí entraré en juicio con ellas.» 

El libro de la Sabiduría (V, 15)—siglo n antes de J. C.—, habla del mismo modo; después de haber descrito las penas que esperan a los malvados después de la muerte, dice : «Pero los justos vivirán eternamente; su recompensa es estar con el Señor» (Cfr. ibídem, VI, 6; XV, 8). En el libro de los Ma- cabeos (VII, q. 36), los siete hermanos mártires dijeron a su juez : «El Rey del universo nos resucitará para la vida eterna…, pero tú, en el juicio de Dios, recibirás el justo castigo de tu orgullo.»  

En el Nuevo Testamento es anunciado el Juicio Universal por el mismo Jesús y en varias ocasiones (Math., XI, 22-23): «Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Bethsaida… Sí, yo os lo digo: en el día del Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vos- otras.» XII, 41 : «Los hombres de Nínive se levantarán en el día del Juicio contra esta generación y la condenarán, porque ellos hicieron penitencia por  consejo de Jonás; y aquí está quien es más que Jonás.» 

Así también, Lucas (X, 12-14; XI, 31-32) y Mateo (XVI, 27) : «El Hijo del hombre dará a cada uno según sus obras.» 

Este Juicio Universal es presentado casi siempre en el Evangelio como obra de Cristo, sobre todo en el gran discurso sobre el fin del mundo conservado por los tres Evangelistas (Math., XXV, 31-36): «Cuando el Hijo del hombre vendrá en su gloria y todos los Angeles con El, El se sentará en el trono de su gloria.. Y habiendo sido reunidas todas las naciones en  torno de El, separará los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los carneros…» (S. Mat., XXIV, 31; Marc, XIH, 27; Luc, XXI, 27). En fin, Jesús, durante su Pasión, dirá el gran sacerdote: «Veréis al Hijo del hombre sentarse a la diestra del Omnipotente y venir sobre las nubes del cielo…» (Mat., XXVI, 64).

En el Evangelio de San Juan (Xn, 48), se lee: «El que me desprecia y no recibe mi palabra, él mismo tiene juez : la palabra misma que he anunciado; ella le juzgará en el último día.» Jo., VI, 40, 44, 55; XI, 25: «El que cree en Mí tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día.» Jo., V, 29: «Se acerca la hora en que todos los que yacen en el sepulcro oirán mi voz: la escucharán los que han obrado el bien, para una resurrección de vida; los que han obrado el mal, para una resurrección de condenación.» 

En los Hechos (X, 42) dice Pedro: «Jesús nos ha mandado predicar que es El el destinado por Dios para juez de los vivos y de los muertos.» Y San Pablo escribe (II, Cor., V, 10): «Todos nosotros tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para que cada uno reciba lo que ha merecido, cuan- do estaba aún en el cuerpo, según sus obras, buenas o malas.» El mismo San Pablo habla claramente en otra ocasión de la resurrección general y del Juicio final (I, Cor., XV, 26): «El último enemigo que será destruido es la muerte…» «Entonces el mismo Hijo de Dios rendirá homenaje a Aquel que le ha sometido todas las cosas, a fin de que Dios esté todo en todos». (Rom., H, 11-16): «Dios no hace acepción de personas… Esto se verificará en el día en que juzgará, por medio de Jesucristo, las acciones secretas de los hombres» (Cfr. : Rom., IV, 12; Cor., XV, 15; Tim, IV, 14). 

En el Apocalipsis (XX, 12), San Juan dice, por fin : «Yo veo los muertos, grandes y pequeños, ante el trono. Son abiertos libros… y los muertos juzgados según lo que está escrito en los libros, según SU3 obras.» 

Los Padres griegos y latinos no sólo enseñan explícitamente este dogma, sino que describen también, con viveza, el último Juicio. Baste citar a San Agustín (Ciudad de Dios, L., XX, c. 30, n. 3): «Ninguno pone en duda o niega que Jesucristo, como lo anuncia la Sagrada Escritura, pronunciará el último Juicio.» 

Las circunstancias que acompañarán al Juicio uni- versal son las siguientes : el juez será Jesús en su humanidad, ya que son sus méritos los que nos han abierto las puertas del Cielo. La materia del Juicio será la vida integral de cada uno de nosotros: pensamientos, palabras, obras, omisiones, todo el bien, todo el mal que se ha hecho. El tiempo, la época en que tal Juicio habrá de tener lugar, sólo Dios lo conoce (Marc, XIII, 32), aun cuando se encuentren en la Sagrada Escritura signos precursores de su llegada. (Marc, XIII, 7-33) : «Se verá levantarse pueblo contra pueblo…, habrá terremotos, hombres… Pero es necesario que antes sea predicado el Evangelio a todas las naciones… Vosotros seréis odiados por todos, dijo Cristo a sus discípulos, por causa de mi nombre… Habrá en aquellos días tales tribulaciones que jamás se habrán visto iguales desde el principio del mundo. Surgirán falsos Cristos y falsos profetas que harán señales y prodigios hasta el punto de seducir, si fuera posible, a los mismos elegidos… Se verá entonces al Hijo del hombre llegar sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad… Vigilad y orad, porque no sabéis cuándo llegará el momento.» 

San Pablo añade (II, Tessal., II, 3): «No os dejéis seducir…, hasta que no llegue la apostasía y el hombre del pecado (el Anticristo) no haya aparecido, no tendrá lugar el Juicio». 

San Pedro anuncia ( n , Petr., HI, 12): «Los cielos inflamados se disolverán, y los elementos incendiados se fundirán. Esperamos, según la promesa del Salvador, «nuevos cielos y tierra nueva» (Isaías, LXV, 17), en donde habitará la Justicia». San Pablo dice (Rom., VIII, 19): «La creación espera… con la esperanza dé llegar también a ser liberada de la servidumbre de la corrupción, para tomar parte en la libertad gloriosa de los Hijos de Dios». 

Por fin, el Apocalipsis (XXI, I) anuncia una renovación de este mundo en que ha vivido una humanidad caída. Libre de toda mancha, se verá constituida por Dios en un estado igual, y aun superior a aquel en que fué creada. La Jerusalén celestial, de que aquí se habla, es la Iglesia triunfante, sociedad de santos, establecida para siempre en la vida eterna tras el triunfo glorioso de su divino Esposo : «Y (para los justos) Dios enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte ya no existirá más, no habrá ya lutos, ni lamentos, ni dolores, ya que las cosas primitivas habrán desaparecido».


GARBIGOU-LAGRANGE, O. P.  “La vida eterna y la profundidad del alma”