Solamente tú eres dueño de tus actos.

POR MIGUEL CLAVERÍA, Centinela, 17 noviembre 2023


En 1961, la filósofa Hannah Arendt asistió al juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén. Eichmann, miembro de las SS, había sido uno de los máximos responsables de la logística de los campos de concentración nazis. Arendt tenía interés en ver qué clase de persona sería capaz de hacer semejantes cosas. En aquel juicio esperaba encontrar algún tipo de persona malvada, acaso un psicópata. Pero Arendt encontró algo muy diferente: a una persona mediocre y extremadamente normal. Sin problemas para socializar, con vínculos familiares y de amistad fuertes y que no destacaba por ningún tipo de crueldad en su vida ordinaria. En aquellas sesiones la filósofa acuñó el concepto de «banalidad del mal», que recogió en Eichmann en Jerusalén.
Durante el juicio, Eichmann no manifestó ningún tipo de culpa por lo que había hecho ni de odio hacia aquellos a quienes se lo había hecho. No se consideraba responsable de aquellas atrocidades porque sólo estaba «haciendo su trabajo». «Cumpliendo órdenes». Sólo estaba cumpliendo con su deber. Eichmann como perfecto cumplidor de la ley. Confesó incluso que llegado cierto punto, sencillamente pensaba que él —¡el encargado de la logística de la solución final!— no era dueño de sus propias obras y no podía cambiar nada.

Esta es la banalidad del mal de la que habló Arendt. Una vez que uno se autoengaña para pensar que no es responsable de sus propios actos, acaba haciendo con total tranquilidad las mayores atrocidades, porque sólo está «haciendo su trabajo» o «cumpliendo órdenes». Sin embargo, está banalidad olvida que la propia libertad existe, y siempre será posible resistir una orden injusta o una ley contraria al bien común. Por mucho que otro –pongamos Marlaska– te ordene hacer algo, la decisión de obedecer es tuya y solamente tuya. Tú eres siempre responsable de lo que haces.

La justicia y el bien existen antes que las leyes; por eso las leyes se deben a la justicia y al bien y no al contrario. Precisamente por eso lo justo y lo bueno no implica necesariamente cumplir la ley. Las mayores atrocidades se han dado a manos de perfectos cumplidores que sencillamente hacían su trabajo, cometiendo la grave irresponsabilidad de pensar que el bien y la justicia están meramente en el cumplimiento ciego de la obligación. En este sentido, dado que la ley debe servir al bien y la justicia, no puede realmente llamarse ley a aquella orden que va contra el bien y la justicia. Como bien apuntó santo Tomás de Aquino, a una legislación injusta o contraria al bien común por parte de un príncipe no se le debe obediencia. De hecho lo moralmente correcto es desobedecerla o resistirla. Otro santo Tomás, el británico Moro, le hizo caso.

Los capataces de las plantaciones de algodón americanas que daban latigazos a los negros sólo estaban haciendo su trabajo. Sólo cumplían órdenes. En realidad, hasta el camello de aquella esquina, que trapichea con el pico que mata de sobredosis al adicto, solamente está haciendo su trabajo. Por eso nos surge una duda: ¿Se puede realmente decir que no ha tenido ninguna responsabilidad en la muerte del adicto el perfecto cumplidor que sólo es responsable de haber elegido su trabajo de camello?

Si te ordenan lanzar gas lacrimógeno a una multitud tranquila en la que hay niños y ancianos, o cargar violentamente contra personas indefensas que no están siendo un peligro real para nadie, ¿puedes realmente excusarte en que sólo estás siguiendo órdenes? ¿O sería bueno desobedecerlas y plantar resistencia? Ahí donde existe la posibilidad de perder tu trabajo, nace la oportunidad de conservar algo mucho más importante: tu honra.

Al final, lo mínimo exigible a un policía es que sea íntegro. La situación puede ser complicada con familia, hijos… Pero un policía no ha jurado proteger su sueldo sino España y sus gentes. Cuando a España la amenaza un tirano al galope de órdenes tiránicas, el juramento obliga, precisamente, a la desobediencia. A una difícil resistencia pacífica. Porque todos suponemos que uno no se metió a policía porque aquello era fácil. Lo mínimo que podemos exigir a las fuerzas de seguridad es el heroísmo, la bondad y la poesía. El heroísmo de perderlo todo por aquello que juraste defender y por mantener la integridad de tu conciencia. Imagina qué habría pasado si tantos perfectos cumplidores como Adolf Eichmann se hubieran negado a acatar órdenes injustas; la historia habría sido muy distinta.

A estas alturas, lo que nadie debe hacer es engañarse pensando que la responsabilidad de uno mismo en los hechos de la historia queda anulada por la circunstancia de estar siguiendo órdenes. Estar haciendo tu trabajo mientras cometes la injusticia jamás te quitará responsabilidad alguna: solamente tú eres dueño de tus actos.

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