«El ánima -dice San Ambrosio- que está desposada con Cristo y voluntariamente se junta con Él en la cruz, ninguna cosa tiene por más gloriosa que traer consigo las injurias del Crucificado».


¡Oh cruz!, hazme lugar; y véame yo recibido mi

cuerpo por ti y deja el de mi Señor…


Pues si sola esta muestra de amor; que es menor; hace salir a los malos de sus sentidos y perder la vista en medio del resplandor de la luz, ¿qué harán tus verdaderos hijos y amigos, que tan creído tienen y cono­cido a cuánto más se extiende tu amor? Esto es lo que los hace salir de sí y quedar atónitos cuando, recogidos en lo secreto de su corazón, les descubres estos secretos y se los das a sentir. De aquí nace el deshacerse y abrasarse sus entrañas, de aquí el desear los martirios, de aquí el hol­garse con las tribulaciones, de aquí el sentir refrigerio en las parrillas y el pasearse sobre las brasas como sobre rosas, de aquí el desear los tor­mentos como convites, y alegrarse de lo que todo el mundo teme, y abrazar lo que el mundo aborrece, y buscar abominaciones de Egipto para sacrificarlas a Dios.

«El ánima -dice San Ambrosio- que está desposada con Cristo y voluntariamente se junta con Él en la cruz, ninguna cosa tiene por más gloriosa que traer consigo las injurias del Crucificado».

Pues ¿cómo te pagaré, Amado mío, este amor? Esta es digna recompensa, que la sangre se recompense con sangre. Aquella sangre con que Moisés celebró el amistad de Dios y de su pueblo (la cual era figura de ésta), parte se derramó sobre el altar; y parte sobre el pueblo, reconciliándolo con Dios; la que cae sobre el altar es para aplacar a Dios, y la que sobre las cabezas del pueblo para obligar a los hombres. ¡Dulcísimo Señor!, yo conozco esta obligación; no permitas que me salga fuera de ella, y véame yo con esa sangre teñido y con esa cruz enclavado. ¡Oh cruz!, hazme lugar; y véame yo recibido mi cuerpo por ti y deja el de mi Señor. ¡Ensánchate, corona, para que pueda yo poner ahí mi cabeza! ¡Dejad, clavos, esas manos inocentes y atravesad mi cora­zón y llagadlo de compasión y de amor! Para esto -dice tu Apóstol- moriste, para enseñorearte de vivos y muertos; no con amenazas y cas­tigos, sino con obras de amor. Cuéntame entre los que mandares o por vivo o por muerto, véame yo cautivo debajo del señorío de tu amor.

¡Oh qué maravillosa manera de pelear ha tomado el Señor!, dice la santa profecía; porque ya no con diluvio, no con fuego del cielo, sino con halagos de paz y de amor; ha conquistado los corazones; no matando, sino muriendo; no derramando sangre ajena, sino la suya propria por todos en la cruz. ¡Oh maravillosa y nueva virtud! ¡Lo que no heciste desde el cielo servido de los ángeles, heciste desde la cruz acompañado de ladrones! ¡Oh robador de corazones!, roba, Señor; este mío, pues tienes nombre de roba­dor apresurado y violento. ¿Qué espada será tan fuerte, qué arco tan recio y bien flechado, que pueda penetrar un fino diamante? La fuerza de tu amor ha despedazado infinitos diamantes; tú has quebrantado la dureza de nuestros corazones, tú has inflamado todo el mundo de tu amor; tu mesmo lo dijiste por el profeta: Con el fuego de mi amor será abrasada toda la tierra; y en tu Evangelio dijiste: Fuego vine a poner en la tierra. ¿Y qué otra cosa quiero yo sino que arda? Bien entendido había la virtud de esta venida y de este fuego aquel santo profeta que por eso daba voces, diciendo: ¡Ojalá rasgases ya los cielos y vinieses!; las aguas arderían con fuego. ¡Oh dulce fuego! ¡Oh dulce amor! ¡Oh dulce llama! ¡Oh dulce llaga, que ansí enciendes los corazones helados más que nieve y los con­viertes en amor! Con el fuego principal de tu venida henchiste el mundo de tu amor; como dice el profeta: Visitaste la tierra, y embriagástela de amor, y ansí multiplicaste sus riquezas con tal linaje de amor. Visitando la tierra, embriagaste los corazones terrenos. ¡Oh amantísimo, benignísimo, hermosísimo, clementísimo!, embriaga nuestros corazones con ese vino, abrásalos con ese fuego, hiérelos con esa saeta de tu amor.

¿Qué le falta a esa tu cruz para ser una espiritual ballesta, pues así hiere los corazones? La ballesta se hace de madera y una cuerda esti­rada, y una nuez al medio de ella, donde sube la cuerda para disparar la saeta con furia y hacer mayor la herida. Esta santa cruz es el madero; y el cuerpo tan extendido y brazos tan estirados son la cuerda; y la aber­tura de ese costado, la nuez donde se pone la saeta de amor para que de allí salga a herir el corazón desarmado. ¡Tirado ha la ballesta y herido me ha el corazón! Agora sepa todo el mundo que tengo yo el corazón herido. ¡Oh corazón mío! ¿Cómo te guarecerás? No hay médico que le cure si no es morir.

Cuando yo, mi buen Jesús, veo que de tu costado sale ese hierro de esa lanza, esa lanza es una saeta de amor que me traspasa; y de tal mane­ra hiere mi corazón, que no deja en él parte que no penetre. ¿Qué has hecho, Amor dulcísimo? ¿Qué has querido hacer en mi corazón? Viene aquí por curarme, ¡y hasme herido! Viene a que me enseñases a vivir; ¡y hácesme loco! ¡Oh dulcísima herida, oh sapientísima locura!, nunca me vea yo jamás sin ti.

No solamente la cruz, mas la mesma figura que en ella tienes, nos llama dulcemente a amor; la cabeza tienes inclinada, para oírnos y dar­nos besos de paz, con la cual convidas a los culpados, siendo tú el ofen­dido; los brazos tendidos, para abrazarnos; las manos agujereadas, para darnos tus bienes; el costado abierto, para recebirnos en tus entrañas; los pies enclavados, para esperarnos y para nunca te poder apartar de nosotros. De manera que mirándote, Señor; todo me convida a amor: el madero, la figura, el misterio, las heridas de tu cuerpo; y, sobre todo, el amor interior me da voces que te ame y que nunca te olvide de mi cora­zón. Pues ¿cómo me olvidaré de ti? Si de ti me olvidare, ¡oh buen Jesús!, sea echado en olvido de mi diestra; péguese mi lengua a los paladares si no me acordare de ti y si no te pusiere por principio de mis alegrías.

Cata, pues, aquí, ánima mía, declarada la causa del amor que Cristo nos tiene. Porque no nace este amor de mirar lo que hay en el hombre, sino de mirar a Dios y del deseo que tiene de cumplir su voluntad.

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