«Tenía siempre los ojos rojos por el llanto, pero por un llanto dulce, sereno. Era el día 23 de Septiembre de 1968»


Él repetía continuamente: “¡Jesús, María!”, con voz cada vez más débil.

Después de las 21 hs. del 22 de septiembre de 1968 cuando el Padre Mariano se había alejado de la celda Nº 4 y yo había entrado a ella, el Padre Pío por medio del intercomunicador me llamó para que fuera a su habitación. Estaba en la cama, acostado sobre el lado derecho y sólo me preguntó la hora que marcaba el despertador colocado en su mesita de luz.
De sus ojos enrojecidos le sequé algunas lagrimitas y volví a la habitación Nº4 para mantenerme a la escucha junto al intercomunicador siempre encendido.
El Padre me llamó todavía otras cinco o seis veces hasta medianoche y tenía siempre los ojos rojos por el llanto, pero por un llanto dulce, sereno.
A medianoche me suplicó como un niño asustado: “Quédate conmigo, hijo mío” y empezó a preguntarme con mucha frecuencia la hora. Me miraba con ojos llenos de súplica, apretándome fuerte las manos.
Luego, como si se hubiera olvidado de la hora, preguntaba continuamente, me dijo: “Uaglió, a ditte a Messe? (¿Muchacho, has dicho Misa?)”. Respondí sonriendo: “Padre Espiritual, es demasiado temprano ahora para la Misa”.
Y él replicó: “Bueno, esta mañana la dirás por mí”. Y yo: “Pero todas las mañanas la digo por sus intenciones”.
Seguidamente quiso confesarse y terminada su confesión sacramental, me dijo: “Hijo mío, si hoy el Señor me llama, pide perdón en mi nombre a mis hermanos frailes por todas las molestias que he causado y les pido a ellos y a mis hijos espirituales una oración por mi alma”.
Respondí: “Padre Espiritual, estoy seguro que el Señor lo hará vivir aún mucho tiempo, pero si tuviera razón Ud., ¿puedo pedirle una última bendición para mis hermanos frailes, para sus hijos espirituales y sus enfermos?”.
Al final, me pidió renovar el acto de profesión religiosa.

Era la una, cuando me lo pidió: “Oye, hijo mío, yo aquí en la cama no respiro bien. Déjame levantarme.
En la silla respiraré mejor”. A la una, a las dos, a las tres eran en general las horas en que solía levantarse para prepararse para la Santa Misa, y antes de sentarse en el sillón solía hacer cuatro pasos por el corredor.
Esa noche noté, con gran sorpresa, que caminaba derecho y rápido como un joven, tanto que no había necesidad de sostenerlo. Cuando llegó a la salida de su celda, dijo: “Vamos un poco a la terracita” Lo seguí teniendo la mano bajo su brazo. Él mismo encendió la luz y cuando llegó cerca del sillón, se sentó y miró la terracita, curioseando, parecía que con los ojos buscara algo.
Después de cinco minutos quiso volver a la celda. Traté de alzarlo, pero me dijo: “No puedo”. En efecto, se había vuelto más pesado: “Padre Espiritual, no se preocupe”, le dije dándole ánimo y tomando enseguida la silla de ruedas, que estaba a dos pasos. Lo levanté del sillón por las axilas y lo hice sentar en la silla. Él mismo alzó los pies del suelo y los colocó en el lugar de apoyo de la silla de ruedas.
En la celda, una vez que lo puse en el sillón, él indicándome con la mano izquierda y con la mirada la silla de ruedas, me dijo: “Llévala para afuera”.
Cuando volví a entrar a la celda, noté que el Padre empezaba a palidecer. En la frente tenía un sudor frío.
Me asusté cuando vi que sus labios comenzaban a volverse lívidos. Él repetía continuamente: “¡Jesús, María!”, con voz cada vez más débil.

Me moví para ir a llamar a un hermano, pero él me detuvo diciéndome: “No despiertes a nadie”. Yo salí igualmente y, corriendo, me había alejado pocos pasos de su celda, cuando me llamó una vez más.
Y yo, pensando que me llamaba para decirme la misma cosa, retrocedí. Pero cuando sentí que me repetía:” No llames a nadie” le respondí con un acto de imploración: “Padre Espiritual, déjeme hacerlo.” Y corriendo me dirigí hacia la celda del Padre Mariano, pero viendo abierta la puerta de Fray Guglielmo, entré, encendí la luz y lo sacudí: “¡El Padre Pío está mal!”.
En un momento Fray Guglielmo llegó a la celda del Padre y yo corrí a telefonear al Dr. Sala. Éste llegó después de aproximadamente diez minutos y, apenas lo vio al Padre, preparó lo necesario para hacerle una inyección.
Cuando todo estuvo pronto, Fray Guglielmo y yo tratamos de levantarlo, pero no lográndolo, tuvimos que recostarlo en la cama. El doctor le aplicó la inyección y luego nos ayudó a ponerlo en el sillón mientras el Padre repetía con voz cada vez más débil y con el movimiento de los labios cada vez más imperceptible: “¡Jesús, María!”.
Llamados por mí, llegaron enseguida el Padre Guardián, el Padre Mariano y otros hermanos frailes; en tanto que llamados telefónicamente por el Dr. Sala, comenzaban a llegar uno tras otro Mario Pennelli, sobrino del Padre Pío, el director de la Casa Alivio del Sufrimiento Dr. Gusso y el Dr. Giovanni Scarale. Mientras los médicos le proporcionaban el oxígeno, primero con la cánula y luego con la máscara, el Padre Paolo da San Giovanni Rotondo le administraba al Padre Espiritual el Sacramento de los Enfermos y los otros.
A las 2, 30 hs., más o menos, Padre Pío inclinó suavemente la cabeza sobre el pecho – Había expirado.