La familia humana es icono de la  Trinidad por el amor interpersonal y por la fecundidad del amor.


El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el  matrimonio llegan a ser en «una sola carne» (Gn 2, 24), es decir, una comunión de  amor que engendra nueva vida.

Queridos hermanos y hermanas:  Se celebra hoy el domingo de la Sagrada Familia. Podemos seguir identificándonos  con los pastores de Belén que, en cuanto recibieron el anuncio del ángel, acudieron  a toda prisa, y encontraron «a María y a José, y al niño acostado en el pesebre»  (Lc 2, 16).

Detengámonos también nosotros a contemplar esta escena, y  reflexionemos en su significado. Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, los  pastores, no sólo encontraron al Niño Jesús, sino también a una pequeña familia:  madre, padre e hijo recién nacido. Dios quiso revelarse naciendo en una familia  humana y, por eso, la familia humana se ha convertido en icono de Dios. Dios es  Trinidad, es comunión de amor, y la familia es, con toda la diferencia que existe  entre el Misterio de Dios y su criatura humana, una expresión que refleja el Misterio  insondable del Dios amor.

El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el  matrimonio llegan a ser en «una sola carne» (Gn 2, 24), es decir, una comunión de  amor que engendra nueva vida. En cierto sentido, la familia humana es icono de la  Trinidad por el amor interpersonal y por la fecundidad del amor.

La liturgia de hoy propone el célebre episodio evangélico de Jesús, que a los doce  años se queda en el templo, en Jerusalén, sin saberlo sus padres, quienes,  sorprendidos y preocupados, lo encuentran después de tres días discutiendo con los  doctores. A su madre, que le pide explicaciones, Jesús le responde que debe «estar  en la propiedad», en la casa de su Padre, es decir, de Dios (cf. Lc 2, 49).

En este  episodio el adolescente Jesús se nos presenta lleno de celo por Dios y por el  templo.  Preguntémonos: ¿de quién había aprendido Jesús el amor a las «cosas» de su  Padre? Ciertamente, como hijo tenía un conocimiento íntimo de su Padre, de Dios,  una profunda relación personal y permanente con él, pero, en su cultura concreta,  seguro que aprendió de sus padres las oraciones, el amor al templo y a las  instituciones de Israel. Así pues, podemos afirmar que la decisión de Jesús de  quedarse en el templo era fruto sobre todo de su íntima relación con el Padre, pero  también de la educación recibida de María y de José. Aquí podemos vislumbrar el  sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una colaboración que  siempre se ha de buscar entre los educadores y Dios.

La familia cristiana es  consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. Por lo tanto, no pueden  considerarse como una posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al plan de Dios,  está llamada a educarlos en la mayor libertad, que es precisamente la de decir «sí»  a Dios para hacer su voluntad. La Virgen María es el ejemplo perfecto de este «sí».  A ella le encomendamos todas las familias, rezando en particular por su preciosa  misión educativa.

¿Cómo no recordar el verdadero  significado de esta fiesta? Dios, habiendo venido al mundo en el seno de una  familia, manifiesta que esta institución es camino seguro para encontrarlo y  conocerlo, así como un llamamiento permanente a trabajar por la unidad de todos  en torno al amor. De ahí que uno de los mayores servicios que los cristianos  podemos prestar a nuestros semejantes es ofrecerles nuestro testimonio sereno y  firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer,  salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el  presente y el futuro de la humanidad.

En efecto, la familia es la mejor escuela  donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen  grandes a los pueblos. También en ella se comparten las penas y las alegrías,  sintiéndose todos arropados por el cariño que reina en casa por el mero hecho de  ser miembros de la misma familia.

Pido a Dios que en vuestros hogares se respire  siempre ese amor de total entrega y fidelidad que Jesús trajo al mundo con su  nacimiento, alimentándolo y fortaleciéndolo con la oración cotidiana, la práctica  constante de las virtudes, la recíproca comprensión y el respeto mutuo. Os animo,  pues, a que, confiando en la materna intercesión de María santísima, Reina de las  familias, y en la poderosa protección de san José, su esposo, os dediquéis sin  descanso a esta hermosa misión que el Señor ha puesto en vuestras manos.  Contad además con mi cercanía y afecto, y os ruego que llevéis un saludo muy  especial del Papa a vuestros seres queridos más necesitados o que pasan  dificultades. Os bendigo a todos de corazón.

S.S. Benedicto XVI, Plaza de San Pedro  Domingo 27 de diciembre del  2009

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