Un nuevo orden  mundial económico y político no funciona si no hay una renovación espiritual, si no  podemos acercarnos de nuevo a Dios y encontrar a Dios en medio de nosotros.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE EMÉRITO BENEDICTO XVI


«Hoy en  Cristo, luz de los pueblos, has revelado a los pueblos el misterio de nuestra  salvación»

Celebramos con alegría la solemnidad de la Epifanía, «manifestación» de Cristo a los  gentiles, representados por los Magos, misteriosos personajes llegados de Oriente.  Celebramos a Cristo, meta de la peregrinación de los pueblos en búsqueda de la  salvación. El profeta, inspirado por Dios,  contempla a Jerusalén como un faro de luz, que, en medio de las tinieblas y de  la niebla de la tierra, orienta el camino de todos los pueblos. La gloria del Señor  resplandece sobre la ciudad santa y atrae ante todo a sus hijos deportados y  dispersos, pero al mismo  tiempo también a las naciones paganas, que de todas las  partes acuden a Sión como a una patria común, enriqueciéndola con sus bienes  (cf. Is 60, 1-6).  Se nos ha propuesto nuevamente lo que el apóstol san Pablo  escribió a los Efesios, es decir, que la convergencia de judíos y gentiles, por  iniciativa amorosa de Dios, en la única Iglesia de Cristo era «el misterio»  manifestado en la plenitud de los tiempos, la «gracia» de que Dios lo había hecho  ministro (cf. Ef 3, 2-3. 5-6).

Dentro de poco, en el Prefacio cantaremos:  «Hoy en  Cristo, luz de los pueblos, has revelado a los pueblos el misterio de nuestra  salvación».  Han transcurrido veinte siglos desde que ese misterio fue revelado y realizado en  Cristo, pero aún no se ha cumplido plenamente. Mi amado predecesor Juan Pablo  II, al inicio de su encíclica sobre la misión de la Iglesia, escribió que «a finales del  segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad  demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos» (Redemptoris missio,  1). Surgen espontáneamente algunas preguntas:  ¿en qué sentido, hoy, Cristo es  aún lumen gentium, luz de los pueblos? ¿En qué punto está —si se puede hablar  así— este itinerario universal de los pueblos hacia él? ¿Está en una fase de progreso  o de retroceso? Y también:  ¿quiénes son hoy los Magos? ¿Cómo podemos  interpretar, pensando en el mundo actual, a estos misteriosos personajes  evangélicos?  Para responder a estos interrogantes, quisiera volver a lo que los padres del  concilio Vaticano II dijeron al respecto. Y quiero añadir que, inmediatamente  después del Concilio, el siervo de Dios Pablo VI, hace cuarenta años, exactamente  el 26 de marzo de 1967, dedicó al desarrollo de los pueblos la encíclica Populorum  progressio.

En verdad, todo el concilio Vaticano II se sintió impulsado por el anhelo de anunciar  a la humanidad contemporánea a Cristo, luz del mundo. En el corazón de la Iglesia,  comenzando por el vértice de su jerarquía, brotó con fuerza, suscitado por el  Espíritu Santo, el deseo de una nueva epifanía de Cristo en el mundo, un mundo  que la época moderna había transformado profundamente y que por primera vez en  la historia se encontraba ante el desafío de una civilización global, donde el centro  ya no podía ser Europa y ni siquiera lo que llamamos Occidente y Norte del mundo.  Resultaba necesario establecer un nuevo orden mundial político y económico, pero  al mismo tiempo y sobre todo espiritual y cultural, es decir, un renovado  humanismo.

Con creciente evidencia se imponía esta constatación:  un nuevo orden  mundial económico y político no funciona si no hay una renovación espiritual, si no  podemos acercarnos de nuevo a Dios y encontrar a Dios en medio de nosotros.  Ya antes del concilio Vaticano II, conciencias iluminadas de pensadores cristianos  habían intuido y afrontado este desafío de cambio de época. Pues bien, al inicio del  tercer milenio nos encontramos de lleno en esta fase de la historia humana, que ya  se ha caracterizado con la palabra «globalización».  Por otra parte, hoy nos damos cuenta de cuán fácil es perder de vista los términos  de este mismo desafío, precisamente porque estamos implicados en él. Este peligro  aumenta en gran medida por la inmensa expansión de los medios de comunicación  social, los cuales, aunque por una parte multiplican indefinidamente las  informaciones, por otra parecen debilitar nuestra capacidad de síntesis crítica.

La solemnidad que hoy celebramos puede ofrecernos esta perspectiva, a partir de  la manifestación de un Dios que se reveló en la historia como luz del mundo, para  guiar e introducir por fin a la humanidad en la tierra prometida, donde reinan la  libertad, la justicia y la paz. Y somos cada vez más conscientes de que por nosotros  mismos no podemos promover la justicia y la paz, si no se nos manifiesta la luz de  un Dios que nos muestra su rostro, que se nos presenta en el pesebre de Belén,  que se nos presenta en la cruz.  Así pues, ¿quiénes son los «Magos» de hoy, y en qué punto está su «viaje» y nuestro  «viaje»? Volvamos, queridos hermanos y hermanas, a aquel momento de especial  gracia que fue la conclusión del concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965,  cuando los padres conciliares dirigieron a toda la humanidad algunos «Mensajes». El  primero estaba dirigido «a los gobernantes»; el segundo, «a los hombres del  pensamiento y de la ciencia». Son dos categorías de personas que, en cierto modo,  podemos ver representadas en los personajes evangélicos de los Magos.

Quisiera ahora añadir una tercera, a la cual el Concilio no dirigió ningún mensaje,  pero le dedicó mucha atención en la declaración conciliar Nostra aetate. Me refiero  a los líderes espirituales de las grandes religiones no cristianas. Por tanto, a dos mil  años de distancia podemos reconocer en los Magos una suerte de prefiguración de  estas tres dimensiones constitutivas del humanismo moderno:  la dimensión  política, la científica y la religiosa. La Epifanía nos lo muestra en estado de  «peregrinación», o sea, en un movimiento de búsqueda, a menudo algo confusa, que en definitiva tiene su punto de llegada en Cristo, aunque algunas veces la  estrella se oculta.  Al mismo tiempo nos muestra a Dios que, a su vez, está en peregrinación hacia el  hombre. No existe sólo la peregrinación del hombre hacia Dios; Dios mismo se ha  puesto en camino hacia nosotros. En efecto, Jesús no es sino Dios, que por decirlo  así sale de sí mismo para venir al encuentro de la humanidad. Por amor se ha  hecho historia en nuestra historia; por amor ha venido a traernos el germen de la  vida nueva (cf. Jn 3, 3-6) y a sembrarla en los surcos de nuestra tierra, para que  germine, florezca y dé fruto.  Hoy quisiera hacer míos esos Mensajes conciliares, que no han perdido su  actualidad. Por ejemplo, en el Mensaje a los gobernantes se lee:  «Es a vosotros a  quienes toca ser sobre la tierra los promotores del orden y la paz entre los  hombres. Pero no lo olvidéis:  es Dios, el Dios vivo y verdadero, el que es el Padre  de los hombres. Y es Cristo, su Hijo eterno, quien vino a decírnoslo y a enseñarnos  que todos somos hermanos. Él es el gran artesano del orden y la paz sobre la  tierra, porque es él quien conduce la historia humana y el único que puede inclinar  los corazones a renunciar a las malas pasiones que engendran la guerra y la  desgracia» (Concilio Vaticano II,BAC, Madrid 1968, p. 838). ¿Cómo no reconocer en  estas palabras de los padres conciliares la huella luminosa del único camino que  puede transformar la historia de las naciones y del mundo?  Asimismo, en el «Mensaje a los hombres del pensamiento y de la ciencia» leemos:   «Continuad buscando sin cansaros, sin desesperar jamás de la verdad». En efecto,  el gran peligro consiste en perder el interés por la verdad y buscar sólo el hacer, la  eficiencia, el pragmatismo. «Recordad —prosiguen los padres conciliares— las  palabras de uno de vuestros grandes amigos, san Agustín:  «Busquemos con afán  de encontrar y encontremos con el deseo de buscar aún más». Felices los que,  poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella  y ofrecerla a los demás. Felices los que, no habiéndola encontrado, caminan hacia  ella con un corazón sincero:  que busquen la luz de mañana con la luz de hoy,  hasta la plenitud de la luz» (ib., p. 640).  Esto es lo que decían los dos Mensajes conciliares. Juntamente con los gobernantes  de los pueblos, los investigadores y los científicos, hoy es más necesario que nunca  incluir a los representantes de las grandes tradiciones religiosas no cristianas,  invitándolos a confrontarse con la luz de Cristo, que no vino a abolir, sino a cumplir  lo que la mano de Dios ha escrito en la historia religiosa de las civilizaciones,  especialmente en las «grandes almas», que han contribuido a edificar la humanidad  con su sabiduría y sus ejemplos de virtud. Cristo es la luz, y la luz no puede  oscurecerse; sólo puede iluminar, aclarar, revelar. Por tanto, que nadie tenga  miedo de Cristo y de su mensaje. Y si a lo largo de la historia los cristianos, por ser  hombres limitados y pecadores, lo han traicionado a veces con sus  comportamientos, esto hace resaltar aún más que la luz es Cristo y que la Iglesia  sólo la refleja permaneciendo unida a él.

«Hemos visto su estrella en oriente y venimos a adorarlo» (Aleluya, cf. Mt 2, 2). Lo  que nos maravilla siempre, al escuchar estas palabras de los Magos, es que se  postraron en adoración ante un simple niño en brazos de su madre, no en el marco  de un palacio real, sino en la pobreza de una cabaña en Belén (cf. Mt 2, 11). ¿Cómo  fue posible? ¿Qué convenció a los Magos de que aquel niño era «el rey de los  judíos» y el rey de los pueblos? Ciertamente los persuadió la señal de la estrella,  que habían visto «al salir», y que se había parado precisamente encima de donde  estaba el Niño (cf. Mt 2, 9). Pero tampoco habría bastado la estrella, si los Magos  no hubieran sido personas íntimamente abiertas a la verdad. A diferencia del rey  Herodes, obsesionado por sus deseos de poder y riqueza, los Magos se pusieron en  camino hacia la meta de su búsqueda, y cuando la encontraron, aunque eran  hombres cultos, se comportaron como los pastores de Belén:  reconocieron la señal  y adoraron al Niño, ofreciéndole los dones preciosos y simbólicos que habían  llevado consigo.  Queridos hermanos y hermanas, también nosotros detengámonos idealmente ante  el icono de la adoración de los Magos. Encierra un mensaje exigente y siempre  actual. Exigente y siempre actual ante todo para la Iglesia que, reflejándose en  María, está llamada a mostrar a los hombres a Jesús, nada más que a Jesús, pues  él lo es Todo y la Iglesia sólo existe para permanecer unida a él y para darlo a  conocer al mundo.  Que la Madre del Verbo encarnado nos ayude a ser dóciles discípulos de su Hijo,  Luz de los pueblos. El ejemplo de los Magos de entonces es una invitación también  para los Magos de hoy a abrir su mente y su corazón a Cristo y ofrecerle los dones  de su búsqueda. A ellos, a todos los hombres de nuestro tiempo, quisiera repetirles  hoy:  no tengáis miedo de la luz de Cristo. Su luz es el esplendor de la verdad.  Dejaos iluminar por él, pueblos todos de la tierra; dejaos envolver por su amor y  encontraréis el camino de la paz. Así sea.


HOMILÍA DEL SANTO PADRE EMÉRITO BENEDICTO XVI

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