Fingimos que queremos ser los últimos y que queremos ocupar el postrer lugar en la mesa, pero con el fin de pasar honrosamente al primero

Por San Francisco de Sales


«Hacemos como quien huye y se esconde, para que vayan en pos de nosotros y nos busquen…»


Pero tú deseas que te conduzca más adelante por el camino de la humildad, pues todo lo que he dicho es más bien prudencia que humildad; ahora, pues, iremos más allá. Muchos no quieren ni se atreven a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha hecho en particular, por temor a volverse engreídos, y en esto se engañan porque, corno dice el gran Doctor Angélico, el verdadero medio para alcanzar el amor de Dios, es la consideración de los bienes que hemos recibido de Él; cuanto más los conozcamos, más lo amaremos; y como que los regalos recibidos personalmente conmueven más que los comunes, deben ser considerados con más atención.
En verdad, nada puede hacernos tan humildes delante de la misericordia de Dios como la consideración de sus beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de su justicia como ver la multitud de nuestros pecados. Consideremos lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho contra Él, y, así como pensamos minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también minuciosamente en sus gracias. No hemos de temer que lo bueno que Dios ha puesto en nosotros nos ensoberbezca, mientras tengamos bien presente que nada de cuanto hay en nosotros es nuestro. ¡Ah, Señor! ¿Dejan los burros de ser animales pesados y mal olientes, por el hecho de llevar a cuestas los muebles preciosos y perfumados del príncipe? ¿Qué tenemos de bueno, que no hayamos recibido?
Y, si lo hemos recibido, ¿por qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la consideración viva de las gracias recibidas nos hace crecer en la humildad, pues el conocimiento engendra el reconocimiento. Pero si, al recordar las gracias que Dios nos ha hecho, nos halaga cierta vanidad, el remedio infalible será recordar nuestras ingratitudes, nuestras imperfecciones y de nuestras miserias.
Si meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con nosotros, veremos con claridad que lo que hemos practicado cuando ha estado con nosotros no es mérito nuestro ni de nuestra propia cosecha. Nos alegraremos, claro está, de poseerlo, pero no glorificaremos por ello más que a Dios, porque El es el único autor. La Santísima Virgen confiesa que Dios ha hecho en ella cosas grandes, pero lo reconoce únicamente para humillarse y glorificar a Dios: «Mi alma -dice- glorifica al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes.»
Decimos muchas veces que no somos nada, que somos la miseria y el desecho del mundo, pero nos dolería mucho que alguien hiciese suyas nuestras palabras y anduviese diciendo de nosotros lo que somos. Al contrario, hacemos como quien huye y se esconde, para que vayan en pos de nosotros y nos busquen: fingimos que queremos ser los últimos y que queremos ocupar el postrer lugar en la mesa, pero con el fin de pasar honrosamente al primero. La verdadera humildad no dice muchas palabras humildes, porque no sólo desea ocultar las otras virtudes, sino también y principalmente desea ocultarse ella misma, y, si le fuese lícito mentir, fingir o escandalizar al prójimo, haría actos de arrogancia y de soberbia, para esconderse y vivir totalmente escondida.

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