El hombre busca a Dios porque en Él, sólo en Él, puede encontrar su realización, la realización de sus aspiraciones a la verdad, al bien y a la belleza.

En el itinerario de mi peregrinación por Polonia me acompaña el evangelio de las ocho bienaventuranzas pronunciadas por Cristo en el sermón de la Montaña. Aquí, en Sandomierz, Cristo nos dice: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).

Estas palabras nos introducen en lo más íntimo de la verdad evangélica sobre el hombre. Encuentran a Jesús los que lo buscan, como lo buscaban María y José. Este acontecimiento ilumina la gran tensión presente en la vida de todo hombre: la búsqueda de Dios. Sí, el hombre busca verdaderamente a Dios; lo busca con su mente, con su corazón y con todo su ser. Dice san Agustín: «Nuestro corazón esta inquieto hasta que descanse en ti» (cf. Confesiones, I, 1).

Esta inquietud es una inquietud creativa. El hombre busca a Dios porque en él, sólo en él, puede encontrar su realización, la realización de sus aspiraciones a la verdad, al bien y a la belleza. «Tú no me buscarías si no me hubieras ya encontrado antes», escribe de Dios y del hombre Blas Pascal (Pensamientos, VII, n. 555). Eso significa que Dios mismo participa en nuestra búsqueda, quiere que el hombre lo busque y crea en él las condiciones necesarias para que lo pueda encontrar. Por lo demás, Dios mismo se acerca al hombre, le habla de sí mismo, le permite conocerse. La sagrada Escritura es una gran lección sobre el tema de esta búsqueda y encuentro con Dios. Nos presenta numerosas y magníficas figuras de los que buscan y encuentran a Dios. Al mismo tiempo, enseña como debe acercarse el hombre a Dios, qué condiciones debe cumplir para encontrarse con ese Dios, para conocerlo y para unirse a él.

Una de esas condiciones es la pureza de corazón. ¿De qué se trata? aquí tocamos la esencia misma del hombre, el cual, en virtud de la gracia de la redención obrada por Cristo, ha recuperado la armonía del corazón perdida en el paraíso a causa del pecado. Tener un corazón limpio quiere decir ser un hombre nuevo, que ha recibido nuevamente la vida de comunión con Dios y con toda la creación por el amor redentor de Cristo; ha vuelto a la comunión, que es su destino originario.
La pureza de corazón es, ante todo, don de Dios. Cristo, al darse al hombre en los sacramentos de la Iglesia, pone su morada en su corazón y lo ilumina con el «esplendor de la verdad». Sólo la verdad que es Jesucristo es capaz de iluminar la razón, purificar el corazón y formar la libertad humana. Sin la comprensión y la aceptación, la fe se apaga. El hombre pierde la visión del sentido de las cosas y los acontecimientos, y su corazón busca la satisfacción donde no la puede encontrar. Por eso, la pureza de corazón es, ante todo, la pureza de la fe.

En efecto, la pureza de corazón prepara para la visión de Dios cara a cara en la dimensión de la felicidad eterna. Sucede así porque ya en la vida temporal los limpios de corazón son capaces de ver en toda la creación lo que viene de Dios. En cierto sentido, son capaces de descubrir el valor divino, la dimensión divina, la belleza divina de toda la creación.

De alguna manera, la bienaventuranza del sermón de la Montaña nos indica toda la riqueza y toda la belleza de la creación, y nos exhorta a saber descubrir en cada cosa lo que procede de Dios y lo que lleva a él. En consecuencia, el hombre carnal y sensual debe ceder, debe dejar lugar al hombre espiritual, espiritualizado. Es un proceso profundo, que supone esfuerzo interior. Sostenido por la gracia, da frutos admirables.

La pureza de corazón es, por tanto, una tarea para el hombre, que debe realizar constantemente el esfuerzo de luchar contra las fuerzas del mal, contra las que empujan desde el exterior y las que actúan desde el interior, que lo quieren apartar de Dios. Y, así, en el corazón del hombre se libra un combate incesante por la verdad y la felicidad. Para lograr la victoria en este combate, el hombre debe dirigirse a Cristo: sólo puede triunfar si está robustecido por la fuerza de su cruz y su resurrección. «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro» (Sal 50, 12), exclama el salmista, consciente de la debilidad humana, porque sabe que para ser justo ante Dios no basta el esfuerzo humano.
Queridos hermanos y hermanas, este mensaje sobre la pureza de corazón resulta sumamente actual. La civilización de la muerte quiere destruir la pureza de corazón. Uno de sus métodos de acción consiste en poner intencionalmente en duda el valor de la actitud del hombre que definimos como virtud de la castidad. Es un fenómeno particularmente peligroso cuando el objetivo del ataque es la conciencia sensible de los niños y los jóvenes. Una civilización que, al obrar así, hiere e incluso destruye una correcta relación entre dos personas, es una civilización de la muerte, porque el hombre no puede vivir sin el verdadero amor.
Santo Padre
Dirijo estas palabras a todos los que participáis en este sacrificio eucarístico, pero de modo especial a los numerosos jóvenes aquí presentes, a los soldados y a los scouts. Anunciad al mundo la «buena nueva» sobre la pureza de corazón y, con el ejemplo de vuestra vida, transmitid el mensaje de la civilización del amor. Sé cuán sensibles sois a la verdad y a la belleza. Hoy la civilización de la muerte os propone, entre otras cosas, el así llamado «amor libre». Con este género de deformación del amor se llega a la profanación de uno de los valores más queridos y sagrados, porque el libertinaje no es ni amor ni libertad. «No os acomodéis al mundo presente; antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podéis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Rm 12, 2), nos recomienda san Pablo. No tengáis miedo de vivir contra las opiniones de moda y las propuestas que se oponen a la ley de Dios. La valentía de la fe cuesta mucho, pero no podéis perder el amor. A nadie permitáis que os haga esclavos. No os dejéis seducir por los espejismos de felicidad, por los cuales deberíais pagar un precio demasiado alto: el precio de heridas a menudo incurables o incluso de una vida rota, la vuestra y la de los demás.

Quiero repetiros a vosotros lo que dije una vez a los jóvenes en otro continente: «Sólo un corazón limpio puede amar plenamente a Dios. Sólo un corazón limpio puede llevar plenamente a cabo la gran empresa de amor que es el matrimonio. Sólo un corazón limpio puede servir plenamente a los demás. (…) No dejéis que destruyan vuestro futuro. No os dejéis arrebatar la riqueza del amor. Asegurad vuestra fidelidad, la de vuestras futuras familias, que formaréis en el amor de Cristo» (Discurso a los jóvenes en Asunción, 18 de mayo de 1988, n. 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 1988, p. 21).

S.S. Juan Pablo II, Dichosos los limpios de corazón

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