«Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia»


“El miedo a la muerte no puede hacernos perder de vista la justicia”


Santo Tomás Becket, nacido en Londres el día de Santo Tomás de 1118 procede de burgueses normandos y su padre es sheriff de la ciudad. Los canónigos regulares de Merton se encargarán de iniciarle en los libros, hasta que un día, cuando los reveses se hayan cebado en la hacienda familiar, tenga que dedicarse al trabajo en casa de un pariente londinense. A los veinticuatro años de edad, huérfano ya durante tres, Tomás entra al servicio del arzobispo cantuariense Teobaldo y emprende la carrera eclesiástica. Recibe las órdenes menores, sube al diaconado en 1154, acumula prebendas y beneficios, y pronto se ve encaramado al relevante puesto de arcediano. Teobaldo se ha dado perfecta cuenta de la valía del joven eclesiástico y no vacila en confiarle delicadas misiones en el Vaticano. Incluso en el grave problema de la sucesión al trono pesa la voz del novel diplomático. El es quien inclina a su indeciso prelado y al propio papa Eugenio III por la causa de Matilde, la hija del difunto rey Enrique y actual esposa del conde de Anjou. En consecuencia, a la muerte de Esteban, a la sazón en el trono, la corona recaerá en el hijo de Matilde, Enrique de Plantagenet.

Hay ocasiones en la Historia humana en que las circunstancias ponen en juego no sólo grandes principios, sino también a grandes hombres. Éste es el caso de la figura de Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, primado de toda Inglaterra y legado de la Santa Sede, cuyo coraje le significó ser asesinado por orden de su señor, amigo y mecenas, el rey Enrique II.

Es significativo que un arzobispo y un laico han coincidido en Inglaterra no sólo en compartir el nombre y el cargo de Lord Canciller del Reino, sino también la suerte del martirio. Se trata de santo Tomás Becket (1118-1170), asesinado junto al altar el 29 de diciembre de 1170, y santo Tomás Moro (1478-1535), laico, jurista y Lord Canciller del Reino, ejecutado por Enrique VIII el 6 de julio de 1535 por mantenerse fiel a la fe de la Iglesia. Curiosamente, el mismo Enrique VIII mandó a destruir todo vestigio de la tumba de santo Tomás Becket, pues la sola tumba de este santo denunciaba lo que Enrique VIII acababa de hacer.

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado, ya se trate de imperios, reinados, repúblicas, dictaduras, etc., no siempre han sido fácil. El problema fundamental es la independencia que la Iglesia manifiesta frente al Estado, por un lado, y las aspiraciones de éste por ser un poder absoluto en el pleno y literal sentido de la palabra. Santo Tomás Becket murió por defender la independencia de la Iglesia frente a las pretensiones de control absoluto del Rey. “No podrá haber paz en mi Reino mientras viva Becket. ¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura intrigante?… Es conveniente que Becket desaparezca”, frases del Rey Enrique II que sellaron el destino martirial de Becket.

El asesinato ocurrió sobre las cuatro y media de la tarde, cuando el arzobispo, ya en el altar mayor, se disponía a celebrar las Vísperas, y como observadores, los monjes del monasterio y la gente del lugar, había llegado para participar de la oración de la tarde.  Los asesinos de este crimen propiciado por el Estado fueron cuatro nobles con el título de Barones: Reginaldo FitzUrse, Roberto de Broc, Hugo de Horsea y Ricardo Le Bret. Al caer, Becket murmuró: “Por el nombre de Jesús y la protección de la Iglesia, estoy preparado para abrazar la muerte”. Aquí se muestra el carácter voluntario y libre con que Becket recibe la muerte violenta, sin oponer resistencia. Tiempo y modo había tenido antes para huir si hubiese querido, pero lo descartó.

El odio se muestra en el ensañamiento con que se comportaron. No hubo misa fúnebre o cualquier otro oficio religioso público. Inmediatamente tras su muerte el pueblo lo consideró santo, y el Papa Alejandro III, que lo conoció personalmente, lo declaró santo y mártir tres años más tarde, el 1174.

El martirio de Tomás Becket sólo se entiende por una conversión personal al momento de ser investido arzobispo. La conciencia clara de su responsabilidad episcopal lo condujo de la vida casi disoluta y palaciega que llevaba, a una vida marcada por la austeridad, la oración y la fidelidad a la fe. Por defender la libertad de la Iglesia de un Rey que quería controlarla a su antojo, Becket fue perseguido, él y también todos sus familiares a los que les confiscaron todos sus bienes dejándolos en la miseria, tuvo que vivir un amargo exilio, y tras su regreso, asesinado. Pero no fue en vano. La clave del efecto que su martirio tuvo en el conjunto de la Iglesia de Inglaterra, la constituye la forma y el contenido del Concordato de Avranches, que posee el carácter de un tratado de paz negociado que incluye concesiones mutuas para el Estado y la Iglesia. Con todo, Enrique II nunca castigó a los asesinos de Becket.

Los mártires son testigos (judiciales), dan testimonio (como en un juicio) de esa verdad que denuncia todo totalitarismo. Becket creía en una sana convivencia entre el orden civil y el eclesiástico, pero se topó con el absolutismo de Estado. Ante eso, su opción fue clara, la defensa de la fe y de la Iglesia de Inglaterra. Becket buscó siempre una Iglesia respetuosa del recto orden civil, pero siempre independiente de él en el orden de la fe, la conciencia y las costumbres. Una Iglesia así sólo puede ser una iglesia pobre, austera y firme en la única roca que la sostiene que es Jesucristo, y de ese modo, libre servidora de su Evangelio.

Fue en el año 1162. La sede primada de Canterbury aguarda desde hace varios meses el nombramiento de sucesor del fallecido Teobaldo. Enrique intuye la oportunidad que se le brinda de colocar Iglesia y Estado bajo una sola mano, la suya. Llama al canciller y le anuncia su voluntad de elevarle a la dignidad arzobispal de Canterbury. La respuesta de Tomás está transida de gravedad y melancolía: «Pronto perdería yo el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con que me honráis se cambiaría en odio, porque yo no podría acceder a vuestras exigencias en punto a derechos de la Iglesia». El rey insiste, pero Tomás no cede. Sólo la intervención del cardenal legado. Enrique de Pisa, acabará con la resistencia del canciller. Becket es ordenado sacerdote e inmediatamente recibe la consagración episcopal. Acaba de cruzar un momento decisivo de su existencia. Sobrecogido por la trascendencia de su nueva misión, va a acomodar a ella su vida entera, sujetándola a una regularidad monacal. al más riguroso ascetismo, a la pobreza para sí y el derroche limosnero con los indigentes.

Su renuncia al cargo de canciller ocasiona un disgusto al monarca y la primera fricción entre los dos amigos. La primera nada más. Becket, conocedor del carácter violento e insaciable del Plantagenet, presiente la dureza de futuros choques, que no tardan en llegar. Será el primero la injusta exacción de un tributo arbitrario, ante la cual el arzobispo anuncia de manera inequívoca que sus súbditos no pagarán ni un penique. Más adelante es la pretensión real de que los clérigos reos de crímenes sean sometidos a la justicia civil. En la reunión convocada por el monarca es el arzobispo de Canterbury quien se encarga de fortalecer y decidir a los débiles prelados, dispuestos a la componenda. Enrique, vencido e irritado, exige, por lo menos, la promesa de observar ciertas «antiguas costumbres» que no especifica. El primado está dispuesto a acceder, siempre que se añada la cláusula que deje a salvo los derechos de la Iglesia. La política del monarca se hace más dura y más sutil. Obliga al antiguo canciller a renunciar a ciertas posesiones y honores, y, por otra parte, le da a entender que la promesa pedida es meramente formularia, sin repercusión en la vida de la Iglesia. De esta manera obtiene que Tomás, quien no ve clara la actitud de Roma, otorgue su asentimiento en Claredon. Pero cuando más tarde le son presentados los dieciséis artículos que recogen aquellas «antiguas costumbres» y comprende que en ellos se juega nada menos que el enfeudamiento de la Iglesia por el Estado y, en última instancia, la segregación de Roma, Becket reacciona con firmeza y se niega rotundamente a estampar su sello en el documento.

La tremenda conciencia de su responsabilidad como cabeza de la Iglesia en Inglaterra le come de remordimientos por su momento de flaqueza en Claredon. Cuarenta días permanecerá alejado del altar, del que se considera indigno, mientras aguarda la absolución del Romano Pontífice. El rey, por su parte, redobla las represalias económicas y maneja hábilmente a lores y obispos, forzando así la soledad del primado. Se le abre proceso por gastos contraídos en su tiempo de canciller, a pesar de haberle sido todo condonado el día de su nombramiento como arzobispo. En la mañana del 13 de octubre de 1164, luego de celebrar la misa votiva del primer mártir, San Esteban, el arzobispo, llevando en su mano la cruz metropolitana, se dirige al castillo del rey y denuncia la ilegalidad de aquel proceso. «Después de Dios, mi único juez es el Papa». Y a la madrugada siguiente, en simple hábito de monje, escapa a los emisarios del rey y embarca en Sandwich rumbo a Francia, hacia un destierro que durará seis años. El monarca inglés moviliza una intensa batalla diplomática a fin de distanciar del arzobispo—»el que fue arzobispo», dirá él—a Luis VII, rey de Francia, y al papa, Alejandro III. Pero ambos acogen al exilado con admiración y cordialidad, y la palabra de Becket causa profunda sensación en el Papa y los cardenales reunidos en Sens. Presa todavía de sus remordimientos, Tomás pone su anillo en manos del Romano Pontífice y renuncia a la sede cantuariense; mas Alejandro le obliga a perseverar en su puesto.

Será ahora el monasterio cisterciense de Pontigny el marco de la vida más que nunca orante y sacrificada del ilustre prelado en exilio, y, al mismo tiempo, de su perseverancia en la lucha por los derechos de la Iglesia. De allí salen recias cartas a amigos y enemigos, reproches incluso al mismo Papa cuando Tomás estima su actitud demasiado condescendiente. Pero Enrique tampoco duerme, y pone en juego todos los recursos para rendir a su rival. Confisca sus bienes, destierra a parientes, amigos y siervos, previo juramento de que irán a visitarle a Pontigny. Pretende que el dolor de los suyos fuerce al arzobispo a modificar su actitud. Amenaza con apoderarse de todos los monasterios cistercienses en territorio inglés si la Orden sigue cobijando a su enemigo. Tomás se traslada ahora a una abadía benedictina y, nombrado legado a latere para Inglaterra, excomulga a varios obispos que se han puesto de parte del rey. Hierve un febril juego diplomático entre el Papa y los soberanos de Inglaterra y Francia. Dos entrevistas de Enrique con su antiguo canciller concluyen en fracaso. El Papa, que ha visto con claridad la mala fe del monarca británico, comienza a perder la paciencia, y se habla de poner en entredicho el reino de Inglaterra. Enrique, instigado por el temor, escenifica una reconciliación con el arzobispo, que tiene lugar en Normandía en julio de 1170. En realidad, nada ha cambiado, y la paz alcanzada es sólo aparente. Pero con ella se presenta a Tomás la oportunidad de regresar a su sede cantuariense

El camino desde Sandwich, en donde desembarca el 1 de diciembre, hasta Canterbury se ve cercado por el júbilo desbordante del pueblo, El pueblo fiel, sí. Pero no los otros. El príncipe heredero se niega a recibirle en audiencia, el hidalgo a quien Tomás reclama unas posesiones responde con el desplante y el insulto, los obispos exigen que les sea levantada la excomunión y por fin, despechados, apelan directamente al rey. Faltan pocas horas para la Nochebuena. En el Consejo real, reunido cerca de Bayeux la atmósfera está cargada de electricidad, mientras se acumulan los cargos calumniosos contra el arzobispo. Enrique II, en el colmo de su cólera, grita las palabras fatales: «¡Cobardes! Ese hombre a quien yo he vestido, y alimentado, y llenado de honores y riquezas se levanta contra mí, ¿y no hay ninguno de los míos capaz de vengar mi honor y librarme de ese cura insolente?» Amanece el día de Navidad. Mientras el arzobispo predica de Jesús que nace para morir y recuerda a San Elfegio, arzobispo de Canterbury y mártir, insinuando que el drama puede repetirse, cuatro caballeros del rey que han creído ver una orden en la airada queja de Enrique, navegan hacia Inglaterra, hacia Canterbury, por un mar con rumores de tragedia.


Cuando Santo Tomás Becket excomulgó al Rey


El arzobispo recibe noticia del inminente peligro. La noche del 28 a 29 será para él noche de vigilia y oración de oración del huerto. A las tres de la tarde los cuatro caballeros piden ser recibidos por el primado. Exigencias, acusaciones y amenazas tropiezan una vez más con la inquebrantable conciencia del deber de Tomás Becket. Los caballeros se retiran. Comienza a sonar el toque de vísperas y el arzobispo se encamina a la catedral como siempre, como si tal cosa. Pero todo Canterbury tiembla con siniestros presagios. Cuando el pequeño cortejo, con cruz alzada, penetra en el templo, se adivinan en la penumbra del claustro figuras de hombres armados. Los monjes cierran nerviosamente las puertas de la catedral, mas el arzobispo, increpándoles: «¡Fuera, cobardes! La iglesia no es un castillo», vuelve a abrirlas con sus propias manos. Luego comienza a subir pausadamente hacia el coro acompañado tan sólo de su anciano confesor, un monje y un clérigo de su servidumbre. En aquel instante irrumpen los caballeros del rey. «¿Dónde está Tomás, el traidor?» «Aquí estoy–es la serena respuesta—. No traidor, sino arzobispo y sacerdote de Dios.» Y desciende con grave lentitud hasta quedar entre los altares de la Virgen y San Benito. Intentan arrastrarle hacia la puerta, pero Becket los rechaza. Golpes sordos de espada y sangre en el rostro del arzobispo. Otro golpe, y Tomás cae de rodillas. En las bóvedas cuajadas de espanto resuenan sus últimas palabras: «Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia». Un golpe postrero le destroza el cráneo. Los asesinos, invocando el nombre del rey, escapan precipitadamente. Pocos minutos han bastado para el sacrilegio. Al punto, grupos de fieles, consternados ante la magnitud del crimen, corren a la catedral y rodean silenciosos el cadáver que yace en el suelo, sin atreverse a tocarlo. Cuentan que en aquel instante una pavorosa tormenta descargó sobre Canterbury.


 

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