No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos


«Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios…»

Autoridad, Estado

No es difícil determinar el carácter y la forma que tendrá la sociedad política cuando la filosofía cristiana gobierne el Estado. El hombre está ordenado por la Naturaleza a vivir en comunidad política. El hombre no puede procurarse en la soledad todo aquello que la necesidad y la utilidad de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su espíritu. Por esto la providencia de Dios ha dispuesto que el hombre nazca inclinado a la unión y asociación con sus semejantes, tanto doméstica como civil, la cual es la única que puede proporcionarle la perfecta suficiencia para la vida.

Ahora bien: ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este derecho si no es de Dios, Príncipe supremo de todos. «No hay autoridad sino pos Dios». Por otra parte, el derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado. Porque así como en el mundo visible Dios ha creado las causas segundas para que en ellas podamos ver reflejadas de alguna manera la naturaleza y la acción divinas y para que conduzcan al fin hacia el cual tiende todo el universo mundo, así también ha querido Dios que en la sociedad civil haya una autoridad suprema, cuyos titulares fuesen como una imagen del poder y de la providencia que Dios tiene sobre el género humano.

Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de la totalidad social. Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios. Y esta cuenta será tanto más rigurosa cuanto más sagrado haya sido el cargo o más alta la dignidad que hayan poseído…

…De esta manera, la majestad del poder se verá acompañada por la reverencia honrosa que de buen grado le prestarán los ciudadanos. Convencidos éstos de que los gobernantes tienen su autoridad recibida de Dios, se sentirán obligados en justicia a aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a prestarles obediencia y fidelidad, con un sentimiento parecido a la piedad que los hijos tienen con sus padres. «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores». Despreciar el poder legítimo, sea el que sea el titular del poder, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios. Quienes resisten a la voluntad divina se despeñan voluntariamente en el abismo de su propia perdición. «Quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación». Por tanto, quebrantar la obediencia y provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad, no solamente humana, sino también divina. (n° 3)

El culto público

Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de El, a El hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los gobernantes también a sus ciudadanos. Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por tanto, es necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y principal de todas ellas consiste en procurar una inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios. (n° 3)

Dos sociedades, dos poderes

6. Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. «Las [autoridades] que hay, por Dios han sido ordenadas». Si así no fuese, sobrevendrían frecuentes motivos de lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer. Esta situación es totalmente contraria a la sabiduría y a la bondad de Dios, quien incluso en el mundo físico, de tan evidente inferioridad, ha equilibrado entre sí las fuerzas y las causas naturales con tan concertada moderación y maravillosa armonía, que ni las unas impiden a las otras ni dejan todas de concurrir con exacta adecuación al fin total al que tiende el universo.

Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No obstante, sobrevienen a veces especiales circunstancias en las que puede convenir otro género de concordia que asegure la paz y libertad de entrambas potestades; por ejemplo, cuando los gobernantes y el Romano Pontífice admiten la misma solución para un asunto determinado. En estas ocasiones, la Iglesia ha dado pruebas numerosas de su bondad maternal, usando la mayor indulgencia y condescendencia posibles.

Ventajas de esta concepción

Esta que sumariamente dejamos trazada es la concepción cristiana del Estado. Concepción no elaborada temerariamente y por capricho, sino constituida sobre los supremos y más exactos principios, confirmados por la misma razón natural.  (n° 7)

La constitución del Estado que acabamos de exponer, no menoscaba ni desdora la verdadera dignidad de los gobernantes. Y está tan lejos de mermar los derechos de la autoridad, que antes, por el contrario, los engrandece y consolida. (n°8)

Si se examina a fondo el asunto, la constitución expuesta presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. Perfección cuyos frutos serían excelentes y variados si cada uno de los dos poderes se mantuvieran dentro de su esfera propia y se aplicase sincera y totalmente al cumplimiento de la obligación y de la misión que le corresponden. De hecho, en la constitución del Estado que hemos desarrollado, lo divino y lo humano quedan repartidos de una manera ordenada y conveniente. Los derechos de los ciudadanos son respetados como derechos inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas, naturales y humanas. Los deberes de cada ciudadano son definidos con sabia exactitud y su cumplimiento queda sancionado con oportuna eficacia. Cada ciudadano sabe que, durante el curso incierto y trabajoso de esta mortal peregrinación hacia la patria eterna, tiene a la mano guías seguros para emprender este camino y auxiliadores eficaces para llegar a su fin. Sabe también que tiene a su alcance otros guías y auxiliadores para obtener y conservar su seguridad, su sustento y los demás bienes necesarios de la vida social presente. La sociedad doméstica encuentra su necesaria firmeza en la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes de los cónyuges son regulados con toda justicia y equidad…

…En la esfera política y civil, las leyes se ordenan al bien común, y no son dictadas por el voto y el juicio falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y frenada para que ni se aparte de la justicia ni degenere en abusos del poder. La obediencia de los ciudadanos tiene como compañera inseparable una honrosa dignidad, porque no es esclavitud de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres. Tan pronto como arraiga esta convicción en la sociedad, entienden los ciudadanos que son deberes de justicia el respeto a la majestad de los gobernantes, la obediencia constante y leal a la autoridad pública, el rechazo de toda sedición y la observancia religiosa de la constitución del Estado.

Se imponen también como obligatorias la mutua caridad, la benignidad, la liberalidad. No queda dividido el hombre, que es ciudadano y cristiano al mismo tiempo, con preceptos contradictorios entre sí. En resumen: todos los grandes bienes con que la religión cristiana enriquece abundante y espontáneamente la misma vida mortal de los hombres quedan asegurados a la comunidad y al Estado. De donde se desprende la evidencia de aquella sentencia: «El destino del Estado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél existe un estrecho e íntimo parentesco»…

…En otro pasaje el santo Doctor refuta el error de ciertos filósofos políticos: «Los que afirman que la doctrina de Cristo es nociva al Estado, que nos presenten un ejército con soldados tales como la doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo inspectores del fisco tales como la enseñanza de Cristo quiere y forma. Una vez que nos los hayan dado, atrévanse a decir que tal doctrina se opone al interés común. No lo dirán; antes bien, habrán de reconocer que su observancia es la gran salvación del Estado».

IMMORTALE DEI, DEL SUMO PONTÍFICE,  S.S. LEÓN XIII