En la íntima relación diaria con Cristo que unifica la existencia y el ministerio, conviene dar el primer lugar a la Eucaristía, que encierra todo el tesoro espiritual de la Iglesia.
Los sacerdotes «son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, cabeza y pastor» (Pastores dabo vobis, 15).
Escogidos de entre sus hermanos son, ante todo, hombres de Dios; es importante que no descuiden su vida espiritual, pues toda la actividad pastoral y teológica «debe comenzar efectivamente por la oración» (san Alberto Magno, Comentario de la teología mística, 15), que es «algo grande, que dilata el alma y une a Jesús» (santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos C, fol. 25).
En la íntima relación diaria con Cristo que unifica la existencia y el ministerio, conviene dar el primer lugar a la Eucaristía, que encierra todo el tesoro espiritual de la Iglesia. Conforma cada día al sacerdote con Cristo, sumo sacerdote, cuyo ministro es. Y, tanto en la celebración eucarística como en la de los otros sacramentos, el sacerdote está unido a su obispo, y «así lo hace presente en cierto sentido en cada una de las comunidades de los fieles» (Presbyterorum ordinis, 5); da su cohesión al pueblo de Dios y lo acrecienta, reuniéndolo en torno a las mesas de la Palabra y la Eucaristía, y ofreciendo a los hombres el apoyo de la misericordia y de la ternura divinas. Además, la liturgia de las Horas estructura sus jornadas y modela su vida espiritual. La meditación de la palabra de Dios, la «lectio divina» y la oración lo llevan a vivir en intimidad con el Señor, que revela los misterios de salvación a quien, a ejemplo del discípulo amado, permanece cerca de él (cf. Jn 13, 25).
En presencia de Dios, el sacerdote encuentra la fuerza para vivir las exigencias esenciales de su ministerio. Adquiere la docilidad necesaria para hacer la voluntad de aquel que lo ha enviado, con una disponibilidad incesante a la acción del Espíritu, porque es él quien da el crecimiento y nosotros somos sus colaboradores (cf. 1 Co 3, 5-9). Según la promesa hecha el día de la ordenación esta disponibilidad se concreta mediante la obediencia al obispo que, en nombre de la Iglesia, lo envía en medio de sus hermanos, para ser el representante de Cristo, a pesar de su debilidad y su fragilidad. Por medio del sacerdote, el Señor habla a los hombres y se manifiesta ante sus ojos.
En la sociedad actual que valora ciertas concepciones erróneas de la sexualidad, el celibato sacerdotal o consagrado, así como, de otra forma, el compromiso en el sacramento del matrimonio, recuerda de manera profética el profundo sentido de la existencia humana. La castidad dispone a quien se ha comprometido a ella a poner su vida en las manos de Dios, ofreciendo al Señor todas sus capacidades interiores, para el servicio de la Iglesia y la salvación del mundo. Mediante la práctica de «la perfecta y perpetua castidad por el reino de los cielos», el sacerdote reafirma su unión mística con Cristo, a quien se consagra «de una manera nueva y excelente» y «con un corazón no dividido» (Presbyterorum ordinis, 16). Así, en su ser y en su acción libremente se entrega y se sacrifica a sí mismo, como respuesta a la entrega y al sacrificio de su Señor. La castidad perfecta lleva al sacerdote a vivir un amor universal y a estar atento a cada uno de sus hermanos. Esta actitud es fuente de una incomparable fecundidad espiritual, «con la que no puede compararse ninguna otra fecundidad carnal» (san Agustín, De sancta virginitate, 8), y dispone, en cierto modo, a «aceptar en Cristo una paternidad más amplia» (Presbyterorum ordinis, 16).
Discurso de S.S. Juan Pablo II a un grupo de obispos franceses
18 de enero de 1997

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