Un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”
El contexto cultural de hoy exige una sólida preparación filosófico-teológica de los futuros presbíteros. Como escribí en mi Carta a los seminaristas, al final del Año sacerdotal, «no se trata solamente de aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna de la fe en su totalidad, que no es un sumario de tesis, sino un organismo, una visión orgánica de manera que se convierta en una respuesta a las preguntas de los hombres que, aunque cambian exteriormente en cada generación, en el fondo son los mismos» (cf. n. 5). Además, el estudio de la teología debe tener siempre un vínculo intenso con la vida de oración. Es importante que el seminarista comprenda bien que, mientras se aplica a este objeto, hay en realidad un «Sujeto» que lo interpela, el Señor que le ha hecho oír su voz, invitándolo a dedicar su vida al servicio de Dios y de los hermanos. Así podrá realizarse en el seminarista hoy, y en el presbítero mañana, la unidad de vida recomendada por el documento conciliar Presbyterorum ordinis (cf. n. 14), la cual tiene su expresión visible en la caridad pastoral, «el principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 23).
De hecho, es indispensable la integración armoniosa entre el ministerio, con sus múltiples actividades, y la vida espiritual del presbítero. «Para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”» (Carta a los seminaristas, 6). Estas son las razones que impulsan a prestar mucha atención a la dimensión humana de la formación de los candidatos al sacerdocio. De hecho, en nuestra humanidad nos presentamos ante Dios, para ser ante nuestros hermanos auténticos hombres de Dios. En realidad, quien quiera llegar a ser sacerdote debe ser ante todo un «hombre de Dios», como escribe san Pablo a su discípulo Timoteo (cf. 1 Tm 6, 11). Por tanto, lo más importante en el camino al sacerdocio y durante toda la vida sacerdotal es la relación personal con Dios en Jesucristo (cf. Carta a los seminaristas, 1).

El beato Papa Juan XXIII, al recibir a los superiores y a los alumnos del seminario campano con ocasión del 50º aniversario de su fundación, en vísperas del concilio Vaticano II, expresó esta firme convicción así: «A esto tiende vuestra formación, a la espera de la misión que se os confiará para la gloria de Dios y para la salvación de las almas: formar la mente, santificar la voluntad. El mundo espera santos, sobre todo esto. Antes aún que sacerdotes cultos, elocuentes, actualizados, se requieren sacerdotes santos y santificadores». Estas palabras siguen siendo actuales, porque en toda la Iglesia, al igual que en vuestras regiones particulares de proveniencia, hoy es más fuerte que nunca la necesidad de obreros del Evangelio, testigos creíbles y promotores de santidad con su vida misma. Que cada uno de vosotros responda a esta llamada. Para ello os aseguro mi oración, mientras os encomiendo a la guía materna de la santísima Virgen María, y de corazón os imparto una especial bendición apostólica. Gracias.
S. S. Benedicto XVI

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