La Hermana Lúcia dejó sus despojo mortal para, con la agilidad de la eterna juventud, seguir al Cordero a donde quiera que el vaya…

 

Fuente: 

El perfil de Sor Lúcia

HERMANA LUCIA, RECUERDOS DE UNA VIDA

Hermana María Celina de Jesús Crucificado, OCD.

Edición Carmelo de Coimbra, secretariado de los pastorcitos

(Traducción «Hispanidad»)


 

En los últimos años ya no podía asistir a la Misa de la Vigilia de Navidad, lo mismo que a la Vigilia de Pascua, lo que le producía gran pena. Por los altavoces de su celda seguía las ceremonias y quería que, al terminar, pasásemos todas por su celda, donde nos aguardaba para sorprendernos siempre con algún regalo para cada una. Y así celebrar la fiesta.

Por Navidad le llevábamos el Niño Jesús, que ella recibía con un cariño único, plena de ternura. Sentada en la cama, lo cogía en brazos y todas cantábamos a coro, lo mismo que hacíamos ante el Belén después de la Vigila. No tenía sueño. Este último año, por estar ya muy cansada, no hicimos esta visita, pero fuimos durante el día, para que el Niño Jesús no quedase privado de sus mimos. ¡Qué saudades en la noche de Pascua de este año!… ¡Ella ya no estaba en esta tierra!

Volviendo atrás, vamos a acompañarla en este mais algum tempo[4]que le queda. El día 27 de Noviembre, terminadas las Vísperas, no reunimos en el sala de recreo, que habíamos calentado, y que estaba junto a la celda de la Hermana Lúcia. Con el fin de que, una vez más, recibiera la Unción  de Enfermos. Estaba de buen humor, tomando parte de la ceremonia que oficiaba nuestro Capellán, Rvdo. Canónigo Juan Labrador. Al día siguiente, a las 20h 30m sufrió de nuevo un a crisis. Nuestra solícita médica acudía a la primera llamada. Cierto día, la Hermana Lúcia comentó con sorpresa: ¡la Señora Doctora está siempre a mi lado cuando me pongo enferma! Pasada la crisis, olvidaba el sufrimiento y el malestar, y, con su buen humor de siempre, rompía el ambiente de preocupación que nos embargaba. Siempre se metía con la Doctora haciendo algún comentario sobre el peinado, los zapatos o la ropa. Sabía reirse con, sin reirse de.

El día 29, a las dos de la madrugada, se desmayó ligeramente. Estaba yo con ella. Llamé a la enfermera que dormía en la celda contigua, y entró. Pero ya no dormimos más. Al siguiente día, cerca de las veintidós horas, nuevo susto. Y el día uno de Diciembre bien pensamos que era llegada la hora de su partida. Como no conseguimos contactar con el Capellán, recurrimos al Palacio Episcopal. Acudió de inmediato el Sr. Obispo. Rezó con toda la Comunidad, reunida en la celda de la Hermana Lúcia, mientras procurábamos aliviarla. Vomitó y mejoró. Quisimos preparar el oxígeno, pero nadie conseguía abrir la bombona. Aún no había sido utilizada. Y no sabíamos, que con el paso del tiempo, se va vaciando. Acudió rápidamente un repartidor de la compañía VitalAire con una bombona nueva. La Hermana Lúcia ya estaba mejor, cuando el repartidor entró. Aún así, lo vio y, de esta vez cara de pocos amigos, me decía: ¿Por qué dejó entrar aquí ese hombre? Por tres veces me hizo la misma pregunta. A lo que le respondía que había venido a realizar un trabajo. ¿Y era que el empleado tenía barbas y a ella le desagradaban las barbas!

Contaba que, cuando era jovencita y estaba de vacaciones en Braga, en casa de la Señora Doña Filomena Miranda, estando también allí el Sr. Don José Alves, Obispo de Leiría, dicha señora le pidió que preparase un refresco y se lo ofreciese al Sr. Obispo y a un Misionero, que estaba de visita. María de los Dolores, mientras preparaba la bebida, iba viendo, a través de la ventana, la larga barba blanca del Misionero No perdía de vista ni al Misionero ni a la bebida. Además la Señora D. Filomena le había recomendado que aprovechase la oportunidad para confesarse con él, porque era muy santo. En determinado momento, comprobó que de la poblada barba salían unos vichitos, y venían a aprovecharse del fresco que corría. Le dio un escalofrío. Fue a llevar el refresco, y lo colocó sobre la mesa, y, sin detenerse a servir los vasos, escapó rápidamente, no fuera que a los vichos se les ocurriera cambiar de residencia. ¿Y confesarse? ¡Ni pensar en ello! Así que cuando veía barbas¡¡¡Santo Dios!!!

Quiero agradecer de todo corazón la prontitud de todos los funcionarios de este servicio, siempre dispuestos, a cualquier hora del día y de la noche, para acudir a la primera llamada. Lo hacían en el desempeño fiel de su deber, pues no sabían de que Hermana se trataba.

Esta crisis pasó y fue la última más alarmante. Y fueron unos cuantos avisos muy serios. El día 8 de Diciembre, para ser más discretos, acudimos a hacer un T.A.C. en el Laboratorio de Inmunología del Profesor Vilaça Ramos, a quien agradecemos su entera disponibilidad y delicadeza con la que siempre estuvo pronto para hacer este examen, a fin de aclarar las causas de su inapetencia e indisposición, así como los desvanecimientos. No se encontró nada. Era el cuerpo que decía que ya estaba cansado. Hizo muy bien el viaje y hasta retó a la Señora Doctora Branca, quien nos llevó en su coche, a que diese una vuelta por Fátima

Los días 27, 28 y 29 de Diciembre no comió nada. Sólo quería agua fría. Después de tres días de riguroso ayuno, fui para junto a ella. Sentada en la silla, y un poco aterida de frío, pues por más que calentásemos la celda y le pusiéramos más ropa, siempre sentía frío. Ella misma decía que ya no tenía calor natural. Sólo dejó de sentir frío cuando decidimos poner en su cama una manta eléctrica. Empecé a recordarle todo lo que a ella le gustaba para comer. A todo me respondía negando con la cabeza, con los ojos cerrados y haciendo gestos de desagrado con la cara. Por fin, con el repertorio agotado, me arriesgué: Hermana Lúcia, ¿si fuesen altramuces?… Levantó la cabeza, dibujó una amplia sonrisa y preguntó: ¿Dónde están? Quedé desarmada, dar altramuces a quien no comía hacía tres días Me dirigí a la Hermana encargada de la despensa para preguntarle si había altramuces en casa. ¡No había! Regresé a la celda para comunicárselo y me dijo : Déme los dientes. Respondí: Pero no tenemos altramuces en casa. Y, con cierto despecho, dijo : ¡Vaya! Ofrecen lo que no tienen. Hablé con la Médica para saber si podía darle esa medicina y fue la propia Señora Doctora Branca quien se ocupó de traer los altramuces. Pasado un tiempo gozábamos al verla ingerir los tales comprimidos amarillos que lograron abrirle el apetito por algún tiempo.

Volvió a comer, no comidas normales, pero suficientes para su edad. Así continuó durante un mes, pasado el cual comenzó de nuevo a perder el apetito. El día 28 de Enero fue el último que ingirió alimento sólido. Y, aun así, muy poco.

El día 1 de Febrero comenzó a recibir suero y, el día ocho, oxígeno. El día 3 recibió de nuevo la Unción de enfermos en un momento de gran postración. En las noche del 4 para el 5 de Febrero, estuvo muy mal y continuó así la mañana entera. Había recibido la víspera la visita del Señor Director de H.U.C., Excelentísmo Señor Profesor Nascimento Costa y del Señor Director del Servicio de Urgencia y Reanimación, Excelentísimo Señor Doctor Armando Rebelo. No abrió los ojos. ¿Estaría mejor atendida en el hospital? Estuvieron de acuerdo en que no.

Temimos que esa fuese el día de su partida. El Señor Obispo la visitó por la tarde. Lo miró con una mirada ya muy apagada, pero no le habló. Le besó la Cruz pectoral y se santiguó cuando Su Excelencia Reverendísima la bendijo. Por la noche no parecía la misma. Pasamos el rato de recreo con ella, aunque no habló. Hizo muchas caricias a la imagen de Nuestra Señora, que Juan Pablo II había enviado en Diciembre de 2003. Y por varias veces se santiguó ante esa imagen. La invitamos a altramuces y ella afirmó con la cabeza que quería comer. Intentó con mucha insistencia colocar los dientes en la boca, pero no fue capaz. Tenía la lengua bastante lastimada. Le dijimos que lo intentase al día siguiente, y aceptó, aunque intentó comer un altramuz. Fue lo último que intentó comer.

El día 6, estuvo muy despierta. Fue necesario colocar de nuevo el suero, pues la vía estaba reventada. ¡Cómo costaba estar presente en estos momentos! ¡Y también sufría mucho quien hacía este trabajo! En este día fue particularmente doloroso. Sólo consiguieron poner la vía en el pie. Quedamos llorando, y llorando se fueron la Doctora y la enfermera.

La noche del 7 para el 8 fue extremadamente difícil. Debía sentirse con falta de aire. Durante toda la noche quería ver a la Hermana que le hacía compañía. Si se recostaba un momento para descansar y ella no la veía, se lamentaba diciendo : ¡Me abandonaron! La Hermana se levantaba y, al verla, sonreía y le apretaba la mano con mucha fuerza. Después decía espaciadamente: ¡Nuestra Señora!…¡Nuestra Señora!… ¡Angelitos!…¡Angelitos!… ¡Corazón de Jesús!…¡Corazón de Jesús!…

En ese día la visitó el Confesor. Con las manos en oración y muy sonriente, recibió la absolución y se santiguó. No habló. Afirmando con la cabeza consintió en enviar un recado para Nuestra Señora de la Capillita de las Apariciones. A la noche se desmayó. Toda la Comunidad se reunió a rezar, mientras la médica la asistía con cariño casi maternal. Mejoró y la Comunidad comenzó a retirarse. En este momento, la Hermana Lúcia, que permanecía con los ojos cerrados, los abrió y sonrió a las Hermanas. Fue una sonrisa llena de gratitud y cariño para con esta familia a la que le unía una estrecha y profunda amistad. , amistad que nace de la fe y que se recibe de Dios. ¡Los Hermanos son siempre un DON de Dios!

La noche la pasó sin dormir y con los ojos abiertos. Cuando la acompañante, que permanecía de rodillas al lado derecho, se adormecía, la Hermana Lúcia le daba unas palmaditas en la frente, para que no se durmiese y la miraba con ojos pillos, pero llenos de ternura. Era una forma muy delicada de ayudar a la Hermana a cumplir con su deber en aquel  momento. Ese día comulgó por última vez. La garganta se le cerró. Ni siquiera el agua pasaba. Los días siguientes, cuando iba a llevar la Comunión a otras Hermanas enfermas, pasaba por la celda donde nuestra querida Pastorcita consumaba su Sacrificio y, durante unos momentos, colocaba sobre su pecho la teca que guardaba a Nuestro Señor, quedando en adoración. Era una forma de comulgar espiritualmente. ¡Ahora comulga en el Cielo!

Cierto día hablando con la Hermana Lúcia sobre el hecho de ser yo la encargada de llevarle la Comunión, le decía: Hermana Lúcia, ya comulgó de manos de un ángel, y ahora soy yo quien le traigo la Comunión. Y ella, dándome una lección maravillosa, me respondió: Deje. De las manos de un Ángel o de las manos de un pecador, es siempre el mismo Señor.

De vez en cuando, le recordábamos la enfermedad del Santo Padre Juan Pablo II. Ella levantaba las manos y repetía: ¡Por el Santo Padre!. ¡Era tan grande su amor por el Papa! Era visible su estremecimiento ante el recuerdo de ese nombre para ella tan querido. Amor que le fue inculcado en el corazón por la Señora que, bajando del Cielo, un día se le había aparecido en Cova da Íria.

Desde Marzo del año pasado, nunca dejó el rosario que Su Santidad le había mandado con motivo de su cumpleaños. Cuando el Padre Droszdek anunció que venía a Coimbra, el Santo Padre quitó el rosario que usaba del bolsillo y se lo mandó a la Hermana Lúcia. Lo tuvo con ella hasta que cerró sus ojos a este mundo. El mismo sacerdote devolvió dicho rosario a Juan Pablo II, después del funeral de la Hermana Lúcia. Mucho nos habría gustado quedarnos con él, mas sabiendo la amistad que unía a ambos, pensamos que ese rosario sería portador de un cariño especial para el Santo Padre.

Siempre le agradaba recibir noticias relacionadas con el Santo Padre. Aprovechaba las visitas que le hacían los Señores Cardenales, o el Señor Obispo para saber cómo estaba. Nada más llegar LOsservatore Romano, quería leerlo, pues la lectura que se hacía en el Comedor se le escapaba por falta de oído. El día 10, la Hermana que la acompañaba, le preguntó:

-¿Sufre mucho por estar así?-

-Sufro

-¿Ofrece ese sufrimiento por el Santo Padre?

-Lo ofrezco por el Santo Padrepor el Santo Padrepor el Santo Padre.

 

No volvió a hablar. Alguna vez quiso decirnos algo, pero no lo consiguió.

El día 11, acarició con mucha ternura el Crucifijo que habitualmente usaba en el hábito. Lo besó varias veces y quiso colocarlo sobre su corazón. ¡Era su lugar! A la tarde, llegó un Padre Carmelita desde Italia y le trajo algo que la hizo regresar a sus tiempos de infancia: un corderito de lana. Aún le hizo algún mimo, aunque ya estaba muy abatida y casi no podía abrir los ojos. Poco tiempo restaba para ir, por fin, a gozar de la compañía del Cordero de Dios.

Siguió una noche impresionante. Pude acompañarla. Fue doloroso vela sufrir tanto, sin poder aliviarla. Se agudizó la tos crónica que padecía desde hacía muchos años, y que, de noche, se oía por todo el convento. Pero ya no era una tos seca, sino profunda, pero ya sin fuerzas para expectorar. Pasó la noche sentada en la cama articulada. Cuando sobrevenía un ataque de tos más violento, levantaba más los brazos, lo que la aliviaba un poco. La cambiábamos de posición con frecuencia. Notaba un ligero descano. Nos veía con una mirar profundo, de sufrimiento y gratitud, transido de paz, la paz de Jesucristo en la Cruz. De madrugada, serenó un poco.

El sábado, día 1, estuvo muy postrada. El corazón comenzó a dar síntomas de arritmia. Lentamente iba diciendo que estaba cansado y quería partir. Por la tarde, recogió el rosario en su mano y lo puso en la mía, tal queriéndome decir: ¡Rézalo tú ahora, que yo ya no puedo!. Viéndome llorar, levantó los brazos e hizo un gesto que nunca pude imaginar en ella, me empujó para junto a sí y me dio un beso. En seguida sonrió.

La Señora Doctora Branca vino esa noche con una colega suya, la Señora Doctora Celia y la Señora Enfermera Dália, para poner de nuevo el suero que había dejado de fluir. Los pies y las piernas estaban congelados y ya con nada conseguíamos calentarlos, por más esfuerzos que hiciéramos. Parece que ya no tenía sensibilidad, pues no reaccionaba ante los pinchazos. Fue muy doloroso, Por fin consiguieron poner el suero en la mano izquierda, Las tres Señoras y nosotros salimos llorando. Queremos dejar constancia de nuestro agradecimiento por toda la dedicación de la Señora Doctora Branca y la Señora Enfermera Dálisa, quienes tan solícitamente, estaban siempre dispuestas, a cualquier hora del día y de la noche, a prestar la asistencia necesaria. En estos días, no tenían ni fines de semana, no horarios. Era sólo llamar e, inmediatamente acudían. La Hermana Lúcia, que no era ajena a toda esta dedicación, siempre mostraba su agradecimiento, mismo cuando ya no podía expresarse con palabras. Con una mirada dulce, hacía un gesto que lo decía todo.

La Hermana que la acompañaba en la primera parte de esa noche, a la media noche le acercó una imagen de Nuestra Señora de Fátima, que ella besó, otra unión con el Santo Padre, él la había enviado en Noviembre de 2003. Fue su último beso bien dado. Fue el saludo a Nuestra Señora, al entrar en el día en que, por fin, iban a verse de nuevo. El resto de la noche, mientras quien la acompañaba rezaba el rosario, ella iba pasando las cuentas de su rosario.

Poco descansaba. Si dormía, era un dormir muy leve. Esta madrugada tenía la piel toda húmeda y también las manos estaban frías, lo mismo que la cara. Ya no soportaba un gesto que antes agradecía, cuando llegaba con las manos calientes y ella tenía el rostro frío, y le envolvía la cara con las manos. Ahora no quería. La ropa de la cama, que antes pujaba para arrebujarse hasta cubrir la nariz, ahora la bajaba hasta la cintura Es verdad que la celda estaba caliente, pero no siempre era así.

DÍA TRECE DE FEBRERO

Finalizada La Misa, por consejo médico, le retiramos el suero que parecía no fluir. Quedó con las manos libres. En estos días se santiguaba con  mucha frecuencia. Era un hábito que tenía muy arraigado. Aunque fuese al beber un vaso de agua, nunca lo hacía sin santiguarse. Esta mañana estaba mucho más despierta y con los ojos abiertos, parecía no sufrir. Con el dedo índice apunté para el Cielo, a lo que ella respondió con un gesto de cabeza afirmativo. Coloqué mi Crucifijo a una distancia de unos 30 centímetros de sus ojos. La Hermana Lúcia lo miró fijamente, muy fijamente, haciendo gestos con las cejas, como quien habla con calma. En seguida, llevó el dedo índice a la boca, mirando para mí, pidiéndome que le acercara el Crucifijo. Así lo hice. Ya no consiguió dar el beso, pero cómo habrá sido el beso del corazón.

Me avisaron que estaba el Señor Obispo. Bajé al Locutorio. El Señor Don Albino venía para entregarme un mensaje y la bendición del Santo Padre para la Hermana Lúcia. El Papa lo había mandado a través de la Nunciatura. Pregunté al Señor Obispo si quería pasar a ver la enferma. Me dijo que tenía prisa, y que volvería alas cinco de la tarde. Nos despedimos y subí a la celda, donde se consumaba el sacrificio de aquella vida tan preciosa, centro de atención de toda la Comunidad. Mantenía los ojos abiertos, como hacía tiempo que no sucedía. Le leí el texto al oído. Pero ella extendió la mano y quiso coger la hoja que apoyó en la ropa de la cama que tenía recogida a la altura de la cintura. Le puse las gafas y vi cómo fijaba el texto, no con mirada parada, sino siguiendo cada línea. En este momento obtuve una bella fotografía testimonio de esta lectura. Fue ella misma quien, pasado el tiempo necesario para leerla, me devolvió la hoja con el texto. Hasta medio día se mantuvo así bien dispuesta. Intentó hablar, pero sin lograrlo. La Señora Doctora pasó por allí esa mañana y marcó consulta con la enfermera para las cinco de la tarde.

A partir del mediodía, comenzó a marcharse. Cada vez más postrada; la respiración más difícil, pareciendo que los pulmones ya no querían recibir más oxígeno. Esta situación se fue agravando y, cuando llegó la Doctora, un poco antes de las cinco de la tarde, pidió que no la clavase más. La Señora Doctora me respondió: ¡Yo tengo la obligación de hacer todo hasta el final! Estuve de acuerdo, pero le pedí que dejase esa responsabilidad a mi conciencia. Llegó la Señora Enfermera y en seguida todos puntuales a las cinco de la tarde- llegó el Señor Obispo. Al entrar, le comuniqué que nuestra Hermana estaba a punto de partir. ¡No tenía la menor duda! Se llamó a la Comunidad. Todas reunidas en la pequeña celda, el Señor Obispo después de asegurarse por la Médica que estábamos en la agonía agonía serena- comenzó las oraciones del Ritual. La emoción fue creciendo, al ver que nos separábamos de aquel Tesoro. Terminadas las oraciones del Ritual, el Señor Obispo comenzó a rezar jaculatorias espontáneas, que nosotros repetíamos:

-Recíbate Jesucristo a quien entregaste tu vida.

-Recíbate la Señora más brillante que el sol, que se te apareció.

-Recíbate el Ángel de Portugal, que se te apareció.

-Recíbate el Beato Francisco, que contigo vio a la Virgen María.

-Recíbate la Beata Jacinta, que contigo vio a la Virgen María.

-etcetcetc

Imposible describir la atmósfera de paz que se vivía en aquella hora. Si, en aquel momento, su mirada se cerraba para esta vida, se abría para la Luz Eterna de Dios. En un determinado momento, inesperadamente, aquellos ojos que tantas veces contemplaran lo Invisible, se abrieron. Miró a todas las Hermanas. Después se volvió a la derecha y fijó los míos. ¡No consigo describir la profundidad de esa mirada! Fue impresionante. Coloqué el crucifijo en esa dirección y enseguida volvió a cerrarlos. Fue la despedida. La Hermana Lúcia dejó sus despojo mortal para, con la agilidad de la eterna juventud, seguir al Cordero a donde quiera que el vaya, cantando el Cántico Nuevo Se reunieron en el Cielo los Tres Pastorcitos. Eran las 17 horas y 25 minutos de la tarde del día 13 de Febrero.

Apetecía quedar allí en oración, en aquella celda que durante ocho meses paso a ser la celda de todas, aquella celda que fue testigo de una vida entregada, de sacrificio, de oblación por el mundo. Aquella celda fue el pequeño santuario de sus intimidades con la Madre, con el Esposo La celda de una carmelita guarda secretos que sólo en el Cielo sabremos

Quien veía a la Hermana Lúcia, en su gran sencillez, no imaginaba el fuego que ardía dentro de aquel cuerpo pequeño y débil. Nunca se exhibió como Vidente. Y, por su voluntad, nunca hubiera dicho nada. Decía que fue Jacinta quien habló… ¿Cuántas veces la Señora pasó por ahí?… Nada sabemos aún. Pero un día fui testigo de algo que me hizo ver con la sencillez que ella tocaba lo sobrenatural y la vida normal. Fue en 2003, el día 26 de mayo. Fui con ella al coro bajo, para sacarle una fotografía, con  la Imagen del Inmaculado Corazón de María, que poco hacía nos habían regalado. Esa fotografía es la que aparece en la Portada e este folleto.

Una vez acabado de sacar la fotografía, la Hermana Lúcia permaneció con la mirada fija en la Imagen. No la perturbé Volviéndose para mi, dijo con angustia: ¡¡¡Nuestra Señora está llorando!!!. Es de una sencilla pureza su ingenuidad en este momento. Ella que fue beneficiada con tantas visiones que nadie más veía, juzgaba que yo también lo estaba viendo. Y yo, pensando que la afirmación fuese una pregunta, respondí que no. Noté que quedó como sorprendida in fraganti, con la confusión de quien es sorprendido por la madre con las manos en la masa. Respeté el momento. Me pareció oportuno no hacer preguntas. Guardé este secreto conmigo hasta ahora. Y quise que esa imagen velase, con su mirada materna, los restos mortales hasta que fuesen trasladados a la Catedral de Coimbra.

La hermana Lúcia nació un Jueves Santo después de que la madre había comulgado. (solía decir que había hecho la primera Comunión antes de nacer). Falleció en el año de la Eucaristía y reposa a pocos metros de nuestro Sagrario interno, bajo la mirada de la imagen de Nuestra Señora de Fátima y de los Beatos Francisco y Jacinta. Ocupa la sepultura nº 3 -una sepultura nueva como la de Jesús

Después de la manifestación de fe que fue su funeral, la llegada de flores y de velas no paró. El correo continúa a traer cartas para ella. Allí está una cesta para colocarlas sobre su tumba.

Y ahora nuestro recuerdo va para dos amigos el Papa Juan Pablo II y la Hermana María Lúcias. ¡Qué en la Fiesta Eterna velen por nosotros!

En cada recanto permanece una soudade, un recuerdo de su paso, ligero o ya cansado por el desgaste de la vida Permanece el eco de su voz, cantando sus amores a Nuestra Señora, canciones que cantaba de pequeña, mientras guardaba los rebaños o en familia. Permanece la resonancia de sus Ave-Marías que rezaba, silenciosamente, como pétalos de rosa, lanzados amorosamente al Corazón Inmaculado de la Madre, que bien temprano la cautivó Queda su celda, sin la presencia física, pero repleta de recuerdos.

Allí, en ese espacio solitario, donde tantas cosas pasan en la intimidad con Dios, cuántas páginas escribió en el Libro de la Vida y que sólo en el Cielo conoceremosAllí cuántas gracias alcanzó para el mundo, por su sacrificio y por su oración Allí la vimos en los últimos meses de su vida .vida que compartimos con tanto amor- subir los últimos peldaños de la Escalera de la Perfección, la Senda de la Nada del Monte Carmelo

Sí, completamente despojada, incluso de su voluntad, quedó la Niña, en las manos de Dios, abandonada a su querer Allí la vimos apagarse suavemente, casi de modo imperceptible, como silenciosamente se eleva la columna de humo del incienso.

Allí quedó un rastro luminoso con mucha historia, una historia siempre de Amor.

 

Coimbra, Carmelo de Santa Teresa, 13 de Mayo de 2005