El legado profético, apostólico y eclesial de San Luis María Grignion de Montfort

 

 

LOS CONTENIDOS ESENCIALES DE LA CONSAGRACIÓN

 

Sobre Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María de San Luis María Grignion de Montfort

 

La plenitud de nuestra perfección consiste en ser conformes, vivir unidos y consagrados a Jesucristo. Por consiguiente, la más perfecta de todas las devociones, es sin duda alguna, la que nos conforma, une y consagra más perfectamente a Jesucristo. Ahora bien, María es la criatura más conforme a Jesucristo. Por consiguiente, la devoción que mejor nos consagra y conforma al Señor es la devoción a su Santísima Madre. Y cuanto más te consagras a María, tanto más te unirás a Jesucristo.

La perfecta consagración a Jesucristo es por lo mismo, una perfecta y total consagración de sí mismo a la Santísima Virgen. Ésta es la devoción que yo enseño y que consiste, en otras palabras, en una perfecta renovación de los votos y promesas bautismales.

1. Consagración perfecta y total: Consiste, pues, esta devoción en una entrega total a la Santísima Virgen, para pertenecer, por medio de Ella, totalmente a Jesucristo.

Hay que entregarle:

1º) El cuerpo con todos sus sentidos y miembros.

2º) El alma con todas sus facultades.

3º) Los bienes exteriores, llamados de fortuna, presentes y futuros.

4º) Los bienes interiores y espirituales, o sea, los méritos, virtudes y buenas obras pasadas, presentes y futuras.

 

En dos palabras: cuanto tenemos, o podamos tener en el futuro, en el orden de la naturaleza, de la gracia y de la gloria, sin reserva alguna, ni de un céntimo, ni de un cabello, ni de la menor obra buena, y esto por toda la eternidad y sin esperar por nuestra ofrenda y servicio más recompensa que el honor de pertenecer a Jesucristo por María y en María, aunque esta amable Señora no fuera, como siempre lo es, la más generosa y agradecida de las criaturas.

Conviene advertir que en las buenas obras que hacemos hay un doble valor: la satisfacción y el mérito, o sea, el valor satisfactorio o impetratorio y el valor meritorio.

El valor satisfactorio o impetratorio de una buena obra es la misma obra buena en cuanto satisface por la pena debida por el pecado u obtiene alguna nueva gracia. En cambio, el valor meritorio o mérito es la misma obra buena en cuanto merece la gracia y la gloria eterna.

Ahora bien en esta consagración de nosotros mismos a la Santísima Virgen, le entregamos todo el valor satisfactorio, impetratorio y meritorio. Es decir, las satisfacciones y méritos de todas nuestras buenas obras. Le entregamos nuestros méritos, gracias y virtudes, no para que los comunique a otros, porque nuestros méritos, gracias y virtudes, estrictamente hablando, son incomunicables y únicamente Jesucristo, haciéndose fiador nuestro ante el Padre, ha podido comunicarnos sus méritos, sino para que nos los conserve, aumente y embellezca (como veremos más adelante). Le entregamos nuestras satisfacciones para que las comunique a quien mejor le plazca y para mayor gloria de Dios.

De donde se deduce que:

1º) Por esta devoción, entregas a Jesucristo, de la manera más perfecta, puesto que lo entregas por manos de María, todo cuanto le puedes dar y mucho más que por las demás devociones, por las cuales le entregas solamente parte de tu tiempo, de tus buenas obras, satisfacciones y mortificaciones.

Por esta consagración le entregas y consagras todo, hasta el derecho de disponer de tus bienes y satisfacciones que cada día puedes ganar por tus buenas obras, lo cual no se hace en ninguna Orden o Instituto Religioso. En éstos se dan a Dios los bienes de fortuna por el voto de pobreza, los bienes del cuerpo por el voto de castidad, la propia voluntad por el voto de obediencia y, algunas veces, la libertad corporal por el voto de clausura. Pero no se entrega a Dios la libertad o el derecho de disponer de las buenas obras ni se despoja uno, cuanto es posible, de lo más precioso y caro que posee el cristiano, a saber, los méritos y satisfacciones.

2º) Una persona que se consagra y entrega voluntariamente a Jesucristo por medio de María, no puede ya disponer del valor de ninguna de sus buenas obras: todo lo bueno que padece, piensa, dice y hace pertenece a María quien puede disponer de ello, según la voluntad y mayor gloria de su Hijo.

Esta entrega, sin embargo, no perjudica en nada a las obligaciones de estado presente o futuro en que se encuentre la persona, por ejemplo, los compromisos de un sacerdote que, por su oficio u otro motivo cualquiera, debe aplicar el valor satisfactorio e impetratorio de la santa Misa a un particular. Porque no se hace esta consagración sino según el orden establecido y los deberes del propio estado.

3º) Esta devoción nos consagra al mismo tiempo, a la Santísima Virgen y a Jesucristo. A la Santísima Virgen, como el medio perfecto escogido por Jesucristo para unirse a nosotros, y a nosotros con Él. Al Señor, como a nuestra meta final, a quien debemos todo lo que somos ya que es nuestro Dios y Redentor.

 

Es una perfecta renovación de las promesas bautismales

He dicho que esta consagración puede muy bien definirse como una perfecta renovación de los votos o promesas del santo Bautismo.

De hecho, antes del Bautismo, todo cristiano era esclavo del demonio a quien pertenecía. Por su propia boca o la de sus padrinos renunció en el Bautismo a Satanás, a sus pompas y a sus obras y eligió a Jesucristo como a su Dueño y Señor, para depender de Él en calidad de esclavo de amor.

Es precisamente lo que hacemos por la presente devoción: renunciar –la fórmula de consagración lo dice expresamente– al demonio, al mundo, al pecado y a nosotros mismos y consagrarnos totalmente a Jesucristo por manos de María. Pero hacemos aún algo más: en el Bautismo hablamos ordinariamente por boca de otros, y nos consagramos a Jesucristo por procurador. Mientras que en esta devoción nos consagramos por nosotros mismos, voluntariamente y con conocimiento de causa.

En el Bautismo no nos consagramos explícitamente por manos de María ni entregamos a Jesucristo el valor de nuestras buenas acciones. Y, después de él, quedamos completamente libres para aplicar dicho valor a quien queramos o conservarlo para nosotros. Por esta devoción, en cambio, nos consagramos expresamente al Señor por manos de María y le entregamos el valor de todas nuestras buenas acciones.

Los hombres hacen voto en el Bautismo, dice santo Tomás, de renunciar al diablo y a sus pompas… Y este voto, había dicho san Agustín, es el mayor y más indispensable. Lo mismo afirman los canonistas: “El voto principal es el que hacemos en el Bautismo”. Sin embargo, ¿quién cumple este voto tan importante? ¿Quién observa con fidelidad las promesas del santo Bautismo? ¿No traicionan casi todos los cristianos la fe prometida a Jesucristo en el Bautismo? ¿De dónde proviene este desconcierto universal? ¿No es acaso del olvido en que se vive de las promesas y compromisos del santo Bautismo y de que casi nadie ratifica por sí mismo el contrato de alianza hecho con Dios por sus padrinos?

Ahora bien, si los Concilios, los Padres y la misma experiencia nos demuestran que el mejor remedio contra los desórdenes de los cristianos es hacerles recordar las obligaciones del Bautismo y renovar las promesas que en él hicieron, ¿no será acaso razonable hacerlo ahora de manera perfecta por esta devoción y consagración al Señor por medio de su Santísima Madre? Digo de manera perfecta, porque para consagrarnos a Jesucristo, utilizamos el más perfecto de todos los medios, que es la Santísima Virgen.

MOTIVOS A FAVOR DE ESTA DEVOCIÓN

El primer motivo nos manifiesta la excelencia de la consagración de sí mismo a Jesucristo por manos de María.

No se puede concebir ocupación más noble en este mundo que la de servir a Dios. El último de los servidores de Dios es más noble y poderoso que los reyes y emperadores, si éstos no sirven a Dios. ¿Cuál no será entonces, la riqueza, poder y dignidad del auténtico y perfecto servidor de Dios, que se consagra enteramente, sin reserva y cuanto le es posible a su servicio?

Tal viene a ser, en efecto, el esclavo fiel y amoroso de Jesús en María, consagrado totalmente por manos de la Santísima Virgen a este Rey de reyes, sin reservarse nada para sí mismo. Ni todo el oro del mundo ni las bellezas del cielo alcanzan para pagarlo

Esta devoción,  exige entregar a Jesús y a María todos los pensamientos, palabras, acciones y sufrimientos y todos los momentos de la vida. De quien ha optado por ella se podrá, pues, decir con toda verdad que cuanto hace –vele o duerma, coma o beba, realice acciones importantes u ordinarias– pertenece a Jesús y a María, gracias a la consagración hecha por él, a no ser que la haya retractado expresamente. ¡Qué consuelo!

Además, como ya he dicho, no hay práctica que nos libere más fácilmente de cierto resabio de amor propio que se desliza imperceptiblemente en las mejores acciones. Esta gracia insigne la concede el Señor en recompensa por el acto heroico y desinteresado de entregarle, por manos de su Santísima Madre, todo el valor de las buenas acciones.

Jesús, nuestro mejor amigo, se entregó a nosotros sin reserva, en cuerpo y alma, con sus virtudes, gracias y méritos: Me ganó totalmente, entregándose todo, dice san Bernardo. ¿No será, pues, un deber de justicia y gratitud darle todo lo que podemos? Él fue primero en mostrarse generoso con nosotros: seámoslo con Él, lo exige la gratitud, y Él se manifestará aún más generoso durante nuestra vida, en la muerte y por la eternidad: Eres generoso con el generoso (cfr. Sal. 17, 26).

El segundo motivo nos demuestra que es en sí justo y ventajoso para el cristiano el consagrarse totalmente a la Santísima Virgen mediante esta práctica a fin de pertenecer más perfectamente a Jesucristo.

Este buen Maestro no se desdeñó de encerrarse en el seno de la Santísima Virgen como prisionera y esclavo de amor ni de vivir sometido y obediente a Ella durante treinta años. Ante esto, lo repito, se anonada la razón humana, si reflexiona seriamente en la conducta de la Sabiduría encarnada, que no quiso, aunque hubiera podido hacerlo, entregarse directamente a los hombres, sino que prefirió comunicárseles por medio de la Santísima Virgen, ni quiso venir al mundo a la edad del varón perfecto, independiente de los demás, sino como niño pequeño y débil, necesitado de los cuidados y asistencia de una Madre.

Esta Sabiduría infinita, inmensamente deseosa de glorificar a Dios, su Padre, y salvar a los hombres, no encontró medio más perfecto y corto para realizar sus anhelos que someterse en todo a la Santísima Virgen, no sólo durante los ocho o quince primeros años de su vida, como los demás niños, sino durante treinta años. Y durante este tiempo de sumisión y dependencia glorificó más al Padre que si hubiera empleado esos años en hacer milagros, predicar por toda la tierra y convertir a todos los hombres. Y si hubiera creído esto lo más perfecto, ciertamente lo habría realizado. ¡Oh! ¡Cuán altamente glorifica a Dios quien, a ejemplo de Jesucristo, se somete a María!

Teniendo, pues, ante los ojos ejemplo tan claro y universalmente conocido, ¿seremos tan insensatos que esperemos hallar medio más eficaz y rápido para glorificar a Dios que no sea el someternos a María a imitación de su Hijo divino?

En prueba de la dependencia en que debemos vivir respecto a la Santísima Virgen, recuerda cuanto hemos dicho al aducir el ejemplo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo nos ofrecen de dicha dependencia.

El Padre no dio ni da a su Hijo sino por medio de María, no se forma hijos adoptivos ni comunica sus gracias sino por Ella.

Dios Hijo se hizo hombre para todos solamente por medio de María, no se forma ni nace cada día en las almas sino por Ella en unión con el Espíritu Santo, ni comunica sus méritos y virtudes sino por Ella.

El Espíritu Santo no formó a Jesucristo sino por María y sólo por Ella forma a los miembros de su Cuerpo Místico y reparte sus dones y virtudes.

Después de tantos y tan apremiantes ejemplos de la Santísima Trinidad, ¿podremos acaso, a no ser que estemos completamente ciegos, prescindir de María, no consagrarnos ni someternos a Ella para ir a Dios y sacrificarnos a Él?

Veamos ahora algunos pasajes de los Padres, que he seleccionado para probar lo que acabo de afirmar:

–        Dos hijos tiene María: un Hombre–Dios y un hombre–hombre. Del primero es madre corporal; del segundo, madre espiritual (Conrado de Sajonia).

–        La voluntad de Dios es que todo lo tengamos en María. Debemos reconocer que la esperanza, gracia y dones que tenemos dimanan de Ella (San Bernardo).

–        Ella distribuye todos los dones y virtudes del Espíritu Santo a quienes quiere, cuando quiere, como quiere y en la medida que Ella quiere (San Bernardino).

–        Dios lo entregó todo a María, para que lo recibieras por medio de Ella, pues tú eras indigno de recibirlo directamente de Él (San Bernardo).

Viendo Dios que somos indignos de recibir sus gracias inmediatamente de su mano, dice san Bernardo, las da a María, para que de Ella recibamos cuanto nos quiere dar. Añadamos que Dios cifra su gloria en recibir de manos de María el tributo de gratitud, respeto y amor que le debemos por sus beneficios.

Es, pues, muy justo imitar esta conducta de Dios, para que, añade el mismo san Bernardo, la gracia vuelva a su autor por el mismo canal por donde vino a nosotros.

Esto es lo que hacemos con nuestra devoción: con ella ofrecemos y consagramos a la Santísima Virgen cuanto somos y tenemos, a fin de que el Señor reciba por su mediación la gloria y reconocimiento que le debemos y nos reconocemos indignos a incapaces de acercarnos por nosotros mismos a su infinita Majestad. Por ello acudimos a la intercesión de la Santísima Virgen.

Esta práctica constituye, además, un ejercicio de profunda humildad, virtud que Dios prefiere a todas las otras. Quien se ensalza rebaja a Dios; quien se humilla lo glorifica. Dios resiste a los orgullosos y concede sus favores a los humildes (Sant. 4, 6).

Si te humillas creyéndote indigno de presentarse y acercarte a Él, Dios se rebaja y desciende para venir a ti, complacerse en ti y elevarte, aun a pesar tuyo. Pero, si te acercas a él atrevidamente, sin mediador, Él se aleja de ti y no podrás alcanzarlo.

¡Oh! ¡Cuánto ama Él la humildad de corazón! Y a esta humildad precisamente nos conduce la práctica de esta devoción. Que nos enseña a no acercarnos jamás al Señor por nosotros mismos, por amable y misericordioso que Él sea, sino a servirnos siempre de la intervención de la Santísima Virgen, para presentarnos ante Dios, hablarle y acercarnos a Él, ofrecerle algo o unirnos y consagrarnos a Él.

Pbro. Patricio Javier Romero

 

 

Para consagrarse a la Virgen Santísima  por medio de la Esclavitud de Amor a María, escribir a   esclavituddeamor@gmail.com

 

Para recibir el material vía chat WhatsApp  vincularse por este enlace red fono movil

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *